Un amor incondicional | Liliana Fassi

Por Liliana Fassi

(Colaboración especial para Máquina Combinatoria desde Argentina)

Foto original por Liliana Fassi.

Su vida cambió para siempre cuando conoció a Celestino

No sabía contar, pero entendía que el tiempo que habían compartido había sido muy breve. También el más feliz, después de haber deambulado durante semanas en la calle. Su madre desapareció un día y él tuvo que arreglárselas para sobrevivir. Todavía recordaba los pinchazos del hambre, del frío y de las llagas; no se olvidaba del rechazo de la gente cuando se acercaba, sucio y enfermo, a mendigar comida. A veces algunos le daban unos restos, pero nunca era suficiente. El hambre era su escolta. Entonces, se veía obligado a robar lo que podía y a escapar de las amenazas y los golpes. Muchas veces habían intentado meterlo por la fuerza en un vehículo para llevarlo no sabía dónde, pero a pesar de todo él amaba su libertad y la defendía con uñas y dientes.

Una tarde se encontraba acurrucado en un rincón de la estación de ómnibus, cuando vio que un hombre se le acercaba. No supo si quedarse, por si le llevaba algo para comer, o escapar, por si tenía la intención de echarlo. Sin embargo, Celestino –después supo que ese era su nombre- se sentó a su lado y empezó a hablarle. Él no entendía lo que le decía, pero la voz sonaba amistosa y eso lo tranquilizó. Volvió a desconfiar cuando quiso subirlo a un auto, pero el interior estaba tibio y perfumado y dejó de resistirse. Se encogió en el asiento y se adormeció, aunque no del todo: el hambre seguía acosándolo.

Celestino lo llevó a su casa y le sirvió leche y galletas. Devoró hasta la última miga, mientras seguía oyendo la voz afectuosa. Esa noche conoció lo que era dormir satisfecho y abrigado.

Al día siguiente, el hombre lo llevó a un sitio donde lo obligaron a bañarse y le curaron las heridas. Se resistió, pero unas golosinas lo hicieron cambiar de opinión. Después le colocaron unas inyecciones y otra vez luchó; era la primera vez y enseguida aprendió que dolían.

Si alguna vez hubiera oído hablar del Paraíso, habría pensado que así eran los días con Celestino: le preparaba manjares que jamás había probado; lo llevaba a pasear; le compraba juguetes y jugaban juntos. Él se esforzaba; se sentía capaz de hacer cualquier cosa que le pidiera. No tenía idea de lo que significaba la palabra robar, y estaba tan acostumbrado que continuaba haciéndolo. Sin embargo, Celestino tenía la paciencia para enseñarle a pedir cuando quería algo. Lo entendió enseguida; quería conformar a su amigo; quería hacerlo feliz.

Un día llegó a la casa una mujer que no conocía. No podía saber que se llamaba Isabel y que era la hija de Celestino, pero no le gustó que gritara tanto. Recordó cuántas veces lo habían tratado así y se interpuso, pero el hombre lo tranquilizó, le dio sus juguetes y lo hizo salir de la habitación.

Poco a poco se fue dando cuenta de que Celestino estaba diferente: dejó de jugar; no lo llevaba a caminar; se cansaba pronto; su voz no sonaba igual… Él no sabía por qué, pero tenía miedo. Con frecuencia lloraba, sin que las caricias o su comida favorita lo conformaran; lo que quería era que todo fuera como antes.

Cuando Celestino ya no pudo levantarse, llegaron a la casa dos mujeres para cuidarlo. Una de ellas insistía en prohibirle la entrada al dormitorio, pero el hombre lo hacía pasar, lo dejaba sentar a su lado y lo acariciaba hasta dormirse.

Unos días después, se despertó asustado. Corrió hacia la cama de Celestino, pero, aunque lo intentó todo, no tuvo respuesta. Su llanto hizo que la cuidadora lo empujara fuera de la habitación y cerrara la puerta tras él. Desde el patio escuchaba voces desconocidas, llantos y el aullido de un vehículo que había visto pasar varias veces cuando vivía en la calle. Después, la casa quedó en silencio. Llamó, pero nadie respondió. Empujó la puerta, pero no pudo abrirla: estaba cerrada por dentro.

Pasó una noche, después un día y otra vez una noche. Llegó a sentirse agotado de tanto llorar. Por fin, la que ya reconocía como la hija de Celestino fue a la casa y le permitió entrar. Recorrió cada habitación reclamando al hombre, pero no pudo dar con él. Entonces, esperó. Cuando la mujer abrió la puerta principal, se abalanzó contra ella y escapó. Vagó sin rumbo por las calles como hacía antes. Buscó y buscó hasta que el instinto le dijo que iba en la dirección correcta. Se sentía agotado, pero no estaba dispuesto a rendirse.

Anduvo muchas horas hasta intuir la presencia de Celestino en un lugar desconocido. En el aire flotaba algo desagradable; algo que le decía que lo que había pasado era muy malo. Llamó, pero el hombre no respondió a sus súplicas. Apoyadas en una pared, vio flores como las que había en el jardín de su casa. Supo que Celestino estaba ahí, pero comprendió que ya no volverían a estar juntos.

Fue entonces cuando decidió quedarse. De nada sirvieron las amenazas, los gritos, los golpes. No iba a ceder; sin Celestino, nada le importaba. Con frecuencia veía que la gente se acercaba; se daba cuenta de que lo compadecían.

Con el tiempo lo dejaron en paz; le llevaban comida que no probaba; solo bebía agua cuando la sed lo mortificaba. Otra vez estaba flaco, sucio y lastimado, como cuando Celestino lo encontró en la estación de ómnibus, lo eligió entre otros perros vagabundos, lo llevó a vivir con él y le enseñó que se llamaba “Bolita”.


Liliana Fassi reside en Villa María (Córdoba, Argentina). Es Licenciada en Psicopedagogía, graduada en la Universidad Nacional de Río Cuarto (Córdoba, Argentina). Publicó tres libros que recrean, con entrevistas y ficciones, la historia de la inmigración llegada a su país entre las últimas décadas del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX: “En busca de un tiempo olvidado. Un viaje a mis raíces para recobrar historias de inmigrantes” (El Mensú, Villa María, 2010), “Pinceladas de la Pampa Gringa” (El Mensú, Villa María, 2012) y “Los hilos de la memoria” (El Mensú, Villa María, 2018). Recibió Premios y Menciones en Argentina y Uruguay y participó en nueve Antologías de relatos, editadas por Instituciones Culturales de ambos países. Sus poesías y cuentos fueron publicados en revistas digitales de Argentina, Estados Unidos, Guatemala, México, Holanda, España y Canadá. Brinda conferencias y talleres destinados a niños, adolescentes y adultos, referidos al tema de la Inmigración en Argentina. Es correctora de textos y fue prologuista de libros de autores de su ciudad y de la provincia de Buenos Aires. Actualmente, su obra aborda un abanico de temas relacionados con la condición humana.

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