El noble arte | José Luis Díaz Marcos

Por José Luis Díaz Marcos

(Colaboración especial para Máquina Combinatoria desde España)

El mejor modo de predecir el futuro es inventándolo.

Alan Kay

1

El subinspector Alfonso Bilbao se adentró en la arboleda intentando orientar la dirección indicada.

—¡Por aquí, jefe! —indicó poco después Carlos Medina, su segundo.

A los pies de este, y a juzgar por el volumen, una bolsa hermética con cadáver incluido. Visibles entre el sotobosque, tres compañeros peinando la zona.

—Cuidado con la grieta.

En el suelo, y perpendicular al bulto, una hendidura alargada e irregular.

—¿Qué tenemos, Medina?

—Lo que ve: la víctima, apenas catorce o quince años, se descomponía en la fisura con un tiro en el pecho y el globo ocular zurdo extirpado, por decirlo finamente, sin contemplaciones.

—Destace montero… ¿Algo más?

—Sí. Dos cosas: el crío aplastaba una muleta taurina y, sobre todo, atufa, y de qué forma, a auténtica boñiga ganadera.

—¡¿Auténtica?! —exclamó Bilbao, incrédulo.

Medina asintió.

Avanzado el siglo XXI, algunos virus animales, inocuos en principio para el hombre, mutaron por causas desconocidas convirtiéndose en una suerte, más bien terrible desgracia, de superébola humano. De esta forma, sin cura conocida ni previsión de obtenerla, el gravísimo mal fue esgrimido para prohibir todo contacto con otras especies.

—¿Quién lo ha encontrado?

—Un cazador, ¡tiene bemoles!, de esos que coleccionan monstruitos virtuales.

—¿Y…?

—Según él, recorría el lugar cuando un tropiezo le coló el Xmóvil justo en la grieta: metió la mano, empezó a tantear y, cuando la sacó, la tenía roja rojísima.

—Vamos, que le dio un repaso al muerto…

—Se lo dio. Y, en parte, porque el asesino o asesinos tampoco se habían molestado mucho en esconderlo: al hoyo con cuatro ramas encima y a otra cosa, mariposa.

—Algunas cosas nunca cambian. A la hora de matar, lo cerril sigue siendo tan hondo como hace cien años: primero se dispara y luego se pregunta. Y esto último no por afán de saber precisamente, sino para comprobar si sigues vivo y si, además, eres tan tonto como para demostrarlo.

»En cuanto a las pruebas, un simple baldeo para aclarar la sangre, que es muy escandalosa. O ni eso, que aquí somos de sequía perenne y no es cuestión de malgastar agua. ¿Objeciones? Ninguna: los malos caen pronto y los buenos reconfortamos al respetable haciendo que triunfe el bien.

»Y dices que le falta un ojo…

—Sí. El izquierdo.

—Un ojo arrancado de cualquier manera no sirve de mucho. Y, si sirviese, y ya

puestos, el asesino se habría llevado la mirada completa. ¿Entonces? Un ojo biónico: pasta segura en el mercado negro de las prótesis.

—Y queda la presencia del excremento bovino, pista que nos remite a la muleta y ambos, a su vez, nos llevan

—… al noble arte, según dicen, de la tauromaquia. Con lo cual, y recapitulando, tenemos el asesinato de un presunto maletilla cuyo defecto visual y aspiraciones también nos conducen, respectivamente, hacia el tráfico ortopédico y las capeas clandestinas.

—Mal defecto el suyo para encarar un toro… ¿Empiezo con las bases dactilares y quirúrgicas?

—Empieza.

—¿Y usted, jefe? ¿Alguna idea?

—Por supuesto: me voy de corrida. Taurina, se entiende.

2

Sobre el albero, tres chavales soñaban con la gloria de Las Ventas y La Maestranza mientras movían, a derecha e izquierda, el rosa envarado del capote.

