El guardián del paraíso | Manuel Ángel González Berruga

Manuel Ángel González Berruga

(Colaboración especial para Máquina Combinatoria desde España)

Para Karuma, por su primer año

De Quito a Mindo la vegetación lo envolvía todo: la carretera, el paisaje, la imaginación. Ni casas, restaurantes o gasolineras. El monótono paisaje de verde claroscuro producía un sopor que se agudizaba por la tranquilidad de la carretera y el ronroneo agradable de la camioneta. Para entretenerse, conducía imaginando que pisaba la línea continua o que las ruedas se alineaban con las líneas de único carril que quedaba visible. Después de casi dos horas conduciendo, las ramas y arbustos parecían exhalar una ligera bruma que fundía los colores de aquel siniestro decorado. El valle de Mindo producía un exceso de humedad debido a la geografía del lugar ayudada por las cascadas y ríos que corrían libre entre la espesa vegetación. Frenó en seco cuando el desvío hacia Mindo apareció a su izquierda. En el suelo, cubierto por una enredadera, se dejaba ver el contorno del cartel que anuncia la entrada al pueblo. Si no tuviera la certeza de que las plantas tienen vida propia, Karuma podría jurar que vio como la enredadera se apartaba lentamente para dejar que leyera las letras de Mindo. Pero había algo que le inquietaba más en aquel instante: en la entrada del desvío se encontraba en perfectas condiciones un furgón del ejército ecuatoriano.

Se le pasó por la cabeza echar un vistazo dentro para recoger algún arma y munición, «que me van a hacer falta», caviló, pero pronto se da cuenta de que es una trampa. El lector de calor que saca del bolsillo muestra dos bichos detrás del camión esperando a que la presa salga del vehículo. A juzgar por la pantalla térmica, medían dos metros y tenían cuatro grandes brazos que le colgaban de los costados. Aunque no podía comprobarlo, apostaría el sueldo de la misión a que escupían veneno por la boca. «Podría eliminarlos, pero el esfuerzo que implica no compensa con lo que me iba a encontrar en el camión», pensó Karuma.

Fue deslizando lentamente la camioneta por la entrada a Mindo para ver por el espejo retrovisor a los dos monstruos. Nunca se acostumbraba a la apariencia de aquellas bestias. Tenían forma humana, pero, aparte de los brazos y las piernas, el resto de las partes del cuerpo no obedecían a un patrón evolutivo concreto. Si tuviera que apostar, Karuma diría que lo del cuello es la boca, y los orificios repartidos por el cuero de manera anárquica serían los ojos. Los dos bichos le seguían por la carretera a paso lento. Para perderlos de vista, aceleró el coche todo lo que pudo sin chocarse con la vegetación. Al cabo de un rato la niebla se hizo más espesa y tuvo que encender las luces largas. El reloj marcaba las 7 de la mañana, pero se hizo de noche conforme entraba a una de las calles principales del pueblo.

El panorama era desolador: luz tenue, casas abandonadas inundadas por la vegetación, anuncios de comercios y restaurantes desfigurados y descoloridos por la humedad, objetos de todo tipo esparcidos por las calles, ventanas, puertas y paredes destrozadas y algún que otro coche abandonado aplastado por las criaturas que dejaron atrás. No sabía si era por el panorama ante sus ojos o por el descenso de la temperatura, pero una sensación de escalofrío recorría su cuerpo mientras luchaba por no castañear los dientes.

Avanzó lentamente sorteando y pasando por encima de ramas de árboles, cristales, juguetes, ropa o raíces gigantes que brotaban del suelo. Se detuvo enfrente de un espacio con grandes árboles, con una fuente de piedra en el centro y un espacio con juegos infantiles oxidados. En el lateral del parque central se encuentran las letras de Mindo, donde solo quedaban la “n” y la “o” de pie a modo de premonición tardía.

