Por Adrián Grimm
“Conócete a ti mismo”.
Inscripción en Delfos
Un cojo es como un ciego ajeno: desearía ser invisible, pero se sabe tan notorio como un elefante dentro de un sueño. Resulta invisible por incómodo, ya que todos tratan de ignorar eso que todos saben, ocultándolo detrás de su compasión. Así, las buenas gentes ven sin ver; pero uno siempre sabe que se halla en el punto ciego de su conciencia.
Soñé que era pequeño, muy pequeño como un monito tití y escapaba de cierta mirada penetrante como serpiente. De algún modo, empezaba a conversar en una rama con Melisa y veía en su piel la huella de todos esos libros que le he visto cargar, supuestamente para leerlos. Su piel de serpiente guardaba todos los secretos y los saberes del jardín de las delicias. Tocarle la pierna y sentir su mirada de reptil sabio fue… intenso. Sabía que todas esas palabras de letra pequeña hablaban de mí en el sueño. Eso me desesperaba y no lograba leerlas, pero el sentimiento se disolvía en cuanto notaba su nariz levantada apercibiéndome. No digo oliéndome, nada más. Si no, usando esa sinestesia entre el olfato y la predicción sexual que poseen las hembras de todas las especies animales, y que es como un color ante el cual los hombres somos ciegos. Un infrarrojo del sexo. Nos acoplamos en una deliciosa lucha a muerte, luego desperté con los elefantes.
Ante el aroma, somos como los ciegos describiendo al elefante de la parábola: unos le tocan el culo, otros las axilas, otros le lamen la trompa tratando de definirlo, pero –solo entre todos– logran darse una imagen aproximada si antes reconocen su ceguera personal. Me preguntaba también si es por esa capacidad de definir por el tacto que llaman ciego a esa parte del recto que avisa si lo que sale es sólido, líquido o gaseoso.
F. suele decir que los ecuatorianos somos una telaraña tendida entre dos sigses: el ser latino-ecuatoriano que causa una ceguera ante el mérito y las cuitas de los paisanos; y el ser andino-ecuatoriano; un resentimiento ante la belleza y la inteligencia propias, aumentado por la pereza. F. sabe todo de algo llamado nihilismo.
Desperté ansioso de ese sueño y quise bañarme, pero N. ya estaba ocupando el baño con sus quejidos de estreñido. Ambos, quizá todos los inquilinos, sufrimos un estreñimiento personal, el mío es eyaculatorio; no mejor ni peor que ser estreñido de los intestinos, o tacaño como E, o de las palabras como F., (de él quizá hablaremos nuevamente después). Me lavé la cara en el baño social y salí a fumar hits en la terraza que da a los patios interiores de la posada. Desde aquí se ve la parte de atrás de la academia, las canchitas del patio y la concha del apuntador en el invernadero donde se danza y se representa. Me gusta ver amanecer mirando ese lugar transparente. Pronto N. saldrá del baño, insatisfecho; y empezarán a desfilar despeinados por el corredor todos los residentes de la posada los Elefantes, marcando el paso pesados y bamboleantes.
Los elefantes ciegos, recién lavados y peinados, ya reunidos nos cuentan sus impresiones sobre el elefante desconocido. Una antigua Ley manda que nunca lleguen a un acuerdo y peleen. Un elefante tuerto podría unificar esos datos y decirles que todos tienen razón pero que sus discursos son un poco diferentes; sin embargo, calla para mejorarnos la parábola. Desayunamos juntos a las 6 y 30 en puestos fijos, vigilados por un elefante regalado, uno comprado y dos robados que nos advierten algo desde sus mesitas de café. Nos contamos nuestros planes para el día y nos ignoramos mutuamente. Eso nos hace ponernos atentos a la indiferencia que es casi nuestra lengua materna, como suele decir F. Pero, nadie quiere oír tanta miseria, y el desayuno dura lo que dura la leche en pasar de hirviendo a caliente. Doña T. pronto se queda sola lavando y recogiendo, ya que la basura atrae a los ratones y los elefantes sienten pavor por los ratones.
