Por J.R. Espinosa Silva
(Colaboración especial para Máquina Combinatoria desde México)
Solía verla por las tardes. Mi esposa se iba a trabajar a las cuatro y ella llegaba del observatorio pasadas de las cinco. Le quedaba tan bien el uniforme. El pantalón negro de vestir remarcaba su redondo trasero, que tenía el poder de pararme el pene con solo verlo contonearse. La bata era parte de su uniforme, ocasionalmente se la quitaba en el camino; si era muy afortunado también se deshacía de su calurosa camisa, dejándome ver los blancos hombros que revelaba su blusa interior. Se me hacía agua la boca con solo pensar en restregar mis labios contra ellos.
Un martes mientras paseaba a su mascota, un pug de nombre D’Artagnan, se escapó de la correa y cruzó a mi jardín. Yo lo atrapé y se lo entregué. Ella me dio las gracias regalándome una sonrisa. Fue la oportunidad perfecta para presentarme, así fue como descubrí que se llamaba Gabrielle. Y que gran fortuna porque uno necesita un nombre para susurrar mientras se masturba.
Ella tenía por costumbre ir al gimnasio los lunes a las siete. Regresaba pasadas de las nueve con la ropa deportiva llena de sudor. Los martes y jueves le tocaba paseo a D´Artagnan, por lo regular después de las seis. Los viernes salía de noche pasadas las ocho. Iba y regresaba en taxi, pese a tener vehículo propio. Mis días favoritos eran los miércoles. Salía a leer y tomar el sol. Tenía una silla de playa en su jardín, le gustaba salir en traje de baño. Era común que algún auto se detuviera un poco para verla mejor, pero no parecía molestarle. Yo era un lector asiduo, y por alguna razón prefería también los miércoles disfrutar de una bella lectura en el patio. Incluso, con el tiempo me compré mi propia silla de playa.
A menudo nos sonreíamos con la mirada. Inclusive, cuando compraba un libro nuevo solía mostrármelo a la distancia, desde el otro lado de la calle. Yo sonreía, asintiendo con la cabeza y levantando mi pulgar en señal de aprobación. A pesar de todo lo anterior yo solo había hablado con ella una vez. Eso hasta el día de hoy.
Me levanté como todos los días a las ocho de la mañana. Salí a correr al parque; hice mi serie de abdominales, me había prometido tener el abdomen marcado para el próximo verano. Me imaginaba quitándome la playera frente a ella. Me vería y cruzaría la calle. Pondría su mano en mi pecho y la deslizaría hasta llegar a mi pantalón, se tomaría unos segundos para desabrocharlo, lento, se mordería los labios. Metería su mano y tomaría mi verga. Era mi motivación para no rendirme.
Después del ejercicio, pasé a comprar jugo de naranja. Y cuando llegué a casa le hice el almuerzo a mi esposa, que solía despertarse pasadas las diez. El almuerzo era el único momento del día que pasábamos juntos. Aunque juntos podría ser algo exagerado, ya que siempre estábamos viendo alguna serie en Netflix.
—¿Cómo si esas cosas pasarán? —dijo mientras veíamos un episodio de Grey’s Anatomy.
No estaba prestado mucha atención. La serie me aburría bastante, y prefería scrollear en mi celular las noticias del día. Hubo una que me llamó la atención.
—¿Puedes creerlo Helga? El inútil presidente se va de vacaciones otra vez.
—Y yo solo tengo un par de semanas al año —dijo antes de dar un gran trago a su jugo de naranja.
Se levantó de la mesa y encendió su laptop. Era la empleada que todo patrón desearía tener. Hacía de dos a tres horas extra, los días tranquilos. No me molestaba, vivíamos bien. Yo diseñaba páginas web desde casa. Ella trabajaba en un despacho contable. Sin hijos. Y con vacaciones en Europa una vez al año. Solo había una cosa que podía pedirle a la vida. Ahí entraba Gabrielle.
Llegó media hora antes que de costumbre. Se bajó con una cerveza en la mano, mientras un par de latas caían de su vehículo. Caminó tambaleándose hasta la puerta de su casa, pero no entró. Se sentó frente a ella y se recostó en el suelo.
Crucé la calle de inmediato para socorrerla. Me hinqué junto a ella. No traía camisa, mucho menos bata. Y la blusa interior estaba empapada, revelando un rojo sostén de encaje, con un moño negro en el centro. La tomé de los hombros por primera vez, eran tan tersos. Creo que los acaricié un poco, porque ella me empujo.
—¿Qué haces? ¡Déjame!
—Lo siento, quería saber si estabas bien.
—Lárgate de aquí estúpido —me dijo antes de cerrar los ojos.
—Gabrielle —le moví la cara—, por favor, por lo menos deja que te ayude a entrar a tu casa.
Le tendí la mano y se sostuvo de mí. La sensación de su cuerpo apoyado al mío me erizó la piel. Estaba tibia y suave. Entramos a la casa y cerré la puerta tras de mí.
Tenía las paredes pintadas de amarillo mostaza y su sala constaba de tres sofás de piel color caoba. Le ayudé a sentarse en uno de ellos.
Volteó y puso su cara frente a la mía.
—Descubrimos algo, ¿sabes? Una de esas cosas que te arrepientes de conocer. ¡La ignorancia es la felicidad! —gritó, echando todo su cuerpo hacia atrás.
Le ayudé a incorporarse.
—¿Qué descubrieron?
—Un asteroide. Viene a la Tierra. ¿Lo captas? Como en Armagedón, pero sin Bruce Willis.
—Estás delirando, tal vez debería llamar a un doctor.
