“Llenaba todo de poesía”: a propósito de un libro de Fernando Balseca | Vinicio Manotoa Benavides

Por Vinicio Manotoa Benavides

Balseca, Fernando (2009). Llenaba todo de poesía: Medardo Ángel Silva y la modernidad. Quito: Taurus.


Es común la pregunta sobre la formación del poeta. Mucho más cuando la vida de esa persona está marcada por el mito, la iconografía popular y el malentendido. Fernando Balseca, consciente de este peligro, la replantea, en otros términos. Su intención es ensayar una mirada reflexiva en torno a la génesis social de la poesía y el proceso de recepción de la misma. Medardo Ángel Silva constituye, sin duda, una de las cimas más importantes de la lírica nacional; sin embargo, todo cuanto sabemos sobre él, aquel río de información que hemos aprendido en el colegio, en las conversaciones de pasillo, en la obligada revisión melancólica que hacemos en torno a su suicidio, ha llegado a nosotros como un vendaval lento imposible de evadir. Nos hemos dejado inundar por aquella presencia amorfa y no verificada que tiende a reducir la existencia individual a una anécdota intelectualizada. Frente a este océano de incomprensión y ruido, Balseca ensaya una interrogación que, evadiendo los bordes de la explicación escolar y el elogio, tensa la cuerda de la explicación, para entregarnos una aproximación personal a la obra del poeta guayaquileño, a través de la reconstrucción del paisaje cultural de su época, su relación con las posibilidades del proyecto nacional, las tensiones del modernismo literario y su reconfiguración en las condiciones históricas de una modernidad periférica.

La vida de un poeta es un camino sin punto de llegada. Recorrerlo impone ritmos propios: una suerte de itinerario de lectura que requiere el aprendizaje de una modulación, la invención de un espacio, un tono, para identificar la respiración que hace de esta existencia la síntesis de acontecimientos históricos diversos y la emanación de un vórtice de sensibilidad. En este sentido, Llenaba todo de poesía: Medardo Ángel Silva y la modernidad (2009) constituye un artefacto cultural que dialoga con la tradición con el objetivo de develar el mito del poeta suicida. Para el efecto, reconoce el halo trágico de Silva y lo incorpora a un conjunto de supuestos simbólicos que se inscriben en el proceso de educación sentimental del escritor. No obstante, se deslinda de la rareza y excepcionalidad con que suele asociárselo, para condensar una explicación histórica que permita comprender, a los lectores de hoy, cómo en un medio tan hostil al arte fue posible la aparición de una poética como la del autor guayaquileño. Se reconstruyen los procesos de formación de la subjetividad, por medio de una estrategia de escritura que equilibra la fórmula académica y el aliento ensayístico, y se los pone en rotación con los marcos interpretativos que lo recibieron. Se trata, en suma, de un aporte vital para la crítica contemporánea.

En un primer momento, Balseca indaga la vida de Medardo Ángel Silva, valiéndose de los testimonios directos de quienes compartieron con el poeta, pero reinterpretando la función de ciertos elementos que han pasado al clisé (la genialidad y la precocidad del poeta niño, la relación con la muerte, el estigma social de sentirse un paria). Es decir, Balseca cuestiona la narrativa de la ‘generación decapitada’ de Raúl Andrade, para esbozar una aproximación más compleja al modernismo ecuatoriano, del que Silva bebió en su adolescencia y en su fulgurante e intempestiva juventud. La estrategia discursiva empleada por Balseca se basa en la reconstrucción del campo cultural. De manera que se puede apreciar cómo el poeta en formación tuvo a su disposición un conjunto de medios (revistas literarias, agentes de renovación literaria, intereses de las élites culturales por el arte nuevo, instituciones culturales), que alimentaron su mirada de ensoñación y angustia. Además, se hace énfasis en la función del colegio Vicente Rocafuerte, donde Silva cursó sus últimos años de estudios sin culminarlos, como síntesis del interés histórico de la burguesía del ‘Gran Cacao’ por la formación de sus élites, para la disputa política y económica de la que era protagonista a finales del siglo XIX e inicios del siglo XX. Esto, unido a un periodo histórico de cambios violentos precipitados por la Revolución Liberal (1896) y la transformación del orden civilizatorio hacia la urbe moderna como polo de desarrollo y espacio de coexistencia de las contradicciones de ese proceso de progreso, donde, pese al discurso de bienestar económico, estaban presentes las marcas coloniales de su imposibilidad, la pobreza, la miseria, la enfermedad y la muerte. En resumen, se muestra cómo la formación del poeta, de forma directa e indirecta, depende del paisaje cultural o lugar de enunciación en el que se posibilita la expresión lírica.

