Una novela ecuatoriana casi olvidada de los 30: “Etza o el alma de la raza jívara” | Iván Rodrigo Mendizábal

Por Iván Rodrigo Mendizábal

No se trata de una novela que tenga que ver con la Generación del 30. Tampoco su autor, Alejandro Ojeda V., se ha relacionado –ni se le ha conectado– con los novelistas de dicha generación como los guayaquileños, Joaquín Gallegos Lara, Enrique Gil Gilbert, Demetrio Aguilera Malta, José de la Cuadra o Alfredo Pareja Diezcanseco. Se trata más bien de un autor cuya única novela es la que me referiré en este artículo: Etza o el alma de la raza jívara. Fue publicada en Quito en 1934 por la Editorial Artes Gráficas. Contiene unos mapas, con especial referencia al río Makuma en el Oriente ecuatoriano; además de unas ilustraciones de Segundo Cárdenas M., con colaboración de Sixto Salguero, seguramente para hacer ciertas tallas que sirvieron como modelos para los dibujos; al final del libro hallamos unas fotografías de Arturo González Pozo; el propio Ojeda está retratado al inicio del libro. La portada, que es la misma de una gráfica en la página 24, es de autoría de un dibujante arequipeño, M. Mendível. En síntesis, se trata de un volumen peculiar: novela, ficción de una lucha endémica, representación de una vivencia, testimonio de una cultura, la jívara –o jíbara–, hoy conocida mejor como la cultura o la nación shuar. De hecho, esta cultura o nación originaria puebla las regiones amazónicas de Ecuador y Perú. Curiosamente, en un catálogo literario de Perú la novela de Ojeda se la sitúa también como “novela peruana”, referencia muy alejada y equívoca. Se trata de una novela ecuatoriana.

Hay ciertos componentes que hacen de la novela una obra singular. Ojeda, de antemano, señala que se referirá a los “jívaros”, siguiendo la fonética de este nombre y no la grafía hasta ahora admitida por la Real Academia de la Lengua. La acción de la novela se centra en la Amazonía ecuatoriana, siendo sus personajes unas familias o unas tribus de jívaros. Los mapas que abren el libro nos sitúan no solo con las referencias geográficas que leeremos en la obra, sino también el lugar donde habitan sus personajes. Desde ya los ríos Yaupi y Makuma – en Morona Santiago– son los ejes concretos de la novela. Entre dichos espacios geográficos se desarrolla una historia que a todas luces es convencional y hasta predecible: Cugusha, el jefe de una tribu, desea en matrimonio a la hija de otro jefe, Tungui, pero ella, Noria, que tiene atracción por Etza, un guerrero, desiste, por lo cual se desata una guerra. Se trataría de una novela de amor y guerra: ante el deseo de amor no correspondido, el oponente declara una sangrienta conflagración, por lo que todo el asunto de la novela tiene que ver con los ires y venires de los personajes, sus estratagemas, las argucias y las hazañas también expuestas.