Las mujeres no son ciegas. Poseen asociadas a su olfato alarmas contra la mayoría de los peligros, pero a veces deciden hacerse las ciegas si conviene, hasta que, de repente recuperan la vista y te dejan expuesto y avergonzado de haberlas pretendido, o palpado ciegamente. Suelen percibir la presencia de otras mujeres y eso las excita, o apercibir el olor de la madre y eso las deprime. En las manadas de elefantes las hembras mandan, mientras que los machos vigilan de lejos o simplemente pastan esperando el momento del acople salvaje. Imaginarlos inmensos y bamboleantes como borrachos en busca de sexo me recuerda cosas tristes que solo sabemos los cojos.
Los hombres si son ciegos, pero los más ciegos de todos son los ciegos que no quieren ver su ceguera. Así los siento cuando subo al bus al vuelo y encaro las miradas que ahora me evitan, pero habían gozado con mi acto. Un simple cojo, les vuelve lentos y rotundos como paquidermos o gomphitéridos. Un simple ciego es como un ratón que les hace huir de su conciencia. Un simple sordo se les vuelve indefinible mediante palabras.
Una vez en la garita escuché a dos amigas contarse sus cosas: la una decía haber sido manoseada largamente en el bus, y que luego se dio cuenta de que le habían robado también su dinero; la otra le preguntaba que cómo no se había dado cuenta y por qué no hizo nada, y la primera aclaraba pensativa que pensó que el ladrón buscaba “otra cosa”. Dentro de la garita vuelvo a estar completo, completamente invisible sin peligro de ser desenmascarado, o tomado por un ratón y pisoteado. Quizás soy hipersensible a ser imperceptible, pero apenas salgo a la calle, entro en una cancha de miseria y vergüenza. Supongo que por eso entro a cada negocio del camino para charlar más que para comprar nada, pero sobre todo para averiguar sobre Melisa.
Ella posee extraños poderes sobre los ritmos de mi corazón. Su presencia me yergue y su aroma me quita esa ceguera. Me vuelve un tuerto, y no sé si me mejora o me hunde. Si pudiera desearla hasta podría conquistarla, creo; pero soy el cojo del vaivén cómico que según dicen es como el de alguien que está a punto de patear una pelota con chanfle. Es profesora de ballet, pero también sabe música. A veces reemplaza al profe de solfeo o dirige el pequeño coro de la academia. Me conformaba con verla de lejos y brindarle de vez en cuando un café o prestarle el teléfono, hasta que se inscribió Mateo. Verlo, y presentir problemas fueron una sola cosa.
Ahora me mira desnudo y se pregunta en sus fueros: ¿que cómo puedo estar seguro de que no deseo? Pues porque así somos los porteros: una raza que de tanto ver pasar lo ajeno, hemos perdido toda forma de deseo. Lo nuestro es abrir puertas al deseo ajeno, somos una banda de San-Pedros. Pero cuando llegaba ella, hasta la vacía puerta abierta cobraba sentido, y me gustaba poseer sus llaves, y si venía linda la amenazaba con colocarle una alfombra roja para que no pise las manchas de pintura y de chicles. Con gusto cojearía enrollando y desenrollando esa alfombra que no tenemos… pero quien sabe, un día.
En los recreos y a la salida, las bailarinas se juntan en mi garita. He puesto una cafetera y les sirvo vasitos y paletas para mover el azúcar. Por unas monedas que no alcanzan ni para el metro ellas pueden probar mi buen café zarumeño mientras doblan sus piececitos en ángulos imposibles, y son vistas de lejos por los estudiantes de piano, que no entienden la adicción por el azúcar y el café (esa energía rápida y casual como el amor de ellas). Pero yo si las entiendo, las conozco perfectamente y por eso desde el primer día lo odié al Mateo.
