“La ruina del vientre sacudido”: sobre la poesía de Cuzme | Iván Rodrigo Mendizábal

Por Iván Rodrigo Mendizábal

 

Dolido por el horror del terremoto que asoló la costa ecuatoriana el 16 de abril de 2016, el poeta mantense Alexis Cuzme escribió el poemario La ruina del vientre sacudido (Jaguar editorial, Quito, 2017). Se trata de un libro corto, con 40 poemas y una nota que encierran el sentir que el poeta muestra una vez que las imágenes del desastre aún persisten en la memoria y en los recuerdos.

El título La ruina del vientre sacudido toma parte de un verso del poema 7 el cual nos hace percibir como si estuviéramos enterrados, vivos, entre los escombros de alguna edificación derruida. La potencia de ese poema radica en colocarnos en el cuerpo del damnificado, del malogrado, acaso del vivo que aún siente y que no ha muerto o el muerto que siente que está aún vivo, exhalando acaso una esperanza:

“Sigo mirando la pared que no se mueve. / Escuchando la pared de susurros que no entiendo. / Golpeando la pared que no libera. / Pateando la pared que se empeña en sepultarme”.

La pared es la del sepulcro de la vivienda, de la misma socialidad que se percibe está del otro lado, acaso sufriente, acaso desesperada por oír rastros de los que aún permanecen sepultos. Y estos, todavía como cuerpos que sienten, entre el halo de esperanza y de desesperanza, y que están subsumidos por la oscuridad, tratando de horadar el mínimo espacio para ser escuchados; ellos, de pronto, en la voz de Cuzme, toman conciencia que la misma pared, el mismo sepulcro en el que han sido atrapados, es a la vez un vientre. Por ello, leemos en el verso citado: “Florece la ruina dentro del vientre sacudido”, devolviéndonos al título del libro que intentamos leer y connotar. Sí, es el cuerpo ruinoso que está atrapado. Sí, es el rastro del desastre que transforma al cuerpo en una ruina, cuerpo a la vez de la misma tierra, cuerpo a la vez del mismo pueblo sorprendido por el aliento de la muerte que sigue cosechando vidas a diestra y siniestra. Sí, ese cuerpo, ese Ser, esa tierra –antes madre, ahora sepulcro–, ese pueblo sorprendido por la muerte está dentro de un vientre sacudido, es decir, dentro de una matriz que no genera vida, sino que está por conocer, por hacerse amiga de la misma muerte.

Cuerpo y muerte son los ejes del poemario de Cuzme. Aunque quisiéramos pensar en el cuerpo como la entidad, como el lugar del Ser, el poeta metaforiza a partir de aquel el sentimiento de pérdida o de algo que surge a partir del quebranto. Leemos, así, “Despertar desde un cuerpo perdido en su boca, / un cuerpo que no se reconoce” (Poema 1). ¿Quién se despierta? ¿Y por qué desde un cuerpo, o sea, desde otro cuerpo? Claramente no es la entidad individual, es el organismo colectivo, es la propia gente que, en efecto, es sorprendida cuando el terremoto toma las calles y enrarece la atmósfera de los pueblos de la costa, siendo Manta uno de los lugares igualmente afectados. Despertar implica sacudirse; pero ese “desde”, es, si se quiere, el tremor del cuerpo de la muerte. La muerte misma se ha hecho cuerpo. Pero, como se hizo cuerpo en el cuerpo de la gente, el poeta señala que el cuerpo propio es un “pre cadáver”; además es un “Pre cadáver herido en su paz, / mi garaje emocional está invadido” (Poema 15). La muerte al hacerse cuerpo, invade, hiere, se toma al cuerpo vivo y lo transforma, le pone en el conflicto de estar trajinando en lo liminal.