En el espejo retrovisor se reflejaban las letras de la oficina de turismo. Pensó que sería una buena idea tener un mapa de las carreteras y la orografía del lugar. Cargó la escopeta, dos pistolas y un machete, herramienta que había recuperado el ejército de Ecuador para apartar la maleza que emergía donde quiera que estuvieran los bicho y, claro está, para eliminar a estos mismos bichos. De hecho, en el cuerpo a cuerpo, el machete era la herramienta que podía salvarle la vida. Dicho esto, Karuma abrió la puerta con el mayor sigilo y la dejó en esa posición unos minutos. Parece que no había ningún monstruo alrededor. En realidad, estos bichos eran muy inteligentes. Una división del ejército se dedicó a seguir sus movimientos por la zona del Carchi y acabaron siendo devorados sin que les diera tiempo a reaccionar. Demostraron su capacidad para esconderse y atacar cuando uno menos se lo espera, eran silenciosos y discretos a pesar de su envergadura y sus colores un tanto chillones. Al llegar a la laguna del voladero, donde se encontraba “la madre” de la zona, se los comieron a todos. Las cámaras que llevaban no llegaron a enfocar a la madre. Se creía que los bichos nacían de “madres”, algo así como bichos más grandes, pero nadie estaba seguro de ello ya que el único indicio conocido eran unas cuantas radiografías térmicas aéreas donde se apreciaba un núcleo que irradiaba una gran cantidad de calor cuando pequeños bultos emergían de él. Pero nadie lo había visto. Y ahí estaba él, guiado por una intuición compartida. Pero la llegada de Karuma a Mindo guardaba una explicación más sensible: fue el último lugar donde tuvo un recuerdo bonito de sus padres. El resto lo recuerda como una huida desesperada por la supervivencia.

***

 —Bicho, ven —dijo Manuel mientras cogía a Karuma de la camiseta para que le siguiese hasta la cocina del jardín del hostal donde se hospedaban.

—Que no le llames bicho, Manuel —espetó Karina.

—Que es de forma cariñosa —aclaró Manuel—. Vamos a hacer la colada.

—¡Eeeeeh, eeeea! —gritó Karuma, sugiriendo que la colada fuera de avena con zanahoria y banano con un toque de esencia de vainilla y espolvoreado de leche de coco. Pero, como su padre aún no entendía el protolenguaje con el que Karuma pretendía comunicarse, acabó haciendo una colada de remolacha con manzana y papaya.

—Que si, que le hecho un poco de plátano —dijo Manuel a Karuma—. Pero no frunzas el ceño, oe.

—Si le pones plátano, se echa a perder antes la colada —explicó Karina sentada en una silla enfrente del río mientras sujetaba con los dedos las páginas del libro sobre debates feministas actuales. leyendo un libro entornando los ojos por el reflejo del sol en las páginas del libro.

—Que si, que se echa a perder antes el plátano.

—La colaaada.

—Eso, la colaaada.

El hostal donde se hospedaban se encontraba a unas dos cuadras del parque central de Mindo, unas cabañas de madera arrulladas por un afluente del río Mindo y rodeadas de árboles que mantenían fresco el lugar, flores de todos los colores que alegraban el alma y raudos colibríes que llamaban tu atención al posarse sobre las vasijas de agua sin parar de aletear las alas frenéticamente. Un lugar perfecto para escapar del esquizofrénico ritmo de la ciudad de Esmeraldas, lugar de nacimiento de Karuma, por cierto. Y es en ese mismo lugar que los recuerdos agradables de su infancia comienzan. No le encajaban las fechas porque, según las fotos del viaje, que ha visto veinte veces pares, él tenía un año.

Pero ahí está él en sus recuerdos, de pie, tomando su colada sin darle tiempo a que se ponga mala, frente a sus padres, que se encontraban leyendo un libro sentados a la rivera del río. Después de ese viaje todo se volvió oscuridad, paranoia, una carrera hacia ningún lado para intentar sobrevivir. Los bichos aparecieron de la nada y la vegetación se apoderó de grandes zonas de Abya-Yala o América Latina. Muchos murieron y los que sobrevivieron se dedicaron a la alimentación o a luchar para contener a los bichos. El niño del recuerdo no se espera nada, arroja su biberón al césped y al levantar la cabeza se topa con un colibrí al que persigue hasta que se centra en un perro peludo y grande al que tiene intención de tirarle de la cola.