A un lado, también en el ruedo, Carmen Rodríguez, extorera y actual maestra taurina, y un hombre de bata blanca, desconocido para Bilbao, seguían algo en una pantalla portátil.

«Ahí está…», se dijo Alfonso deteniéndose en el callejón. «Tan guapa como siempre. Como entonces». Hacía años, antes de que la vida les hiciera la faena de separar sus caminos, habían sido novios, compañeros de corridas no taurinas, como habría dicho él mismo. Luego, quién sabe por quién sí o por quién no, la ilusión se fue

enfriando y…

Sintió mucho su cogida. La última y peor de una, hasta entonces, prometedora carrera. En un mundo masculino, La Rodri, como la llamaban, había seguido la vocación de pioneras como Cristina Sánchez, primera mujer torero de Europa, demostrando tener en la taleguilla más volumen que otros y también, según los entendidos, más recursos. Así, y a pesar de los cerriles, le auguraban no pocas tardes de gloria. Hasta aquella, congoja y lamento, en la que, a las cinco, como escribió Lorca, la plaza se cubrió de yodo y la muerte puso huevos en la herida[1].

Pendenciero, morlaco de 580 kilos, la desequilibró sobre el canto de la moneda durante meses. Hasta que el destino, la suerte o el viento, cualquiera sabe qué, acabó empujándola hacia el lado de la vida. ¿Había salido cara o cruz? En un programa televisivo, la propia Carmen dijo no estar segura: «A pesar de seguir viva, ¿qué son, me pregunto día sí y día también, un cuerpo cosido por los implantes y la infinita amargura de una retirada forzosa?».

—¡Empezamos! —anunció el hombre de la bata blanca.

Uno de los muchachos se adelantó a los medios y los otros dos recularon hasta la barrera.

—¡¿Listo?!

—¡Listo!

El hombre pulsó la pantalla. Segundos después, la puerta de toriles, muro electrónico, empezó a moverse.

Un progresivo galope atronó el suelo dando paso a un impresionante toro, enormes pitones y poderosísima musculatura, sobre el albero.

Bilbao respingó: «¡Tremenda locomotora!».

El chico lo citó con un temple pasmoso y, tras un breve tanteo, consiguió arrancarle uno, dos y hasta tres pases consecutivos. «¡Con un par! Y se mueve bien…».

El futuro diestro reculó. Decidida la nueva estrategia, intentó un acercamiento lateral que el toro, para su desgracia, adivinó achicando peligrosamente los espacios.

«¡¡Uy!!».

Aquel optó por una prudente retirada y fue entonces cuando el infortunio, siempre atento al mal quite, le hizo tropezar y…

Víctima sobre la arena, el instinto homicida arrancó hacia él dispuesto, furia ciega, a ensartarlo. A molerlo. A destruirlo.

El subinspector Bilbao se llevó la mano a su arma reglamentaria.

3

La gigantesca testuz se apagó, literalmente, quedando inmóvil a escasos centímetros del difunto aún vivo.

Incómodo, el policía tuvo que recordarse la naturaleza artificiosa de la bestia. De la tauromáquina: «Como los protagonistas de aquella película, Westworld[2] creo que se llamaba, ahora los toros también son androides».

—¡Mal fin, pero buen principio! —animó la tutora—. ¡Buen principio!

—¿Se puede? —preguntó Alfonso tras golpear la madera con los nudillos, amigable.

 Por un segundo, Carmen lo miró como quien mira una antigua fotografía encontrada por casualidad.

—¿Y qué te trae por aquí? —preguntó tras las cortesías de rigor.

Para entonces, el hombre de la bata blanca ya había hecho un discreto mutis por el foro.

—Ojalá pudiera decirte que el recuerdo de los viejos tiempos. Pero eso no es del todo así…

—«Del todo» —sonrió tímidamente—. Entonces, y sobre todo, cosas del deber…

—Por desgracia —confirmó, circunspecto—. ¿Echas en falta a alguno de tus pupilos?