Ya con estos dos componentes se puede decir que Etza o el alma de la raza jívara –que además en su portadilla interior tiene un subtítulo entre paréntesis: (Novela original, basada en la vida de los Cazadores de Cabezas de la Región Amazónica del Ecuador)–, primero asemeja a una novela de viajes y de aventuras –por los mapas–, con la salvedad que en ella no hay exploradores, legiones de hombres “blancos” o caza fortunas, pero sí un ficticio recorrido que el lector debe hacer, siguiendo la narración y, de este modo, conocer o saber de la existencia de pueblos como los jívaros, los antiopas, los achuares, los makumas y otros más. Los mapas son reelaboraciones de Ojeda y así él lo expresa en uno de ellos: “Gráfico del Makuma, íntegramente explorado por Alejandro Ojeda V., en enero y febrero de 1926, como Gobernador de la Provincia Suroriental del Ecuador”. Ojeda, entonces, habría sido autoridad gubernamental, antes de escribir su novela. Pero la novela no es el testimonio de su gobierno. Ojeda toma distancia y más bien narra una historia que nos remite a un mundo aparentemente perdido como si fuera algo legendario, es decir, una leyenda acerca de unos guerreros que anteponen su voluntad para ganar el corazón de una mujer, pese a que ella ya ha elegido su destino. El poeta peruano, José Santos Chocano, en un autógrafo que forma parte de Etza o el alma de la raza jívara, señala que esta es una “epopeya amazónica que me complacería en versificar yo”. Es decir, la define dentro del género de las epopeyas, narradas con un estilo poético que él mismo quisiera transformarlas en verso. Ojeda, sabemos, viene de la poesía, pues él ya había publicado Fuego y nieve (1906), Días que vienen (1924), Transparencias (1924); su novela, en efecto, tiene un tono distinto si pensamos en las novelas de carácter indianista y también las indigenistas. Respecto a las indianistas, recordemos que eran aquellas que fueron escritas en el siglo XIX bajo el influjo del romanticismo, donde se sublimaba al indígena, tratando de mostrarlo en la línea sociohistórica que conducía a un tipo de nación que aparentemente tenía un pasado que se habría renovado con la colonización. Y las indigenistas, que con profusión se escribían y publicaban desde las primeras décadas del siglo XX, y trataban de mostrar el estado de postración o el sometimiento al que estaban expuestos los pueblos indígenas. Ojeda no sigue ni al indianismo ni al indigenismo: no idealiza a los jívaros, tampoco denuncia algún estado de marginación. Se trataría, si bien de una epopeya, de una novela de carácter épico sobre una cultura indígena u originaria, una especie de cantar de gesta que trata de reflejar el talante de los jívaros. Por eso dice Ojeda en sus “Palabras previas” –al inicio del libro–: “El jíbaro es el tipo de una raza inteligente, dominadora, superior, que acaso fue Señora de grandes pueblos, de alguna civilización perdida en las profundidades del pasado amazónico”. Su libro pretende ser una historia cultural del pueblo o nación jívara: “Las páginas de esta novela pretenden hacerle vivir al jívaro ante el lector, a fin de que pueda juzgarlo por sí mismo”, señala el autor. Él los habría conocido, habría convivido, habría estado en sus territorios, siendo parte de la Intendencia General de Pastaza y Zamora, entre 1911 y 1913, y luego Gobernador entre 1925 y 1926, tal se indicó anteriormente.

En Etza o el alma de la raza jívara hay unos personajes bien demarcados: conocemos a Noria, la muchacha a quien pretende el jefe opositor Cugusha; ella es “bella”, una especie de “esfinge de desierto”, según se lee en la novela. Tiene un carácter decidido, no se deja doblegar, enfrenta tanto a su padre, el jefe Tungui, haciendo prevalecer su voluntad, como a su supuesto pretendiente. A su vez, trata de no mantenerse alejada del conflicto que su dictamen ha suscitado: ella más bien contribuye a que exista un ambiente de relaciones, pues, aunque su padre la trata de esconder de los guerreros contrincantes, ella establece relaciones de comunicación con otros miembros de comunidades amigas. Ojeda hace una representación de una especie de princesa cuya presencia es determinante en la historia.

También sabemos del padre de Noria, Tungui –y también de su madre, “la esbelta Yumi”, la cual apoyará en primera instancia la decisión de su hija–. A Tungui Ojeda le pone como si fuera una especie de deidad suprema, un hombre que va más allá de su título como jefe tribal. Él es “hercúleo, temerario, fuerte, / para retar al mundo y a los cielos / ¡sin temor al Demonio ni a la Muerte!” Y no solo eso, Ojeda lo hace aparecer, más aún en batalla, como un ser sin parangón: “Los hombres de la selva, / de súbito coraje palidecen / y fieros, como tigres ensordecen / el aire con sus iras. ¡Todo espanta / en ese mundo de barbarie y sombra / que su tragedia al universo canta!” En otras palabras –además en verso–, el autor lo representa soberano, “soberbio”, de “mirada dura”, capaz de detener incluso el tiempo. Solo con esta figuración del líder jívaro el autor homenajea a un pueblo “Señor”, origen de muchos pueblos amazónicos, belicoso, pero también libertario –por su rebeldía ante cualquier intromisión, incluso del Estado ecuatoriano cuando se escribe la novela–. De hecho, el propósito de la novela era poner en evidencia una cultura amazónica sin nada de folclorismos, de cuestiones pedagógicas, tampoco antropológicas.