***

«Veinte años han pasado desde entonces», pensó Karuma. Un ruido le despertó de su ensimismamiento. Recapacitó que sería el aire turbio que corría por el pueblo mientras guardaba el botín de la oficina de turismo: un mapa simbólico de la zona que le permitía ubicar las cascadas, el lugar donde se había detectado el núcleo de la “madre”. Al salir de la oficina se encontró con su destino. Un hombre lleno de arrugas, con el pelo canoso amarrado a una coleta, barba prominente y descuidada, de facciones duras y ojos rasgados, vestía una camiseta interior blanca raída, pantalones de tela fina destrozados por los bajos, chancletas de cuero hechas por el mismo, fumaba en pipa mientras apuntaba con una escopeta de perdigones al cuerpo de Karuma.

—Coge tu carro y vete de aquí, sino quieres morir —le dijo el viejo con voz ronca y forzando los labios para no perder la pipa.

—No quiero problemas. Soy caza recompensas. Creí que encontraría algo por aquí —se justificó Karuma.

—Aquí no hay nada, solo verde. En el camino es donde más monstruos hay. Encontrarás buenas piezas allá arriba.

—Ya, listo —Karuma comenzó a andar lentamente hacia el carro—. Y usted, ¿qué le trae por aquí? —preguntó Karuma para distraer su atención.

—Estoy de vacaciones —dijo el viejo de manera sarcástica—. Deja el arma —dijo de nuevo señalando con su escopeta a la de Karuma.

—La necesito para cazar la presa.

—Déjala, llevas un machete, eres fuerte, con eso es suficiente. Los monstruos no se defienden.

—Ya, claro —Karuma tiró el arma a los pies del viejo.

Karuma entró en el coche. El viejo no se inmutó. Pero en vez de dar media vuelta, aceleró todo lo que daba el carro. El viejo disparó, pero los cristales y la carrocería eran antibalas. Pasó el parque y paró de nuevo el carro. El viejo se quedó asombrado en la distancia intentando comprender qué estaba ocurriendo. Karuma no se iría, se quedaría en Mindo, y para eso tenía que eliminar al abuelo cascarrabias. Salió del coche cargando las pistolas y comenzó a disparar al viejo mientras corría. Este cogió la escopeta de Karuma y se refugió entre los arbustos del parque. El viejo comenzó a disparar hacia Karuma que esquivaba los posibles impactos en zig-zag y dirección hacia el viejo. Al adentrarse en el parque, Karuma pudo vislumbrar las sombras de los bichos que surgían de entre las sombras. El viejo disparaba una y otra vez sin acierto. Recargó de nuevo y cuando fue a disparar por un lateral del arbusto, Karuma lo sorprendió por el otro lado con un machetazo en la espalda, después en el brazo para arrebatarle la escopeta y, por último, en el pecho y el estómago para dejarlo inmóvil, de manera que pudiera enfrentarse con los bichos sin distracciones. Al prepararse para la llegada de los bichos, la primera sensación era de agobio al no poder distinguir claramente a los bichos por la luz azul verdosa aterciopelada que todo lo envolvía. Solo cuando estuvieron lo suficientemente cerca pudo verlos con claridad. Al primer bicho le dio tiempo a emitir un zumbido antes de recibir dos cartuchos de escopeta en la cabeza. Otro que se acercaba por el lateral lo despacho vaciando el cargador de una de sus pistolas para rematarlo con un par de machetazos intentando atinar los humanos tienen la cabeza. Alzó la vista para vislumbrar tres sombras que atravesaban el parque. Volvió a por su escopeta. Con un cargador pudo derribar a dos bichos, el tercero se quedó inmóvil, pero Karuma no le dio tiempo para pensar, o lo que fuera que hiciesen, y se abalanzó sobre él para cuartearlo a machetazos mientras delante de sus ojos corría la imagen del joven juyungo blandiendo el machete al aire.