—¡¿Ellos?! —exclamó reparando, asustada, en las nuevas evoluciones de los maletillas.

Bilbao, «Que quede entre nosotros», le reveló el macabro hallazgo.

—¡Por el maestro José Tomás! ¡No es ninguno de los míos, estoy segura: ya me habría enterado!

—Me alegro… Confirmada esa cuestión, que no es poco, queda otra no menos importante.

—¡Queda la gorda: saber quién es el cornudo al que habría que descabellar!

4

—Disculpa la retórica. Pero estando de servicio, y aunque seas tú, debo cuidar las formas.

—Tranquilo, señor don

—…subinspector.

—Vaya, te ha ido bien… Me hago cargo. Te preguntas, supongo, si se me ocurren nombres y apellidos, o motes, que también sirven, cuya inicial sea la erre de ruin.

Él asintió.

—Mira, …aunque yo también esté de servicio, no voy a ser tan diplomática como tú: miserables había, y hay, unos cuantos en este mundillo, te lo aseguro.

 »Pero, por aquí, el único que tiene el dinero y los contactos suficientes para atreverse con capeas clandestinas de naturales es Vicente Romero, Niño de la Ermita, y último apunte en la cola de los históricos.

—Ya lo había pensado. ¿Y respecto a…? ¿Crees…?

—Qué quieres que te diga… Ni soy testigo de nada ni tengo bola de cristal. Pero si lo primero es perfectamente posible, ¿por qué no lo segundo? Y, en cualquier caso, esa es otra, qué debió ver el pobre chiquillo, él sí, para matarlo como a un perro…

—Ahora en la feria, y gracias a una autorización de los madriles, el figura va a encerrarse a cal y canto con seis desinfectadísimos naturales.

—Sí. Las entradas, no te lo pierdas, se agotaron en segundos y se trapichea con ellas a precio de oro con diamantes. Una locura.

—¿Los bichos ya…?

—No. Los traen pasado mañana, el mismo día de la gran corrida.

Bilbao contempló la tauromáquina desenchufada en mitad del ruedo.

—¿Quién era el que estaba contigo, el de la bata blanca? ¿El veterinario?

—Algo parecido —sonrió Carmen, también irónica— Es Víctor Ayuso, el

ingeniero.

 —¿Y dónde se esconde? Me gustaría hacerle unas preguntas.

5

El interior de plaza se parecía muy poco al que él recordaba haber visitado, más por intereses femeninos que por otra cosa, en su primera juventud. Ahora, la tecnología implantada por doquier, evidente u oculta (microcámaras, sensores multifunción, paneles digitales, guías holográficos…), regía también el funcionamiento del coso y el discurrir de sus ocupantes.

La sala, mezcla de sofisticado taller y laboratorio, lucía tan dispuesta como impoluta. En el ambiente flotaba un suave aroma floral. Una de las paredes impresionó sobremanera al subinspector Bilbao: cientos de piezas metálicas, cromo desnudo o pintado, mecanismos inciertos o realísimas reproducciones anatómicas, se alineaban envueltas en sus respectivos precintos transparentes.

Abajo, sobre el perfil horizontal de sus pescuezos, tres impresionantes y desolladas cabezas de toro cibernético, «La locomotora…», mostraban su sofisticado envés, la plata asesina de sus pitones. El ingeniero Víctor Ayuso examinaba el funcionamiento de un pequeño componente.

Carmen hizo las presentaciones.

 —Este lugar es increíble… —alabó el oficial—. Cualquiera diría que estamos en la vieja plaza.

—Sí… Y progresando como progresamos, pronto llegará un día en el que estas piedras centenarias serán capaces, ellas solitas, de recolocarse para conformar la disposición arquitectónica más conveniente en cada momento. ¿Imagina, entre otras, la posibilidad de combinar un menor perímetro exterior con una mayor altura para facilitar así la fluidez del tráfico rodado?