Y si es así, el poemario, entonces evoca ese sentimiento contradictorio, esa impresión de vivir y estar muerto, de sentirse muerto, pero con la esperanza de volver a la vida. Así leemos: “Beberme desde mi descomposición. / Beberme desde mis toxinas alucinadas. / Negarme a la pureza” (Poema 4). Se trataría de mostrar que el cuerpo-yo está en esa tensión de vida-muerte. Pues el cuerpo, el individuo, el colectivo, intenta sentir, pero también parece estar consciente de que se descompone, de que el cuerpo ya no es lo que es sino, sino el “pre cadáver”, el momento previo a ser esqueleto, hueso, carne carcomida. La tensión es aún no entregarse del todo, por ello, reafirma la voz: “negarme a la pureza”. De ahí que se trate de “Huir de la llaga gangrenada, / que emana palabras que serpentean hacia la nada” (Poema 5). Es el dolor mismo, es el cuerpo mismo horadado, herido, malogrado; la voz de ese cuerpo, aunque diga cosas, aunque enuncie palabras, estas pronto se hallan vacías, se chocan con las paredes del sepulcro-matriz. ¿Acaso hago alguna ficción de lo que pasó durante el terremoto? No, Cuzme evoca y transmite, quizá con desesperación, quizá sin poder salir del estremecimiento de lo que vivió o lo que sintió, la incertidumbre de un momento –no el terremoto–, el propio acontecimiento que aún sigue extendiéndose y no se borra.

¿Y qué es el acontecimiento? La imagen de esta palabra por un instante origina también el pensamiento poético de Cuzme. Alain Badiou en Condiciones (Siglo XXI, México, 2002) plantea lo siguiente:

“para que se inicie el proceso de una verdad, hace falta que algo ocurra. Hace falta, diría Mallarmé, que no estemos en el caso de que nada haya tenido lugar más que el lugar. Puesto que el lugar como tal, o la estructura, no nos da sino la repetición, y el saber que ahí es sabido o insabido, un saber que está siempre en la finitud de su ser. El suceso, la ocurrencia, el suplemento puro, el incalculable y desconcertante añadido, yo lo nombro ‘acontecimiento’. Es, para citar una vez más al poeta, lo que ‘surge de la grupa y el brinco’. […] Una verdad comienza, indistinta, por surgir”.

Lo ocurrido, el terremoto, produce una verdad. Todo acontecimiento, que no es cualquier eventualidad, cualquier cosa, tiene como efecto la verdad. Se trataría ir más allá del lugar del suceso, hacia el corazón de un saber distinto, cuando el acontecimiento suscita remueve, descoloca, y nos pone en un quiebre. ¿Cuál es esa verdad? El poemario de Cuzme es el medio de expresión, sí, posiblemente de la reconstrucción de haber tocado el límite, pero en sí mismo, una historia que permite llegar a saber la verdad del acontecimiento. En ese percibir, el cuerpo-yo se constituye en una voz; es a través de ella que se quiere volver a reconectar, pero ya sabemos que una cosa es el antes, y otra el después; el poemario nos pone en la evidencia que el poder de la muerte es más fuerte, y a veces hace que el “pre cadáver” quiera renunciar:

“Soy / el / escombro / que / no / quiere / reconocerse, / el pedazo que no volverá / a amarse, / la hilacha quebrada que no busca, / que dejó de enaltecer / lo que el ambiente esperó / como última voluntad” (Poema 14).

Digamos que en el libro estos versos están publicados en la página correspondiente en forma de gradiente, con mucho espacio visual, como si fuere además un caligrama; cuando los organizamos tal como lo presento en este ensayo, notamos efectivamente la fractura, el quiebre incitado por el acontecimiento. Y así caemos en cuenta que no es el cuerpo entero, no es el cuerpo herido, el cuerpo atrapado entre los escombros; sino que además está fracturado, está destrozado. ¿Acaso no es mejor morir entonces? La voz dice que él es el escombro, el pedazo, la hilacha, es el “Tejido sepulcral” (Poema 36); ya no importará, según su expresión, si se le recupere, porque no será, ni se le verá como antes. Es la imagen de un pueblo que parece sentir que ya no es el mismo, porque está “Desfigurado en el hallazgo de la locura” (Poema 34). Este cuerpo-pueblo, que ya no es solo el cuerpo-yo, vive su transformación o en la muerte que topa, halla su transformación, toma conciencia. Obsérvese, en todo caso, que ese cuerpo no desea ser vencido por la muerte que se apropia de su cuerpo. Por eso leemos:

“Y soy el cuerpo que rasga en la partícula burlona, / el cuerpo que viaja hasta el pasado de tormentas, / rostros eléctricos, rituales de algarabía” (Poema 34).