***

—Vamos Karuma, termina de hacer la maleta —decía el padre de Karuma mientras sacaba un par de maletas al ascensor.

—Ya voy —contestó Karuma volviendo a su cuarto—. Solo me quedan los libros.

—Venga date prisa —le espetó su padre de nuevo—. Nos vamos en 15 minutos.

—¿Por qué tenemos que irnos? —preguntó el chiquito a su padre antes de que saliera por la puerta.

—Ya lo sabes Karuma —contestó la madre que salía con otras dos maletas—. Tenemos que protegernos. Esmeraldas ya no es segura.

Desde que aparecieron hace 9 años, o se supo de su existencia, los bichos habían ocupado la zona de la sierra a la costa de Quito a Esmeraldas. Algunas personas decidieron quedarse y otras muchas emigraron hacia el sur por la costa, lo que es el caso de la familia de Karuma.

—¿Has cogido un libro para leer? Mira que el viaje es largo.

—Si, este —Karuma mostró a su padre un ejemplar de Juyungo de Adalberto Ortiz.

—Vaya, buena elección. Igual es un libro un poco pesado. Si ves que te aburres, coge otro —aconsejó el padre.

—Pero siempre me dices que lea estos libros para conocer la historia de Esmeraldas, además, ya soy mayor —se justificó Karuma.

—Tienes razón hijo. Tienes razón. Cuando lo leas comentamos el libro para ver que te parece.

***

Karuma estaba agotado, se sentó en uno de los bancos del parque comido por las enredaderas. Recordando el sangriento encuentro, juraría que el arbusto que arropaba al viejo se movió ligeramente para facilitar la llegada de Karuma. «Las cosas no podían salir tan fácil», pensó, pero ya no le quedaban fuerzas para reflexionar sobre nada. Enfundó el machete, recargó las escopetas y comenzó su camino a pie, pues el coche no podía atravesar los angostos caminos que conducen al santuario de las cascadas. Mientras andaba recordó de nuevo la historia del juyungo que blandía el machete en la guerra contra el Perú. Le fue dando vuelta a la idea de que el descendía de estos guerreros negros que macheteaban a sus adversarios. Por las venas corría sangre de negro salvaje que conquistó las zonas del río Esmeraldas a los Chachis, que participó en la liberación de las colonias o en la guerra de Concha. Y a él le había tocado hacer esta guerra. Solo cambian los contrincantes, pero se mantiene el mismo ideal: la supervivencia, tener una vida mejor, no dejar que el otro te acabe contigo. No se iba a dejar caer, no podía fallar, tenía una misión que cumplir. Y no podía fallar. Cargó lo que le quedaba de munición y un rifle de asalto. Dejó el coche parqueado enfrente de lo que quedaba de la estatua del colibrí gigante y camino rumbo a las cascadas.

No se acostumbraba al ambiente húmedo y pesado. Conforme se aceleraba su ritmo cardíaco, más pesadas le resultaban sus piernas. Al cabo de dos kilómetros de caminata tuvo que realizar breves descansos. Sus pulmones tampoco se acostumbraban y comenzó a toser de manera irregular. Las paradas se hicieron más frecuentes antes de llegar a la tarabita que lo llevaría al otro lado del valle. Al acercarse a la plataforma de la tarabita esta comenzó a funcionar. Alzó el rifle hacia delante a la vez que dio una voz conminando a que se identificara quien quiera que estuviese a los mandos. Un bicho asomo lo que parecía un brazo. Karuma se acercó lo suficiente para ver a un bicho a los mandos de la tarabita. La tarabita se paró al lado de la plataforma de subida. El bicho miraba a Karuma y le hacía gestos parsimoniosos que indicaban que la tarabita estaba lista para usarse. Karuma tragó saliva. Por un momento pensó en dispararle, pero había algo en el bicho que le causó la ternura suficiente para perdonarle la existencia.