6

Bilbao quedó atónito: «¡El profesor chiflado me toma el pelo!».

Carmen tuvo que contener la ternura producida por el desconcierto de su antiguo

novio: ya entonces, dispuesta la electrónica en la vida cotidiana, él seguía prefiriendo la dudosa seguridad de lo manual. «Si supiera la tecnología que yo misma albergo…».

—Víctor, si no te importa, el señor quiere hacerte algunas preguntas relacionadas con un caso que está investigando.

—Sin problemas. Siempre que sea sobre algo técnico, claro…

—Lo es. Verá… —se detuvo fijando la vista en uno de los estantes. Corrió a coger algo—. Se trata de uno parecido a este —dijo mostrando un globo ocular del tamaño de una pelota de tenis.

—¿Un VISS-750? ¿Investiga algo sobre robótica animal?

—Un como se llame. Pero no se trata de robótica animal, sino humana. Y, antes de que me lo diga, ya sé que no es usted —mirada significativa a Carmen— veterinario ni médico, pero tratándose de tecnologías con idéntica función…

—La versión humana incorpora más prestaciones, pero la función es, básicamente, la misma, sí —confirmó Ayuso— ¿Qué quiere saber?

—Tengo entendido que nuestras prótesis incorporan un sistema de grabación cuyo registro puede consultar su beneficiario cuando desee.

El científico asintió.

—En ese caso, ¿se podría acceder al registro de un ojo ajeno aunque este haya sido, además, extirpado de manera… poco ortodoxa?

—Si sus sistemas no han sido dañados de manera irreversible, sí. Obviamente, siempre que tengamos algún hilo del que tirar, algún dato de referencia. ¿Tenemos ese dato?

—Es posible… —valoró el subinspector. Sacó su Xmóvil—: ¿Medina? ¿Qué han cantado, porque seguro que han cantado algo, las bases? (…) Perfecto. Envíamelo.

—Buenas noticias, parece… —intervino la extorera.

—Muy buenas —confirmó Bilbao lanzando y recogiendo el ojo bovino—. En un santiamén, señor ingeniero, y desde este laberinto de minotauros, podrá comenzar a tirar

de ese hilo de Ariadna que nos permita hacer justicia… a otro pobre Teseo.

7

El exterior de la plaza era un hervidero: taurinos ansiosos por ocupar el balcón desde el que presenciar una faena que se presagiaba como única, contrarios dispuestos a boicotear el séxtuple crimen, policías, periodistas…

Entre el gentío, Bilbao recordó el comentario de Ayuso respecto a futuristas avances arquitectónicos: «¿Imagina, entre otras, la posibilidad de combinar un menor perímetro exterior con una mayor altura para facilitar así la fluidez del tráfico rodado?».

«Lástima que ahora…».

—¡No empujen, no empujen! —pidió dirigiéndose hacia el monumento.

—¡Eh, amigo…! —le susurró alguien—. ¿Buscas entradas? Tengo dos calentitas, calentitas…

Rescató su galleta[3]:

—¡Pues desaparece antes de que os ponga a enfriar a los tres!

Codos para qué os quiero, el «amigo» se perdió entre el mar de cabezas.

8

En los corrales, media la docena de auténticos toros remoloneaba ajena a su inminente y definitivo paseo. Carmen y Alfonso los observaban.

—¿No te dan pena? —inquirió él.

—A veces. Pero también hay momentos, para qué negarlo, en los que también me dan envidia.

La miró de hito en hito.

—No me hagas mucho caso… —lo tranquilizó.

—Yo entiendo que los defiendan.

—¡Y yo! Tengo perro y estoquearía a cualquiera que… Pero ni estos son mascotas ni la vida es justa. Qué le vamos a hacer… Al menos —siguió—, tienen la oportunidad que a otros se les niega de pagar a su asesino, como también nos llaman, con la misma moneda. Puedo jurarlo.