Aunque transformado por la herida, aunque fracturado, la voz nos dice que sabe que lo que mantiene con esperanza es la memoria, es la conexión con el recuerdo. El pasado es el recuerdo que mantiene la llama viva: “Mis padres, / ¿qué será de ellos? / […] Mis padres, / ofertando su salud para salvarse ellos mismos” (Poema 11). Lo que más liga, es la familia, es el hogar, son los padres. O también la cotidianidad. Así leemos: “Derrumbado en la estación / recreo imágenes dictadas por la emotividad / y obeso de una ficción incuestionable, / sonrío”. Enfrentar a la muerte es con el sentimiento del recuerdo, de la familia, de la cotidianidad, de lo que en un momento pudo ser alegría. Y también gritando “Auxilio” (Poema 10) o diciendo a viva voz: “Mi nombre es auxilio, solo auxilio / auxilio decorado en miedo, / auxilio relleno de terror, “auxilio para compartir la superficie” (Poema 38). La voz desafía, denuncia a la muerte, porque por su efecto, “El territorio está invadido” (Poema 38).

Entonces planteemos que el cuerpo-pueblo ha sido capturado y fragmentado por la muerte que se corporiza: es la muerte-cuerpo. Cuzme pregunta poemáticamente: “¿Cuántas posiciones ensaya la muerte? / ¿Cuántos gritos reúne en su multiplicidad funesta?” (Poema 16). Grandes preguntas para denotar/explicar la muerte. Las preguntas son, por otro lado, la expresión de la manifestación indecible de la muerte. Posiblemente, quizá incluso el yo esté repesando un verso, con esas posiciones-movimiento, esos gritos que encierra, y acaso estén expresados en el propio sentir del halo de la muerte: “No hinques mis ojos, niño de sangre y lodo” (Poema 17). Seguramente el poeta no habla de aquella, o acaso hable de ella como un niño, como un “niño desconocido y salvaje” (Poema 17).

Pero más allá de querer identificarle, aunque se escapa lo que puede ser la muerte, el poeta sí le huele: “La muerte huele a diluyente” (Poema 24), o sabe de su imperecedera presencia: “Guardián de la abominación” (Poema 29), o quizá es una presencia inasible: “Tacto y carcoma / la parte que se evapora en el jardín de hierro” (Poema 35). Los versos parecen trasuntar que desde el cuerpo-pre-cadáver se puede sentir más cerca la muerte. No cuando se está “completamente” vivo.

Es acá donde estaría el misterio, o mejor dicho la verdad, en el tono de Badiou que se trataría de develar en el libro La ruina del vientre sacudido: se puede hablar del cuerpo, de los cuerpos, del sentir a la muerte, pero no se puede decir en concreto su naturaleza sino a través de una mediación de una palabra: el horror.

La idea del horror es lo que atraviesa o lo que subyace en las imágenes que se evocan por medio de los versos y los poemas. En un ya consagrado libro de Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas (1899), esta palabra era pronunciada por un ominoso personaje encerrado en el corazón de una selva inhóspita, el cual, si se quiere, se habría apropiado, habría subsumido los cuerpos de los esclavos a su voluntad y destino, construyendo un lugar tenebroso. ¿Qué es lo que se apreciaba entonces con la novela de Conrad y, sobre todo, con esa palabra repetida dos veces: “El horror, el horror”? El mal en sí mismo.