***

Karuma tiene 15 años. Sus padres no hacen más que huir de los bichos y de la histeria de la gente. Han atravesado toda la costa y la sierra sin encontrar un lugar seguro donde quedarse. Ahora van a probar suerte con el oriente. Karuma nunca ha visitado el oriente. Lo primero que conoció fue Baños de Agua Santa, un pueblo a medio camino entre el oriente y la sierra que mantenía su misma vida turística ya que personas de todo el mundo se dirigían a Ecuador a intentar ver a los bichos. Baños era el lugar más seguro para hospedarse y contratar un tour hacia la sierra. En 4 horas se podía llegar al Quilotoa y ver a los bichos bañarse en la laguna y andar por los alrededores mientras disfrutabas un choclo con queso y habas. La publicidad no prometía un viaje de vuelta, aun así, viendo que la mayoría de los turistas volvían sanos y salvos, miles de personas llegaron de todo el mundo para ver a aquellos seres deformes. Los bichos mostraban un comportamiento tranquilo, se paseaban de un lado para otro parsimoniosamente, le daban golpes a un árbol, tal vez alguno le daba por cavar un hoyo y otros se peleaban dejando caer una zarpa delante de otro, pero sin ánimo de hacerle daño. Solo cuando la afluencia de turistas se hizo ingobernable, algunos bichos optaron por atacar a las personas.

Era un secreto a voces que la gente estaba deseando ver cómo un bicho devoraba a una persona. Y esto ocurría de manera repentina. Cuando se veía a un bicho correr hacia una persona, ya se sabía que estaba sentenciada. Primero le arrancaba la cabeza y luego jugaba con el cuerpo inerte. Solían desnudar el cadáver para luego arrancarle la piel a tiras. A veces lo desmembraban con sus mandíbulas colocadas en mitad del pecho. O simplemente arrojaban el cuerpo de un lado a otro, contra los arbustos y las rocas. Y claro, todo se retransmitía en streaming por las principales plataformas. Si tenías suerte de asistir a tal evento, lo podía retransmitir en vivo y ganar miles de seguidores. En la retransmisión más comentada por los medios de comunicación un bicho jugaba con el cuerpo de un joven de unos 20 años generando una serie de escenas cómicas. La gente comenzó a reír a carcajadas delante del reciente cadáver mientras todo se retransmitía en directo desde diferentes dispositivos móviles. Aquello puso en el punto de mira las típicas críticas sobre los limites de las redes sociales y su uso inadecuado. La polémica desapareció pronto del discurso público cuando untaron a la familia con una buena suma de dinero que consiguió que la madre dijera lo siguiente en un programa de variedades nocturno: “Bueno, la verdad es que aquello tenía su gracia, aunque al principio es un shock, pero luego te vas haciendo a la idea.”

En los últimos videos subidos se puede ver como la gente aplaude al bicho y lo alienta para que continúe la carnicería. Ante las críticas recibidas, los tours comenzaron a incluir, por el mismo módico precio, la figura de un cazador por cada grupo de personas. La medida surtió el efecto deseado y superó las expectativas: los bichos fijaron a los cazadores como sus presas y las visitas guiadas se convertían en auténticos circos romanos. El morbo estaba servido. La razón contra la naturaleza. El ser humano contra el alienígena. Las plataformas online de juegos de azar instalaron equipos permanentes para hacer apuestas en directo cuando un bicho se enfurecía. Las apuestas estaban 1 a 20 a favor del bicho. En una ocasión, un cazador derribo a un bicho y un pijo del Chelsea neoyorkino se llevó una buena suma de dinero. Gastó lo que ganó en un tour para conocer los bichos que lo habían hecho rico y uno de estos se lo comió. Alguien tuiteó que fue el mismo bicho, aunque eso nunca pudo comprobarse, aunque todo el mundo estuvo de acuerdo en que sería una coincidencia maravillosa. Otro ejemplo del circo mediático se dio porque un grupo empresarial ávido de dinero organizó una expedición para cazar bichos y exhibirlos en zoológicos. Los animalistas no tardaron en salir en defensa de estos bichos, entendiendo que eran seres sintientes, es decir, que podían albergar en algún lugar de su cuerpo algo así como un cerebro y un sistema nervioso central. A pesar de no tener pruebas de ello, argüían que se debía salvaguardar la integridad física y, a priori, psicológica de los bichos. Para evitar que los bichos fueran cazados, los veganos encontraron la manera de enfurecerlos y que estos pelearan de manera inconsciente por defender su vida. Con unos parlantes de chorropecientos vatios, emitían sonidos estridentes que crispaban a los bichos y los activaban para atacar como locos a todo el mundo, aunque también se atacaban entre ellos, lo que parecía no importar al movimiento vegano. Lo que fue la excepción se convirtió en la norma por culpa de los animalistas que, al contrario que Goethe, preferían el desorden a la injusticia.