—No me odies, pero me quedo con las tauromáquinas.

—Tranquilo: eso ya pasó —adujo, irónica—. En cuanto a la fiesta, y ecologismos aparte, los puristas tienen razón: puede reproducirse el comportamiento, pero no el instinto. Un toro es otra cosa. Ahí no hay matemáticas que valgan: uno más uno puede ser dos o doscientos. Y como te equivoques contando…

Bilbao miró su muñeca:

—¿Has visto qué hora es? Casi las cinco.

9

Instalado ya en el graderío, sol y sombra, el bullicio hervía, sobre todo el soleado, también de impaciencia. Visitante y anfitriona, de nuevo tras las tablas, entre taurinos y aperos, lo recorrían con la vista, curiosos.

«Míralos… ¡La plebe del circo romano! Siglos después, seguimos siendo los mismos: el pulgar ávido de sangre sentencia a bestias y esclavos, a toros y toreros…

¡Qué mueran ya, que el público se va…!», filosofó aquel, sarcástico.

Ausente, ella miraba sin ver a nadie que estuviese fuera de su cabeza. Así, fue la reacción del público por otro color y sonido, el blanco del pañuelo presidencial y la música de tambores y timbales, la que la trajo de súbito al presente.

«Un niño muerto y aquel… a punto de jugársela donde hay que jugársela. ¡Ojalá pudiera cambiarme por el segundo, aunque acabara, y que Dios me perdone, como el primero!».

Se abrió la puerta de cuadrillas y…

10

…el festejo transcurrió, exceptuadas las reses, de manera feliz para todos: Vicente Romero, Niño de la Ermita, derrochó talento y facultades levantando olés y aplausos enfervorecidos de su legión de incondicionales.

Hasta que la ultima de aquellas pisó el albero. Nombre: Espartaco. «¡No me…!», se dijo Bilbao recordando su analogía romana. «¡Aunque no sé de qué, esto tiene que ser una señal!». Peso: 593 kilos.

Avanzada la faena, fue al inicio del último tercio, el de muerte, cuando sonó su Xmóvil.

—Jefe, estoy con Ayuso, el ingeniero —informó Medina—. ¡Lo tenemos! El hilo ha llevado hasta el ovillo: tenemos el registro completo del ojo.

—¡Fantástico! Ahora, palomitas y a disfrutar de la película.

—Quizá no sea necesario.

—¿Qué quieres decir?

—Que la prótesis ha sido implantada y está operativa.

Bilbao calló un instante, valorativo.

—¿Y podríamos…?

—¿…ver lo que él o ella está viendo? ¿En tiempo real? Claro. Y no se va a creer

quién es el miranda. Siga atento.

Se abrió la aplicación oportuna y, por un instante, Bilbao pensó que le tomaban el pelo.

«¡Si no lo veo,…!».

11

—¿Qué pasa? —preguntó Carmen reparando en la atención estupefacta del policía, dividida entre el ruedo y su Xmóvil.

—Esto pasa…

También perpleja, comprendió:

—N, no puede…

A modo de cámara reportera, el dispositivo mostraba el punto de vista de Vicente Romero, Niño de la Ermita: con él, ambos toreaban, muleta en ristre, al sexto natural de la tarde.

Observaron la emisión durante unos segundos: el tamaño y la proximidad del bicho asustaban. También a Carmen, inyectadas de pronto sus antiguas sobredosis de adrenalina torera.

Al cabo, rompió el tumultuoso silencio. Atónita, confusa:

—¿También él es deficiente visual? ¿Y, si es así, qué sentido tiene que el diestro de los deportivos y las mansiones, que cualquiera, en realidad, se enfangue con una prótesis robada a una víctima de asesinato?

—Tienes alma de policía… No te preocupes: pronto nos lo contará él mismo.

—No esperes. Detén la corrida —aconsejó, rotunda.

—Tiene los pasos contados. Ya me encargo yo.

