El alma del doctor Moscorrofio | Juan León Mera

Juan León Mera

(De Tijeretazos y plumadas, Madrid: Est. Tip. de Ricardo Fé, págs. 40-51; originalmente publicado en Revista de la Escuela de Literatura, no. 5, octubre de 1887)

 

Haz bien y no te importe saber a quién, dice un refrán, y en él se encierra gran filosofía, como puede comprenderlo cualquiera, si no es un zote. Por el dicho refrán vemos, no solo que estamos obligados a servir a todos nuestros prójimos, sino que al hacer el beneficio no debemos esperar ninguna recompensa y ni aún dejarnos halagar por la idea del agradecimiento. Cuando se despierta esa esperanza en el corazón o prende esta idea en la mente, se anula el mérito de la buena acción. Hacerla y olvidarla, he ahí lo que conviene; ese olvido generoso de parte nuestra es el recuerdo de Dios, quien a su vez olvida lo que nosotros interesadamente recordamos.

¿Es hacer un beneficio honrar la memoria de los muertos? ¡Quién lo duda! Y es tanto más meritorio, cuanto de los difuntos nada podemos esperar.

Bien, pues; yo honré la memoria del Dr. Moscorrofio con recordar sus prodigiosas curaciones, para que el mundo las admirase. Nada tenía que esperar de él, puesto que no había de volver al mundo para cambiarme los sesos, como al consabido enfermo del hospital de San Juan de Dios, con lo cual me habría recompensado muy bien, porque, claro se está, con mi cabeza regenerada de ese modo me hubiera visto en aptitud de hacer gran figura entre los ecuatorianos, sobre todo en el periodismo. Pero ni aun cuando hubiese estado vivo el famoso Doctor habría oído palabra de mis labios que le recordase y encomiase el artículo salvador de su nombre que iba perdiéndose en la obscuridad.

Hacía mucho tiempo que lo escribí y lo había olvidado por completo; pero el mismo Moscorrofio por mi péñola favorecido, me lo trajo a la memoria de un modo asaz curioso –tan curioso, más bien, que he resuelto hacer conocer al público lo ocurrido.

Una noche, cansado de escribir un extenso artículo sobre ciertas cosas de mi tierra, que con decir que eran de ella ya se puede juzgar lo que serían, crucé los brazos sobre el pupitre, apoyé la frente en ellos y me dormí como un chiquillo después del chacoteo y de la cena. Quiero decir que me dormí… pues… ¡como un chiquillo! ¿Cómo he de ponderar más lo profundo de mi sueño?

Al punto comenzaron a revolotear en torno de mi cabeza mil objetos fantásticos relativos a lo que acababa de escribir: cosas de política, de guerra, de gobierno, y no sé que más; todo confuso, todo embrollado, todo incomprensible, como debía ser: como esas cosas. Los sueños son parecidos a los negocios de este mundo sujetos a cambios y transformaciones violentas e inexplicables, y las imágenes del mío desaparecieron de súbito envueltas por una nube caliginosa. Por algunos minutos no vi otra cosa que la nube que se arremolinaba y condensaba lentamente; mas he aquí que de entre ella va asomando una cabeza, luego el pecho y los brazos, después el vientre y los muslos, y las canillas, y los pies de un ser humano; es un hombre, es un viejo venerable que me ve con unos ojos que me van metiendo en temor y deseos de esconderme.

—No te asustes, me dice el aparecido: soy el Dr. Moscorrofio.

—¡Jesús me valga!

—Vamos, te repito que no te asustes; ¿acaso vengo a hacerte mal ninguno?

—Pero, Sr. Doctor, ¿no lleva años de haberse muerto? ¿Cómo usted por aquí…?

—Cierto, y llevo los mismos años de algo mucho peor que haberme muerto.

—¿Qué quiere usted decirme?

—Que estoy en el infierno.

—¡Misericordia! ¡un condenado!

—Cálmate, cálmate; mira que con tus aspavientos vas a malograr el objeto de mi visita.

—Pero…

—Pero créeme que si he venido del infierno no es para llevarte a él…

—¿Si no para qué?

—Para mostrarte que soy tu agradecido, y nada más.

—¡Aaah! Es quizás por haber hablado de usted con admiración y encomio en uno de mis escritos.

—Por eso precisamente. Te debo, pues, el favor de que ande hoy mi nombre en letra de molde, y de que se recuerden los beneficios que hice a la humanidad.