Otro de los puntos fuertes del ensayo de Balseca radica en el trabajo crítico realizado de la obra poética de Medardo Ángel Silva. Creo que se trata de una de las lecturas más minuciosas que se han hecho del único libro publicado en vida por el autor guayaquileño, El árbol del bien y del alma. Lo que parece interesante, en mi lectura, es la interpretación que realiza de la estructura del libro en tanto tal: las tres partes componen un todo orgánico en el que devienen todos los tropos y toda la simbología modernista (la imposibilidad del amor, el desamparo existencial, la sensualidad femenina, el extrañamiento del lenguaje, la necesidad de un territorio mítico para encauzar el sueño del poeta, el lugar de la poesía en la sociedad moderna) y se actualiza en las condiciones de la lírica nacional. Aunque, al final de este capítulo, se plantea además una conjetura: la obra posterior del poeta que no llegó a publicar como un libro esboza un tono heroico de la nación. Completa esta visión, el trabajo crítico realizado en torno a textos de los otros tres decapitados: Arturo Borja (el padre mítico de la generación), Ernesto Noboa y Caamaño (el más sensible de todos) y Humberto Fierro (la conciencia estética de la poesía modernista). Este diálogo intertextual le vale para preguntarse sobre las posibilidades del proyecto nacional y los conflictos existentes entre las élites costeñas y las élites serranas en torno a procesos constitutivos como el mestizaje cultural, la necesidad de una conciencia autónoma, y la función social del escritor.

Si bien el libro de Fernando Balseca está lleno de hallazgos interesantes, como la deconstrucción simbólica del poeta trágico en tanto tópico romántico, y de interpretaciones atrevidas pero necesarias sobre los textos poéticos seleccionados, considero que el punto fuerte de la investigación consiste en la relación que estable entre la obra poética de Silva con su obra en prosa. La vida pública de Medardo Ángel Silva se fraguó en el periodismo. Balseca rescata esta faceta poco estudiada, y la problematiza, relacionándola con el proyecto de una literatura moderna en Occidente. La poesía en prosa, el verso libre y la prosa de la vida fueron apuestas estéticas que dinamizaron las políticas de la literatura y que dieron pie a la autonomía de la literatura moderna a finales del siglo XIX. Y que, en el caso Hispanoamericano, contó con el aporte de los fundadores del Modernismo: Rubén Darío, José Martí, Lugones, entre otros, hallaron en la prosa una forma nueva de comunicar una sensibilidad atravesada por conflictos, no solo existenciales, sino, también, histórico-culturales:

El poeta -cronista tocado por la poesía- es aquel sujeto que se autoriza para “descender” a un nivel de la realidad señalado por la infamia y el vicio y para desenmascarar a aquellos que se desentienden de esta verdad. El motivo del poeta inmerso en un mundo siniestro y misterioso, donde impera el mal, es de estirpe romántica, pero aquí es acomodado con el fin de elaborar una guía que alumbre el bajo y nocturno mundo de la urbe (161).

