“Vida y destino” de Vasili Grossman | Fabricio Guerra Salgado 

Por Fabricio Guerra Salgado 

Mientras las tropas alemanas y soviéticas se desangran en Stalingrado, una amplia serie de personajes, de la más diversa índole, intenta sobrevivir en medio de la conflagración bélica. Esposas, madres, desplazados, prisioneros, burócratas, delatores y un largo etcétera, deambulan esquivando el fuego cruzado y enfrentando todas las carencias derivadas de la inexorable marcha de la Segunda Guerra Mundial.

Las cartillas de racionamiento o los permisos de residencia se obtienen por recomendaciones y favoritismo. Las tácticas marciales, además del azar, determinan el avance y retroceso de tan colosales ejércitos, así como el desenlace de los combates. La obcecación de los líderes ha convertido a Europa en un campo de exterminio. Y en tales circunstancias, emerge la precariedad de la condición humana en su máxima expresión, misma que es narrada por una infinidad de voces sumidas en el miedo, el fervor, la perplejidad, la incertidumbre.

El connotado físico nuclear Víktor Shtrum encarna una dolorosa tragedia: su madre, judía, murió a manos de los nazis, dejando en él un sentimiento de culpa por no haber hecho algo más para intentar salvarla. Shtrum, que al parecer es un trasunto del autor, ha vivido entregado a la ciencia, afirmando con vehemencia que esta no puede someterse a vaivenes políticos ni dogmas ideológicos. Tal posicionamiento, ajeno al chauvinismo imperante y la doctrina comunista, genera la desconfianza de sus colegas y superiores, quienes lo marginan, condenándolo al ostracismo. Hasta que una llamada telefónica del propio Stalin le devuelve su antigua jerarquía. Pero pronto se verá obligado a firmar un documento infamante en contra de otros científicos, lo que agudizará su culpabilidad y dolor. 

Vida y Destino constata el profundo desencanto surgido de la revolución bolchevique que, tras su triunfo, proclamó el advenimiento del paraíso igualitario. Sin embargo, no tardó en mutar en poder totalitario, militarista y segador de cualquier disidencia. Entre otras cosas, el extenso relato de más de mil páginas constituye una denuncia, desde adentro, de los excesos del estalinismo, el cual no difiere demasiado del fascismo, confundiéndose muchas veces sus ideas, medios y fines. Se visibilizan así, los asesinatos de cientos de “camaradas” producidos durante la Gran Purga de 1937, la persecución implacable a los supuestos enemigos del pueblo, o el Gulag, como emblema mayor del delirio socialista.

Los crímenes cometidos por ambos bandos se asemejan en forma de un juego de espejos. Sofía Levinton es conducida a la cámara de gas, al tiempo que los funcionarios del nazismo accionan con diligencia los mecanismos que activarán los vapores letales. Junto a cientos de seres exhaustos, Levinton perece intoxicada, conservando la lucidez hasta el instante final y abrazando el cuerpo ya inanimado de un niño espectral al que dirige sus últimos pensamientos y emociones.

“Cuando un hombre muere, un universo entero desaparece”, señala Grossman, otorgándole un valor único e irrepetible a cada vida. Pese al horror desatado, el escritor no pierde la esperanza, aferrándose al ínfimo halo de luz que alcanza a filtrarse en la fétida penumbra. Porque después de la guerra genocida, los soldados saldrán de las trincheras para enterrar a sus muertos, curar sus heridas, abrazar a sus hijos. Entonces, desde las cenizas y la devastación, los hombres deberán resurgir y hallar algún tipo de redención. Pasó siempre. Volverá a pasar. 

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