Al guerrero oponente, Cugusha, Ojeda también lo pinta “alto, delgado, con músculos y voluntad de acero”. Y lo mismo orgulloso, altivo, que toma la respuesta negativa de Noria, dicha por ella misma en sus narices, como algo natural y que merece contestarse solo con la declaración de guerra. Lo que aparentemente estaba en juego eran las alianzas entre jefes tribales, entre familias y sus facciones, para garantizar la integridad territorial. Ojeda, en este sentido, cuando exhibe el conflicto ficticio en el seno de la nación jívara, no se decanta por algún sentido romántico, o por una cuestión doméstica, algo así como si fuera una historia de amores no correspondidos y resueltos como si se trataran de afrentas personales. Al contrario, su novela parece ser una metáfora e incluso una alegoría. Inmediatamente, se nos viene a la cabeza La Ilíada de Homero. En cierto sentido, Etza o el alma de la raza jívara tiene un trasunto de esta obra milenaria: no es el rapto de una mujer la que desata la guerra, sino la negativa de esta.

Y como en toda obra épica, o en toda epopeya, en la jívara, está Etza, un joven súbdito. Ojeda lo coloca entre las filas de los hombres que custodian la fortaleza de Tungui y que, además, presencia la negativa de Noria cuando Cugusha, seguro de sí, cree que se llevará a Noria como su futura esposa. Volviendo a La Ilíada, a la epopeya griega, el autor pinta a los guerreros custodios, como el mismo Etza, seres que “no parpadean, no respiran, [tienen la] quietud de seres aparentemente inanimados. Por el color y dureza de su piel, por el relieve de sus músculos, por su severidad y gallardía, parecen broncíneas estatuas de aquel Partenón agreste, perdido en el misterio de la selva”. Nótese la sutil referencia al Partenón griego, como si la fortaleza de Tungui asemejase al templo de los dioses y más aún, si pensamos en Noria, dicha fortaleza, vendría a parangonarse con el Partenón, templo de Atenea. Allá sirve y al mismo tiempo está Etza, “joven de […] mayor confianza” de Tungui; este lo considera un “hijo, no porque fuese su padre, sino en mérito del gran cariño que por él sentía”. Claro está que Etza tiene su propia familia en las laderas de otro río, el Huazaga, pero es un fiel guerrero, además secreto enamorado de Noria.

Etza entonces es presentado por Ojeda como “príncipe” –y así lo describe–, además “un hermoso mancebo”. Él tiene una larga lanza de chonta; le cubre solo la parte de sus genitales un “itipe” o taparrabo corto de algodón, prenda que le llega hasta la mitad del muslo. Tan pronto como Cugusha no obtiene lo que quiere y plantea la guerra, Etza se lanza, por su parte, a recorrer y a investigar, a seguirle sus pasos como enemigo, a cercarlo, a enfrentarlo aprovechando lo tupido de la selva. ¿No es Etza el símil de Aquiles?

Pues bien, la novela de Ojeda entremezcla los senderos por los que recorre Noria, los preparativos de defensa de Tungui, el juego estratégico al que cree deberse Cugusha para conquistar la fortaleza de su contrincante, además de ciertos rituales, con las hazañas de Etza. De hecho, la novela es sobre Etza, fuera del asunto de las rivalidades tribales o familiares entre Tungui y Cugusha. Etza no es cualquier joven guerrero, por el contrario, es uno de características especiales porque obra sorpresivamente, entre los claroscuros de la selva, aprovecha de la luz y de la sombra, es certero en sus tiros de lanza a distancia, es capaz de enfrentarse a batallones de hombres bien armados al punto de desarmarlos o matarlos; incluso llega en un momento de la trama a entablar diálogo con Cugusha para alertarle que está tras sus pasos y quiere su cabeza como trofeo. Por otro lado, Ojeda se encarga de hacer una especie de relato de sus proezas anteriores por las que se le considera el terror de la selva, aunque cuando se le trata de cerca, cuando está en familia o con Tungui, es “dócil, como un niño, tierno, como la paloma”. Notamos que de Etza se dice sus virtudes, por más que estas estén teñidas de guerra y de muerte. En este punto es menester hacer una anotación. Etza es un nombre que asemeja a Etsa, el llamado dios de los animales de la selva, según la mitología shuar. Según se cuenta, se presenta como sol y como animal al mismo tiempo; persigue a un demonio que se come a los shuaras, entre ellos a sus padres, por lo cual trata de cazarlo, pero en su camino extingue a los pájaros para nutrir las cerbatanas. Pronto descubre que la mejor manera de vencer al demonio es llenar de animales la selva gracias, nuevamente, a su cerbatana donde introduce las plumas de las aves muertas. Este Etsa es mítico, pero su nombre resuena en el Etza de Ojeda; su héroe no se mimetiza con los animales, tampoco debe vengar la muerte de alguien; pero sí es un guerrero por naturaleza, usa sus armas con maestría y puede adelantarse a sus enemigos; con Cugusha tiene un enfrentamiento frontal y en una batalla, cuando ambos se enfrentan a muerte, dos tigres se les unen y ambos tratan de robarse la contienda. Ojeda, en este marco, compara la fortaleza y la valentía de los contrincantes con la destreza de los animales. Lo que apreciamos en la novela, en esta parte, es en realidad a seres con espíritu de animales que defienden a ultranza sus decisiones y obran cual feroces danzantes alrededor de la sombra de la muerte. Etza es una especie de animal guerrero que, pese a sufrir heridas, pese a casi ser derrotado por Cugusha, se recupera auspiciado por los espíritus de la selva. Entonces Etza es como el Etsa mítico: guerrero, hábil con las armas, de movimientos ágiles, tiene ante sí un demonio-jefe-guerrero al cual debe vencer porque ama a una persona. Vendría a ser el ejemplo del shuar, el cual, pese al paso del tiempo, sigue siendo un ser de la selva.