Mi trabajo consiste también en barrer y luego trapear los pisos, recoger las utilerías y guardar todo en unas pesadas canastas. A veces pido ayuda solo porque puedo, es decir hago como si no pudiera. A decir verdad, un cojo no es un discapacitado, aunque nos ven como tales. Y cuando uno es tratado así empieza a darles la razón y aprovecha eso que se ve como una debilidad de forma parecida a como el ciego afina su oído y su tacto, y el tartamudo afina su discurso y su silencio.
—Eso es algo imperdonable en un percusionista —decía Melisa.
Supe desde dentro de la garita que se lo decía a Mateo y supe que él no entendía. Ella le habló de la síncopa y del silencio necesarios para tocar y bailar la salsa. Entonces “la oí” en como en letras de otro molde que: la sincopa salía del corazón. Todo me llegó en un microsegundo. En mis recuerdos: los pasos atrasados de Mateo por las mañanas sonaban perfectamente rítmicos, y sus pasos tranquilos de la tarde sonaban arrítmicos. No era un músico, solo estudiaba música.
Era mi oportunidad (diría F.), puse: Reventamos del grupo Niche en mi celular y saqué mi mano autoritariamente de mi ventanilla. Ella se sorprendió de ver mi mano extendida y perfecta…
—Yo te ayudo a explicarlo, Melisa.
Y bailamos por fin, yo poniendo énfasis en el ritmo sincopado, y ella dejándose llevar por mi estilo swingueante. Se batieron palmas y hubo risas, pero fuimos por tres minutos una cosa bella de ver. Era mi primera vez. Su pulso se había adaptado a mí, igual que su cuerpo. Juraría que adquirió una cojera en su pierna derecha espejo de la mía. Su aliento olía a tabaco, a hits, a café, a Mateo. En la música popular estorba eso que llaman talento y basta con ir escuchando el bombo y el bajo sin esforzarse demasiado; ese tipo de baile de salón siempre fue mi única manera de socializar en cabarés y fiestas callejeras haciendo de bufón. Pero solo el bufón observa a los demás tal como son, y baila sin perder a nadie de vista.
—Gracias por la explicación de la síncopa —me dijo Mateo acercándose desde atrás mientras barría.
—De nada, siempre es un placer bailar con Melisa.
—Ella te gusta, ¿verdad? Quiero que te alejes patojo e´ mierda.
Sus ojos brillaban con una feroz inseguridad, y supe que también él era discapacitado: cojeaba del mate, y además era ciego.
Pensé para mí: «¿qué diría F. de este asunto?»
F. achacaría todo el tema a la endémica falta de crítica en el país. No entendía sus palabas rebuscadas, pero resonaban en mi cabeza por largo tiempo. Era imposible conservar amistades si se tenía un temperamento dialéctico, decía. Y ascender socialmente así mismo requería un temperamento sumiso y acrítico, fulminaba. Todo brillo de inteligencia es mal visto y acallado por la patanería noventera de chillar y reptar ante los adversarios y compañeros, concluía.
Entonces, Mateo había visto un insulto en cada voltereta y cada paso que se dio durante la canción. No deseaba tener problemas en el trabajo, le propuse que se calme y le ofrecí un vasito de espuma que guardaba para él. Se sirvió agua de mi bidón y enseguida se sentó como presa de un cansancio repentino. Cuando se despertó amarrado y amordazado en la trampa debajo del invernadero (que se usaba solo durante las funciones para apuntar) ya no se veía tan confiado, así que me desnudé ante él para comprobar quien podía más: si la liebre o la tortuga, si el ratón o el elefante.
No ha habido nuevas oportunidades de bailar con Melisa. Se puso muy triste y por unos meses hasta el fin del año lectivo estuvo faltando y siendo irresponsable. Luego las cosas invisibles de la vida la fueron alejando del recuerdo de Mateo y volvió a ser la más bella de la manada y aumentarme las arritmias. Pero cada diciembre la ciudad hierve de fiestas y es cuestión de tiempo hallarla sola para invitarle un café o un vasito de agua. Sé que hablaremos de él, y ella no lo verá venir. Tengo un vasito siempre listo para ella.

Foto portada tomada de: https://bit.ly/3Q3j1A5