La vida es el bien. El mal es lo que la destruye: la enfermedad, la herida, la gangrena…, el mismo terremoto que lapida convirtiendo a los vivos en cadáveres vivos hasta que finalmente huelen, agotan el oxígeno y huelen a la muerte, la cual, por otra parte, ya se ha hecho cargo de los cuerpos-pueblo. Pero el mal superior, el mal indecible es lo que encierra la muerte. Y eso es el horror. En Conrad, el mal superior, lo que es el mal en sí mismo, como naturaleza contenida en el interior mismo del Ser, el cual no se le puede describir, no se le puede definir, es el propio horror. Cuzme, entonces, habla del horror. Su voz de poeta, ante lo que ve, ante lo que conoce, ante lo que percibe, huele, toca y se asfixia, ante eso que prevalece como una atmósfera oscura, finalmente no puede decir más que es el horror como verdad. A la muerte no se le puede describir de manera cierta, y apenas se lo puede hacer queriendo materializarla según la existencia de uno mismo. Pero la muerte está más allá de toda imagen, de toda representación. Y acá está el poder del poema, de la poesía, como territorio de significaciones nuevas, de palabras que deben producir significancia –pienso en Roland Barthes, en Lo obvio y lo obtuso: Imágenes, gestos, voces (1982)–. Cuzme escribe sobre el horror, pero el lector tiene que llenar de sentido el libro, el verso; debe apropiarse de lo que está mostrando Cuzme.

“El horror afila sus imágenes”, escribe Cuzme en el Poema 2. Es interesante lo que hace el poeta en La ruina del vientre sacudido: el cuerpo-pueblo está determinado por el mal y es así como hace que pronuncie desde su Ser de su dolor, de su desesperación; luego, cuando concibe esto, sabe que tal determinación es la misma muerte, con su rostro de niño, pero de horror; es ahí entonces que nos damos cuenta que en el interior de los versos, la tensión entre querer ser apropiado, determinado por la muerte, la voz-pueblo, ansía no someterse hasta el final ante la voz-muerte. Por eso leemos, cual, si fuera una especie de imputación, de esa lucha acerca del horror que afila sus imágenes: los versos están en tensión entre las imágenes-versos de la voz vida y de la voz muerte. El poeta hace el ejercicio de capturar las palabras y de querer inscribir la esperanza en ellas. Al principio, cuando afirma, “Mi voz es una trampa” (Poema 8), conoce que la lucha con el mal superior es tarea titánica; y es ahí donde declara: “El charco de sus palabras yace acumulado en mí” (Poema 9); a la par que está consciente de que debe reapropiarse de su cuerpo, el cuerpo-vida: “No sueltes los tejidos / me digo” (Poema 13), hasta saberse que eso lo ha logrado –acaso sea la imagen de que el cuerpo-vida-pueblo no ha sucumbido del todo–, hasta declamar: “Pero hoy, fuera del vientre, no acepto el horror” (Poema 40). Cuando se cierra el conjunto de poemas aparece este potente verso, declaración de una batalla ganada en medio de una guerra eterna contra la muerte en sus distintas facetas, posiciones, olores o vestimentas, en su verdad oculta. Es claro entender, de este modo, que la vida asemeja al Ouroboros, la serpiente que se muerde a sí misma, metáfora de la vida y la muerte siempre conectadas: “Ouroboros en el secreto del abismo: / soy mi carroña y mi sustento”. Con Cuzme sabemos que el horror de la muerte está al otro lado de nuestra vida, pero es preferible vivir… La verdad es esa.

La ruina del vientre sacudido, por lo dicho, es un libro refundador de la literatura poética joven ecuatoriana. Provoca una intensa significancia. Más allá del terremoto de 2016, los versos nos ponen en el territorio de un mundo al que debemos ver con otros ojos: eso es poesía.

 


Iván Fernando Rodrigo Mendizábal. Doctor en Literatura Latinoamericana por la Universidad Andina Simón Bolívar – Ecuador. Magíster en Estudios de la Cultura por la Universidad Andina Simón Bolívar – Ecuador. Licenciado en Ciencias de la Comunicación Social por la Universidad Católica Boliviana San Pablo. Profesor invitado de la Universidad Andina Simón Bolívar – Ecuador. Autor (entre otros) de: Análisis del discurso social y político (junto con Teun van Dijk), Cartografías de la comunicación (2002) y Máquinas de pensar: videojuegos, representaciones y simulaciones del poder (2004), Imaginando a Verne (2018), Imágenes de nómadas transnacionales: análisis crítico del discurso del cine ecuatoriano (2018) e Imaginaciones científico-tecnológico letradas (2019).

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