Aquí otro detalle: la novela se desarrolla en 1926. Cuando la leemos creemos que nos hemos remontado a un tiempo remoto, un tiempo legendario. Los jívaros y todo lo representado parecen ser de un tiempo otro, detenido en la selva. Salta a la vista, claro está, el uso –que puede ser ideológico– del lenguaje cuando observamos, por ejemplo, palabras como “raza”, “jívaro”; en una parte de la novela, incluso, cuando unos guerreros emisarios van a buscar armas de guerra contemporáneas –fusiles…– a Macas, la autoridad incluso pretende burlarse de la libertad con la que viven los shuaras, lejos de la mirada del Estado. Los emisarios le encaran diciendo que el Presidente de Ecuador nunca ha ido a la selva y peor tampoco se ha contactado con las naciones allá vivientes. El gobernador entonces dice: “—Bonita libertad la de ustedes, que los tiene desnudos, miserables, sepultados en sus guaridas, sumidos en la ignorancia y matándose los unos a los otros sin que nadie lo impida o castigue…”. A eso uno de los jívaros le responde: “—¿Y los cristianos no se matan?” Pues bien, Ojeda con su novela hace que volvamos a la realidad que podría ser mítica, fantástica, épica; nos hace dar cuenta que las culturas de la selva aunque podrían verse como primitivas o “salvajes” –resulta interesante que estas palabras más bien no aparecen entre las páginas de su libro–, no lo son, pese a ser percibidas como de individuos desnudos y cosas por el estilo. Por otro lado, en su tiempo el uso de la palabra “raza” era acostumbrado, por más ideológica que ella sea; pero su pretensión es más bien mostrar, si se quiere, un linaje cultural y sociopolítico, con su orden, con su sistema de administración de poder, de justicia, de relaciones. Así mismo, la voz jívaro era de uso también común, sobre todo porque con ella se señalaba a los “cazadores de cabezas” o “reductores de cabezas”, las tzantzas –de hecho, hay un capítulo donde se describe un ritual y el procedimiento de la reducción de cabezas–. Hoy en día, jíbaro podría ser despectivo; en su lugar, más bien se emplea la voz shuar, hecho que no oculta lo que Ojeda pretende demostrar: una nación indómita con la cual, pese a la democracia imperante, en su momento no se había tomado contacto real y amigable. Y la cuestión de contacto, se entiende, no es para colonizar, sino para reconocer una cultura con su propia mentalidad y forma de gobierno. La novela se adelanta en casi medio siglo cuando señala las posibilidades interculturales y sobre todo el reconocimiento de una nación. Y sobre el tema de las guerras internas, es sutil el hecho que esto tampoco escapa a los propios Estados con sus problemas de ingobernabilidad.