Al final, el ministro de Asuntos Exteriores (como se creía que venían del espacio exterior, le cayó como un yunque la decisión de qué hacer con los bichos), un tal William José Gudjhonsen (de los Gudjhonsen de toda la vida) impulsó una Ley, que acabó aprobándose, donde se reconocía los derechos de todos los bichos quedando amparados y protegidos por la República del Ecuador. Esta Ley tuvo el apoyo y la presión de los grupos animalistas justificando la actuación de lo bichos. “¡Ellos no tienen culpa de ser como son! ¡Sienten la vida como nosotros! ¡Merecen vivir tranquilos!” Se oía gritar a los manifestantes enfrente de Carondelet. La lógica jurídica que justificaba su protección era que al vivir en la Pachamama en aparente armonía se les podía considerar parte de la Pachamama, como a cualquier otro animal, bicho o planta. De hecho, en un giro argumental de 180 grados, que luego se descubrió que no estaba tan alejado de la realidad, la disposición de ley aprobada reconocía a los bichos como seres a caballo entre el reino animal, vegetal, fungi, monera y protista.

Nadie sabía de dónde venían o cómo se habían generado estos bichos. Las redes comenzaron a llenarse de teorías más o menos extravagantes: que si era seres de otro planeta, que si eran seres de cretácico o jurásico que habían hibernado todo este tiempo, que si habían vivido siempre en el centro de la Tierra y ahora salían a la superficie porque se habían quedado sin comida, que si vivían en los volcanes, y un lago etcétera. Se hicieron intento de investigar su anatomía, pero los cadáveres se descomponían a una velocidad inusitada. De las pocas muestras recogidas, se pudo conocer que compartían una estructura corporal construida por células animales y vegetales, no se distinguían órganos internos ni huesos, excretaban un líquido que al principio se creía sangre por su rojez, pero que no era tal sino algo parecido a la savia de color marrón y los dientes que rodeaban la apertura que se distinguía como la boca eran de color blanco, pero tenían la textura de la corteza de un árbol. Esto es lo último que se sabía de los bichos en el momento que Karuma terminó la carrera de Bioquímica.

***

La humedad, la falta de sol y verde turquesa constante del paisaje inundaban los sentidos de Karuma. La realidad se le presentaba confusa por la uniformidad e indiferencia del paisaje y el cansancio acumulado, tanto que, en ocasiones, le sobrevenía la sensación de estar andando boca abajo. La enmarañada y espesa vegetación conformaba un camino abrupto que le provocaba tropiezos y resbalones continuados. Sentía que los pulmones le apretaban las costillas y el esternón para intentar salir por la garganta y tomar algo de aire. Obsesionado con el paso de los años, se repetía que esta misión la tenía que haber llevado a cabo con unos años menos, cuando tenía pulmones de corredor de montaña. Entre sus hazañas no reconocidas, se encontraba la de subir al Pichincha corriendo. Se agarraba a ese recuerdo para intentar que las piernas le pesaran menos. Estaba llegando a la cascada Reina donde se supone que iba a estar la madre. Dos bichos le salieron al paso. Les apuntó con la escopeta y comenzaron a retroceder con un gesto inusual para su motricidad, como si alguien los estuviera dirigiendo desde fuera contra de su voluntad. Avanzó unos pasos y pudo ver la cascada, o lo que quedaba de ella, rodeada de raíces enormes que se entretejían por todo el espacio. Una raíz subió por la pierna izquierda de Karuma y se le posó en la mano. En ese instante pude ver la historia de aquellos bichos, de cómo habían llegado a la Tierra y cuál era su cometido.