—Ha podido usted excusar esta visita de agradecimiento; mi escrito fue desinteresado; y francamente, la manifestación de su gratitud no compensa el sustazo que usted me ha dado. Todavía no tengo el corazón en su puesto.

—Perdón por lo del susto. En cuanto a lo de más era deber mío agradecerte. Tu obra fue de mucho mérito a mis ojos, y no soy de los que reciben un servicio y se quedan muy frescos.

—Si algún mérito tiene mi obra, consiste solo en haber hecho yo una cosa muy rara en nuestra tierra, donde hay tan poca voluntad para reconocer y confesar las buenas obras ajenas, como parece que lo ha penetrado usted, y sí, por el contrario, hay mucha para negarlas o echarlas enhoramala. Pero sea de esto lo que quiera, usted hasta después de muerto es el hombre de los prodigios: yo sabía que nadie forzaba las puertas de la eternidad para volver a este mundo, y, con todo, aquí me le tengo a usted presente.

—En verdad, razón tienes de sorprenderte: mi venida de los infiernos no es cosa que te la puedes explicar fácilmente.

—¿Podrá explicármela usted?

—¿Por qué no?

—Pues al caso. Pero que el favor sea completo.

—¿Qué más quieres? Mira que la gratitud me obliga a ser complaciente contigo: habla y pide.

—Quiero el permiso de revelar al mundo lo que usted me cuente. Soy de mi siglo y no puedo callar nada.

—¡Hum! Mi amo y señor Satanás puede llevarlo a mal; pero venga lo que viniere sobre mí, haz cuanto te dé la gana: si te place, di hasta lo que no te he dicho.

—Eso no, eso no, a mi no me gusta mentir.

—Pues atiende. La mujer más querida de Satanás cayó enferma…

—¡Cómo! ¿También los diablos se casan?

—Sí, señor, se casan civilmente, y cuando les viene en voluntad, se divorcian. Te decía, pues, que la diabla cayó enferma; le sobrevino un parto muy difícil, como yo no le había visto en el mundo ni entre las mujeres más aristócratas, y tuvimos a la señora mía en terribles aprietos, y al marido inquieto y acongojado. Las diligencias de las más célebres parteras fueron vanas, el centeno, inútil… Al cabo Satanás se acordó de mí. «Ven, prodigioso Moscorrofio», me dijo, «salva a mi mujer, y cuenta con un premio». Acudí volando. ¡Patarata! Zas, zas, la operación cesárea, cuatro diablillos fuera, y la madre se queda como si tal cosa. Mi señor tuvo la amabilidad de abrazarme y darme un beso que me quemó la mejilla. «Pide el premio que quieras», me dijo, «y con tal que no sea el de descondenarte, lo tendrás al punto». «Señor» –le contesté sin vacilar–, «quiero la venia de vuestra augusta majestad para hacer una visitita a mi favorecedor don Pepe Tijeras». «Concedida. Pero cuenta con que pases más de media hora en tu charla con el tal Tijeras». Imagina, mi Pepe, cómo me apresuraría a salir del infierno siquiera treinta minutos.

—Bien, mi doctor; pero lo que usted me ha referido es tan extraño, que ha despertado vivamente mi curiosidad. ¡Conque en el infierno hay matrimonios!

—Lo mismo que en el mundo hay infierno en muchos matrimonios.

—¡Conque las diablas procrean!

—Lo mismo que las mujeres, si ya no es que se desempeñan mucho mejor: como te he dicho, cuatro de una ventregada… Y esto es comunísimo, de todos los días.

—¡Cáspita, qué fecundidad!

—Ella te explicará la abundancia de demonios. Calcula, hijo, esta manera de aumentarse los enemigos del género humano desde antes de Adán, y con la circunstancia de que ninguno se muere, pues si entre ellos hay enfermedades, son para su tormento, no para que se mueran. Y esa abundancia te explicará a su vez el estado actual del mundo. El reino infernal está repleto de vasallos de Satanás, y todos los días se aumenta su emigración a la tierra más que la de alemanes e italianos a los Estados Unidos.

—Doctor Moscorrofío, usted me va dando gran luz para juzgar y comprender mil y más cosas de los hombres y los pueblos modernos.

—En efecto. Pero sigue escuchándome y no me interrumpas, pues solo diez minutos me quedan.

Y sacó y miró el Doctor un soberbio cronómetro.