—No pierdas el tiempo ni las fuerzas, quedan doce horas y todo a la mierda. Esos malditos no avisarán a nadie. No quieren que la gente entre en pánico. Supongo que lo más poderosos se irán al espacio o a un maldito búnker blindado, ¿qué se yo?
Recordé las abruptas vacaciones del presidente. Fue por eso que le creí. Por eso y porque sonaba completamente convencida de lo que decía. Jamás la había visto ebria, y ahora estaba cayéndose de borracha y con lágrimas en los ojos.
Comprendí que estábamos condenados. Teníamos una cita ineludible con la muerte. Pensaba en que gastar mis últimas horas cuando me besó.
No fue un beso romántico. Fue efímero y con sabor a cerveza.
—Pasaba horas probándome los trajes de baño, ¿sabes? Más de media hora arreglándome cada maldito miércoles, para que nunca me dijeras ni un “¡qué bien te ves Gabrielle!”. Jugando a la casita todos los fines de semana con tu desabrida mujer.
Ahora fui yo quien la besé. Ella cruzó sus brazos alrededor de mis hombros, atrayéndome. Nuestras lenguas juguetearon, mientras el gusto a cerveza desaparecía y una erección se manifestaba. Ella deslizó sus manos hasta mi camisa, desabotonándola con violencia. Deslizó su mano desde mi pecho hasta debajo del ombligo. Necesitó de ambas para desabrochar mi pantalón. Le besaba el cuello y restregaba mis labios contra sus hombros, absorto en el mayor frenesí de mi vida. Entonces tomó mi pene con sus manos pequeñas, acariciando el tronco del mismo con sus palmas. Se deshizo de su blusa, mostrándome el rojo vivo de su sostén. Le ayudé a despojarse del pantalón también. La acaricié por encima de las bragas por unos minutos, para después hacerlas a un lado e introducir mis dedos, que de inmediato sintieron la humedad en su vulva. Me arrodillé. Sentía mi pene crecer más y más, mientras recostado en el sillón lamía su rajita de arriba a abajo. Ella se desprendió el sostén mientras gemía. Apretaba sus pechos y me tomaba del cabello. Cuando por fin bajó yo tenía la cara empapada.
Lo hicimos como locos. No había un mañana por lo que tampoco existía razón alguna para dejar de gozar. Pronto todo acabaría. No supe a qué hora nos quedamos dormidos. Me despertó el timbre de mi celular. Era Helga.
—Encontré la casa abierta, ya van seis veces que te marco. ¿Dónde estás?
No supe si fue el sexo o el inminente fin del mundo lo que me dio valor, pero lo que hice a continuación no estaba en mis planes ni a corto ni a largo plazo.
—Estoy con mi amante Helga. Pienso pasar toda la noche con ella.
—¡Qué cosa dices, infeliz! ¿Eres estúpido? Comenzaré a romper todas tus cosas una por una, así que más vale que…
Colgué. Mis cosas. Nada me importaba menos.
—¿Quién era? —me dijo Gabrielle más dormida que despierta.
—Número equivocado.
Le abracé con fuerza. ¿Cuánto tiempo nos quedaba? ¿Seis? ¿Cuatro horas? Estuve tentado a ver el reloj, pero en su lugar puse el celular en silencio y volví a dormir.
Me desperté con la habitación iluminada. Miré por la ventana y vi, como Helga lo había prometido, mis pertenencias en la basura. Mi ropa hecha jirones y mi laptop partida en dos. Me reí. Después vi al cielo. Era el último día.
Escuché unos ladridos, era D´Artagnan desde el patio trasero, le serví de comer y rellené su bandeja con agua. Fui a la cocina a preparar un par de cafés. Desperté a Gabrielle y le tendí la taza.
—Buenos días —dijo antes de dar un sorbo.
Tomé mi celular y revisé la hora. Tres con treinta de la tarde. Alarmado se lo mostré a mi amante.
—¿Qué pasa?
—Mira la hora —le dije alterado.
—Vaya, parece que ha sucedido un milagro.
Se encogió de hombros y me besó la mejilla. Caminó hasta la sala y gritó:
—Parece que tendremos que conseguirte algo de ropa guapo.
J.R Spinoza. H. Matamoros, Tamaulipas, México (1990). Escritor y profesor mexicano. Egresado de la escuela Normal J. Guadalupe Mainero. Licenciado en Educación Primaria, ejerce como docente en la Secretaría de Educación Pública, desde 2013. Becario del PECDA (emisión 23), en la categoría de Jóvenes Creadores por novela. Asiste al Taller de Apreciación y Creación Literaria del Instituto Regional de Bellas Artes de Matamoros. Asiste al Ateneo Literario José Arrese de Matamoros. Libros Publicados: El regreso de los dioses, la batalla de Folkvangr (Caligrama, 2019); Pacto Maldito (Pathbooks, 2019); Las Bodas (Pathbooks, 2019); Las llaves de R’lyeh (Pathbooks, 2019). Para destruir el final y otros cuentos de fantasía y ciencia ficción (Kaus, 2019).
Foto portada tomada de: https://www.pexels.com/es-es/foto/moda-amor-mujer-modelo-3539890/
Me quedé facinada con tremenda historia, que a pesar de tu vocabulario directo (siempre te ha gustado usar ese tipo de palabras) no quite la mirada en todo lo que escribiste, te felicito por todo lo que has hecho. A pesar de que no te guste escribir sobre mujeres, esta vez lo hiciste increíble y sobretodo divertido. Siendo honesta no es tu mejor historia pero no pude evitar comentarla…
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