En este contexto, Etza o el alma de la raza jívara es una novela política. Más allá de ser epopeya, más allá de querer mitificar una cultura guerrera, es una declaración de su sentido de nación. Ojeda, en sus “Palabras previas”, afirma que tal nación tiene una “estructura moral y física”. Esto lo leemos representado en una historia de guerra donde se tensa las decisiones y los actos morales –por ejemplo, incluso Cugusha no puede matar a Etza cuando estos se enfrentaban y unos tigres se les cruzan y hieren a este último–; se lee, además, de la fortaleza física de los guerreros y del propio Etza cuando este cerca a su enemigo. Ojeda, por otra parte, reconoce que los shuaras impidieron el paso “civilizatorio” del Estado y de la modernidad a la selva, protegiendo aún un “mundo desconocido y misterioso […] al margen de la vida racional”. Aunque Ojeda no se muestra como un romántico, intuye en su tiempo que los shuaras son el último vestigio de una forma cultural a la que se debe comprender desde adentro y no desde el marco civilizatorio moderno exterior. Su novela, al mismo tiempo, al reflejar épicamente lo que hace una cultura y nación para mantener su equilibrio social y político, quiere concienciar al público de su tiempo de lo que el mismo autor apunta al final, en el “Apéndice”, la amenaza de los explotadores del oro, hoy la misma minería, que cambia el modo de vida de pueblos y naciones originarias hasta empobrecerlas por completo. De ahí que Ojeda dice que su novela es algo así como la representación de lo que ha conocido en la Amazonía ecuatoriana, contemplando “en sus fuentes más puras las funciones sociales y políticas” de los llamados jívaros, hoy los shuaras; es decir, como en cualquier cultura, “la vida y costumbres, los sentimientos y pasiones […sin] los prejuicios sentados por la tradición y propagados por escritores que nunca se pusieron en contacto con el jívaro, o que no fueron capaces de percibir las excelencias de su alma”. De hecho, esto vendría a ser un claro ajuste de cuentas contra los novelistas ecuatorianos, indianistas e indigenistas.

Etza o el alma de la raza jívara es un libro que se deja leer con facilidad; su autor trata de escapar de los estereotipos dentro del concepto “raza”, reivindica a una cultura; es consciente de que, pese a que su obra quiera dar lugar social en la vida política de Ecuador, los shuaras siempre estarán por fuera de las políticas civilizatorias. Uno pretendería ver en esto que el autor prefiere que ellos estén en taparrabos, pero no es así, más bien, independientemente de estas figuraciones racistas, lo que quiere es que se les vea y reconozca como son: con un alma nacional propia. ¿Cuestión ideológica, el propósito? Hay que afirmar que Ojeda se decanta por una visión justa de la realidad de los pueblos originarios.


Iván Fernando Rodrigo Mendizábal es Doctor en Literatura Latinoamericana por la Universidad Andina Simón Bolívar; Magíster en Estudios de la Cultura por la Universidad Andina Simón Bolívar; Licenciado en Ciencias de la Comunicación Social por la Universidad Católica Boliviana San Pablo. Profesor del programa de los postgrados en Literatura y de Comunicación de la Universidad Andina Simón Bolívar, sede Ecuador. Autor (entre otros) de libros como: Análisis del discurso social y político (junto con Teun van Dijk, 2000), Cartografías de la comunicación (2002); Máquinas de pensar: videojuegos, representaciones y simulaciones del poder (2004); Imaginando a Verne (2018); Imágenes de nómadas transnacionales: análisis crítico del discurso del cine ecuatoriano (2018), Imaginaciones científico-tecnológico letradas (2019) e Historias desde el futuro: ciencia ficción andina como antropología especulativa (2021). Capítulos de libros, entre otros: “La ciencia ficción ecuatoriana (1949-2020)” en Historia de la ciencia ficción latinoamericana II. Desde la modernidad hasta la posmodernidad (Teresa López-Pellisa y Silvia G. Kurlat Ares, eds., Iberoamericana-Vervuert, 2021); “Ciencia ficción latinoamericana y política” en La ciencia ficción en América Latina (Silvia G. Kurlat Ares y Ezequiel de Rosso, eds., Peter Lang, 2021); “Análisis del discurso de lo político: notas para una metodología aplicada a Twitter” en Comunicación Política: Debates, estrategias y modelos emergentes (Sergio Rivera Magos y Bruno Carriço Reis, eds., Universidad Autónoma de Querétaro y Universo de Letras, 2020); “La ciencia ficción ecuatoriana (1839-1948)” en Historia de la ciencia ficción latinoamericana I. Desde los orígenes hasta la modernidad (Teresa López-Pellisa y Silvia G. Kurlat Ares, eds., Iberoamericana-Vervuert, 2020); “Ciencia ficción ecuatoriana: las exploraciones del futuro de las nuevas generaciones” en El pez solo puede salvarse en el relámpago (Augusto Rodríguez, comp., Universidad Politécnica Salesiana y Abya-Yala, 2020); “El monstruo es del sur: más allá de la biopolítica” en Marginalia III, relecturas del canon literario (Carlos Alberto Castrillón y Juan Manuel Acevedo, comps., Universidad La Gran Colombia y Universidad del Quindio, 2013).

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