—En el infierno, continuó, no obstante, los millares de millones de diablos y la complicación del gobierno y de la administración, todo se hace con tal orden que admira. La educación está bien organizada, la enseñanza artística, industrial y científica no deja nada que desear. Hay cátedras para todos los ramos, y premios para todos los adelantos. Apenas nace un diablillo, se le examina el cráneo por el sistema de Gall y se le dedica a aquello en que más puede sobresalir: este para la abogacía, aquél para la medicina, el otro para la filosofía, el de más allá para la política; no faltan aptitudes para la teología…

—Alto ahí señor mío: esto no puede ser; a menos que lo que usted dice debamos entender en sentido falso y propio para dañar la verdadera teología, la verdadera filosofía, la verdadera política, etc.

—¡Bah! ¿Podías dudarlo? ¡Qué buenos son los diablos para hacer las cosas de manera favorable a los hombres! Si lo que les conviene y anhelan es perderlos, ¿cómo han de obrar arrimados a la verdad? Si así lo hiciesen, dejarían de ser diablos. Eres, pues, un inocente que no comprendes a las derechas lo que te voy diciendo. Todo es falso, todo no tiene por fundamento sino la mentira, y por fin el aumentar el número de los réprobos; para esto ponen la monta en hacer que los hombres crean que la mentira es la verdad, y lo dañoso, saludable, y la perdición, salvación y gloria. En lo de la teología, es preciso que me explique algo más, pues como te propones publicar mis revelaciones, corres peligro de que, a pesar de tu no desmentida ortodoxia y firme conservatismo, algún reverendo te magulle a cordonazos o te corte las orejas por hereje y radical. Conque, una aclaración, y basta y sobra: si los diablos no estudiasen teología a su modo, ¿cómo podrían explicarse las mil disidencias que han desgarrado la unidad del cristianismo, ni las disputas que en todo tiempo se han sostenido entre la verdad y el error, la afirmación y la duda? Punto a este punto, y sigo.

“En inventar modas, en fomentar el lujo, en el arte de azuzar las familias contra las familias y los pueblos contra los pueblos, para que por quítame allá esta paja echen a rodar la armonía y la paz, se emplean los diablillos mozos, vivarachos e inquietos: ¡cómo se divierten los pillos en ridiculizar las cabezas femeninas con moños y las caras con menjurjes! ¡Cómo juegan con hombres y mujeres vistiéndolos de mil maneras estrambóticas! ¡Con qué destreza crean vanidades monstruosas para levantar injustas rivalidades! ¡Con qué infame sabiduría tejen intrigas, enardecen los ánimos y arman lenguas y manos para las luchas domésticas y populares! Al incremento de la embriaguez, la impureza del instinto disfrazado de amor, la gula bautizada con el nombre decente de gastronomía y todos los demás vicios radicados, por decirlo así, en el hombre-materia, se dedican los demonios gordiflones, caricolorados y de ángulo facial cerrado como el de un mulo. El avaro, el codicioso, el de las entrañas roídas por la envidia, tienen por maestros diablos secos, largos, encorvados, y de faz cetrina y ojos hundidos y temerosos. Los diablos de más talento y más actividad, sagaces y husmeadores de lo presente y lo porvenir, se dan ardientemente a la política, y los que al talento y sagacidad añaden la calma y la circunspección, cultivan la filosofía y otras ciencias, y llenan el mundo de teorías que ni ellos mismos comprenden y de sistemas absurdos, que hacen pasar como maravillas del ingenio humano. Todos esos agentes del zar del averno, una vez terminados sus cursos en multitud de colegios y universidades parecidas a las de los hombres, y obtenidos los diplomas necesarios, salen por pelotones (y esto es de todos los días) y se desparraman por el mundo, y… el mundo progresa que es un portento. Si fueran visibles a tus ojos, ¡cómo te pasmarías de su infatigable diligencia, de su nunca amortiguado celo, de su destreza y sabiduría, cada uno en su ramo! Se les halla en todas partes: en talleres y oficinas, en laboratorios y almacenes, en el tocador de las damas, metidos en los frascos y cajitas de perfumes y cosméticos; en el gabinete del literato, especialmente en el del novelador y el del poeta, dictándoles ora sentimentalismo empalagoso, ora nauseabundo realismo; en el del filósofo, enseñándole materialismo o ateísmo; en el del teólogo, tentándole a sacar de las Escrituras y las leyes de la Iglesia deducciones contrarías a la misma teología. Dase con ellos en los ministerios; hablan al oído de presidentes y de reyes; aquí encienden la ambición, allá fortalecen el despotismo, acullá desencadenan la anarquía; en unas partes son monárquicos, en otras demócratas; ya se muestran liberales, ya conservadores. No faltan en los tribunales de justicia, para que las leyes sean bien comprendidas y ejecutadas; es frecuente verlos trasladándose a ellos caballeros en las cervices de procuradores y escribanos. Abundan en los laboratorios de química y en las grandes fábricas de armas, confeccionando materias explosivas y fundiendo cañones, conque los pueblos puedan regenerarse y llegar a la cúspide de la dicha y la gloria. Ellos presiden las sociedades secretas, de las que son fundadores, y aguzan el puñal de la salud y preparan el veneno de la salvación. Ellos son dueños de la mayor parte de las imprentas del mundo, y dan a luz con profusión asombrosa diarios, folletos y libros. Ellos son con harta frecuencia los directores de las elecciones populares, y frecuentemente, por lo mismo, los dueños de las mayorías en Concejos y Legislaturas; de ahí la oposición tenaz a que se haga a los hijos del campo, sobre todo a los indios, el grave daño de sacarlos de la ignorancia y salvajismo, y a los jornaleros el no menos terrible mal de arrancarlos de las manos de los infames que especulan con sus fatigas y su sangre. Ellos, en fin, saben cumplir su deber, superando en esta virtud a más de la mitad del género humano, y son patriotas como no hay cuatro en el haz de la tierra, pues tan vivo interés tienen en el adelantamiento y gloria de su reino. El ex-arcángel, que no contento con los dominios que le conquistó su soberbia, ha hecho de la tierra su colonia, está satisfecho de sus agentes en ella.