Las crónicas de Silva centran la mirada del poeta que se ha convertido de golpe en ciudadano de una ciudad que no comprende. Sin dioses hacia los cuales volver, la atención de Silva se dirige hacia la ingeniería del capital financiero, los amagues del entretenimiento, las tentativas mecánicas que intentan inscribir sobre el mundo un relato inédito para todos pueblos. Pero Silva, gracias a la melancolía modernista, resiste y duda: redirecciona la mirada hacia las vidas sepultadas en el olvido oficial. Escéptico a los brujos del progreso, se convierte de ciudadano en caminante y observador de la nueva ciudad que se ha erigido después del incendio. Recorre sus calles y al hacerlo acepta, en su calidad de poeta, su condición de paria del sistema capitalista. Sus crónicas son una etnografía sensible de una realidad en transición hacia la intemperie moderna. Por eso, su proyecto de escritura alrededor de cuatro puntos cardinales para su contemplación de la ciudad (doliente, mística, delincuente y nocturna), constituye una apuesta estético-política que reconfigura el reparto de lo sensible. Sus crónicas enseñan a sus contemporáneos a mirar, vivir, pensar y experimentar la ciudad de otra manera. Sin pretenderlo, Medardo Ángel Silva se ha convertido en el crítico secular más importante de nuestra modernidad periférica, que debido a su carácter incompleta, contradictoria y heterogénea ha devenido hasta la actualidad. Silva es la voz sumergida, latente e intempestiva que subyace en las crónicas de Jorge Martillo Monserrate sobre la bohemia peninsular, de Freddy Solórzano sobre la criminalidad del Estado, o de Sabrina Duque sobre la corrupción de los totalitarismos latinoamericanos.

Conocí a Fernando Balseca en las aulas de la Universidad Andina Simón Bolívar. Fue el encargado de la entrevista de ingreso, el profesor de mi primera clase de posgrado, el director de una tesis que no he podido concluir. A toda pregunta, a todo comentario, a toda intervención, respondió con sinceridad; se mostró generoso con todos. Alguna vez, cuando ingresé a la carrera docente, me recomendó que no diera clases y que solo leyera literatura con los estudiantes. En lo mínimo, he sido leal a esta sugerencia. Hoy que he podido leer su trabajo de investigación doctoral, no puedo más que sentirme contento por haber compartido un poco de tiempo con una persona cuya pasión por la poesía, por la literatura y por la vida se encuentra tan manifiesta en el ensayo que reseño. No quiero solo recomendar su lectura, porque creo que los libros llegan a nosotros en el tiempo indicado. Mi anhelo es desentrañar en la escritura ensayística el tono conciliador del maestro. Sugería, al principio, que para aproximarse al enigma de la vida del poeta es indispensable para el crítico crear un tono adecuado para comprenderlo. Creo que Balseca, el viejo integrante de Sicoseo, lo consigue. Su libro es un poema a la inteligencia que, desde un territorio de rigor afectivo por los objetos de estudio, enseña a sus lectores los modos cómo hacer de la lectura del poema un arte de invención de la propia vida.


Vinicio Manotoa Benavides (Santo Domingo, 1990) realizó estudios de literatura en la Universidad Central del Ecuador y la Universidad Andina Simón Bolívar. Integró el taller de escritura creativa de la CCE dirigido por Edwin Madrid. Ganador del concurso de Poesía Alfonso Chávez Jara de poesía año 2011 con el libro La máquina del grito, y ganador del concurso Interfacultades José Saramago en la categoría de cuento en el año 2013. Textos suyos han aparecido en las antologías ¡Y quién dijo silencio! (2012), Antología Taller 2018 – 2020 publicado por la CCE; poemas suyos han sido publicados también en revistas como CasaPalabras. Autor del libro de poesía Los cuadernos del desamparo, publicado por Cuerpo de Voces Ediciones en el año 2021, y de la novela El desierto de los días futuros, publicado por Cuerpo de Voces Ediciones en el año 2022. Actualmente se desempeña como colaborador del portal Los cronistas.net y docente secundario en la Unidad Educativa Eloy Alfaro. Entre sus líneas de investigación se encuentran: procesos de imaginación en la escritura ensayística, didáctica de la escritura y pedagogías críticas y decoloniales.

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