Llegaron hace unos 100 años. Su propósito era encontrar un planeta habitable y mantener la existencia de la especie. No se encuentran en peligro de extinción, pero en su naturaleza está el colonizar otros planetas para asegurar la supervivencia de la raza. La colonización de planetas comenzó hace millones de años, desde que aprendieron como proyectar semillas desde su tierra natal. Su modus operandi es el siguiente: Lanza semillas en diferentes direcciones del espacio exterior y alguna caerá en algún planeta que germine y mantenga la especie. Cuando la semilla cae a un planeta debe pasar un tiempo de adaptación a las condiciones atmosféricas del planeta y comienza a crecer lentamente cuando se adapta a los objetos y sujeto del medio donde vive. Lo que crece es un sistema de raíces gigantes que a su vez dan lugar a nuevas plantas y a los bichos. Los bichos se generan en un pozo de materia orgánica que necesita de una gran cantidad de energía para producir una unidad de ser vivo. Los bichos son los seres vivos que no están conectado de manera directa con las raíces y se comunican constantemente tocando alguna de las plantas que le rodean. Los bichos aportan la visión y audición de las que no gozan las plantas y raíces gigantes. Pero esto resultaba insuficiente, por lo que tuvieron que echar mano de otros seres vivos: los seres humanos de la tierra. El viejo que Karuma asesinó hace unas líneas era uno de los cuidadores humanos. Pero eso ya era conocido por Karuma. No es la primera persona que estudia los movimientos de un humano que ayuda a las plantas. Un compañero ya le advirtió de ello. Su amigo de laboratorio llegó a un núcleo de raíces para estudiar los compuestos químicos que podían salir del tratamiento de aquellas plantas del espacio. Se ganó la confianza de un guardián de plantas el tiempo suficiente para traerse cientos de muestras de plantas autóctonas y extraterrestres. Y en una de ellas descubrió algo maravilloso que tuvo que compartir con Karuma: un compuesto que disolvía el cáncer en ratones. Y no tardaron en averiguar que también funcionaba en humanos.

No lo pensó dos veces. Karuma se dirigió hacia Mindo a conseguir una planta para curar el cáncer de sus padres. No quería arriesgarse más de la cuenta. Sus padres se encontraban en una fase terminal. Para asegurarse de que les llegaba la planta con el principio activo, el sería la moneda de cambio. Se quedaría guardando el valle de Mindo a cambio de que aquellos seres curaran a su padre y su madre. Las plantas rodearon la camioneta de Karuma. Sus padres, que se encontraban dentro, estaban aterrados. Al instante, Karuma abrió la puerta para dejar pasar a una de las raíces de la que pendían flores de todos los colores. Sus padres estaban aterrados, pero Karuma los tranquilizó:

—Tranquilos, viviréis, ya lo he negociado con la planta madre. Esas flores de ahí os curarán el cáncer. Y después podremos gozar del resto de vuestra vida en este hermoso paraje —dijo Karuma.

Y los tres vivieron en aquel paraíso particular hasta que fusionaron sus cuerpos con la nueva Pachamama.


Manuel Ángel González Berruga. Natural de Albacete, España, 34 años. Doctor en Educación y Máster en Filosofía. Actualmente trabaja como docente e investigador en la PUCESE en Esmeraldas, Ecuador. Imparte clases de grado y máster sobre investigación y desarrollo de proyectos. Ha publicado artículos sobre educación y filosofía. Ha autopublicado dos libros de cuentos en la plataforma Leanpub de acceso libre y un libro de filosofía sobre el nuevo realismo. Escribe en su blog la Guarida del Sherpa.


Foto portada tomada de: https://bit.ly/3jFizw4

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