Moscorrofio miró de nuevo su reloj y exclamó:

—¡Caramba! cómo vuela el tiempo. Ya no tengo sino un breve minuto, y para no malograrlo voy a referirte en dos palabras una cosa que puede interesarte, por ser de actualidad.

—Échala pronto que soy todo orejas.

—Has de saber que la política del Ecuador preocupa mucho a mi augusto amo: ya le parece que tarda demasiado la total conquista de esta República, y no está satisfecho del éxito de los montoneros de la costa, dice que el Congreso mismo, no obstante el fruto que sacó de él, hizo cosas que no le han agradado, y ahora pone sus esperanzas en las próximas elecciones populares; y para que trabajen en ellas organiza y disciplina un numeroso cuerpo de los diablos más duchos en intrigas, sobornos, fraudes, tontos celos, pueriles quisquillas y cuanto más se necesita para un espléndido triunfo

—Señor, son las once y más; el chocolate se enfría en la mesa.

Era la voz de mi paje. Di un salto al despertar me y me puse de pies. La hora o sea el último minuto del Dr. Moscorrofio había sido marcado por la voluntad del cholo que vino a llamarme, o más bien por la olorosa jícara que humeaba en la mesa. Durante la cena repasé mentalmente todo cuanto había visto y oído en tan peregrino sueño, para no olvidarlo, y luego recé un Pater noster por el alma del famoso médico, pues no creo que esté en el infierno: eso de verlo condenado fue solo pesadilla, y ¡quién peca como una vieja creyendo en tales fantasmas! Tú, lector mío, tampoco creas en nada de lo que acabas de ver; mira que todo es sueño y nada más. El mundo con su política, ciencias y artes, costumbres y cultura, etcétera, etc., va muy bien, muy bien ¡admirablemente!

 


Juan León Mera Martínez. (Ambato, Ecuador, 1832 – id., 1894) Escritor ecuatoriano. Heredero y admirador del romanticismo francés, en particular de Chateaubriand, se le atribuye el papel de fundador de la crítica literaria en su país. Miembro del Partido Conservador, fue senador, gobernador en dos ocasiones y ministro del Tribunal de Cuentas. Fundó la Academia ecuatoriana y fomentó la conciencia literaria criollista. Esta preocupación por la cultura criolla se refleja en su Ojeada histórico-crítica sobre la poesía ecuatoriana (1868) y en una carta que dirigió al erudito español Menéndez Pelayo en 1883. Escribió la letra del himno nacional ecuatoriano, los versos de Melodías indígenas (1858) y la leyenda inca en verso La virgen del Sol (1861). Su obra más popular, Cumandá o un drama entre salvajes (1879), se inscribe en el género del melodrama y narra los amores frustrados de los hermanos indios Carlos y Cumandá, ignorantes de su parentesco. (Fuente: https://www.biografiasyvidas.com/biografia/m/mera.htm)

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