—¡No es eso! Es el toro, su mirada… No es trigo limpio, créeme. Para la faena o

llegamos tarde.

—Tranquilízate. Es cuestión de minutos. No pasará

El grito unánime del público los sobresaltó.

El Xmóvil cayó al suelo. Bilbao ni siquiera advirtió su pérdida.

12

Vicente Romero, Niño de la Ermita, se aferró a la cornamenta de Espartaco mientras este cabeceaba, furioso.

Fue ineludible: el pasado reventó, muelle contenido, desgarrando a Carmen con aquella otra cogida. La suya. «¡NO! Otra vez, no…». Quitó una muleta y renqueó hasta el burladero más próximo.

—¡CARMEN! —exclamó Bilbao.

El estorbo de los presentes y lo insospechado de la acción provocaron que él llegase a la abertura cuando La Rodri, extorera recompuesta en los quirófanos y actual maestra taurina, ya se adentraba en la arena.

«Así es la vida: Dios da huevos y buena suerte a quien no tiene pelotas ni las merece», recordó Alfonso haberla oído decir en el programa aquel. «¡No lo hagas! ¡Por lo más sagrado, no lo hagas!».

—¡¿Dónde está la cuadrilla?! ¡¿A qué esperáis?! —Horrorizado, temió que Espartaco concluyese, años después, la intentona de Pendenciero.

13

El Niño de la Ermita salió despedido y aterrizó de manera extraña. No tanto por

la forma como por la excesiva contundencia y el duro sonido del choque.

Hasta Espartaco pareció sorprenderse. Antes de embestir.

Carmen atrajo su atención con la muleta protegiendo de ese modo al caído de la muerte. Arrancando, rediviva, un par de soberanos olés.

Los subalternos impidieron, «¡Por fin!», peores consecuencias.

Bilbao retiró a Carmen casi en volandas, tan rabioso como aliviado.

—¡¿Estás loca?! ¡Ha podido matarte!

—¿Y qué?

—¡¿Cómo que…?! —La abrazó de golpe, trémulo—. ¡No digas eso! ¡¿Me oyes?! ¡Nunca vuelvas a decir eso!

14

Atraída la guadaña a los corrales, el diestro siguió en el polvo. «¡¿Y qué miran?! ¡¡Ay, que lo ha matao!!». Envuelto por sus patidifusos servidores, el Niño de la Ermita yacía inerte y, de manera literal, desarmado, roto.

—Como mi Xmóvil… —confirmó Bilbao poco después—. ¡Quién lo iba a decir: resulta que el genio de la tauromaquia es… un androide! ¡Otra máquina!

—Otra mentira de las corporaciones… Como aquel supuesto tenor que comparaban con el clásico Domingo o como el supuesto futbolista sucesor de Messi… Otra marioneta disfrazada, en este caso de luces, para imitar y exprimir el noble arte. Ni más ni menos.

—Al bolsillo y a los sentimientos de toda esta gente les va a encantar. Y al juez también. ¡En fin…! Como los listos, quedémonos con lo bueno: el ojo de marras habrá

retratado, visual y moralmente, a asesinos y estafadores, y yo, en lo personal… —sonrió, inseguro.

Nostálgico.

—¡Por la montera de Juan Belmonte: ahora sí que me ha pillado el toro! —sentenció La Rodri, aturdida.

Notas:

[1]Llanto por Ignacio Sánchez Mejías. Federico García Lorca. 1935.

[2] Michael Crichton. 1973. En España, el filme se bautizó como Almas de metal.

[3] En argot policial, placa.


José Luis Díaz Marcos. Alicante, España. Ha publicado relatos en diversas antologías y webs nacionales y extranjeras. También es autor de sendas novelas: Paraísos de magia y fuego y Botij-Oh! Blog personal: www.la-estanteria-2.webnode.es


Foto portada tomada de: https://bit.ly/3wOgf79

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