Un camino equivocado | Mariana Falconí Samaniego

Por Mariana Falconí Samaniego

(Colaboración especial para Máquina Combinatoria)

 

Allí estaba, inmóvil, desoladamente quieta, dentro de su caja de cristal y madera. Parecía una virgen de Legarda. La palidez del rostro resaltaba aún más por el carmín con que trataron de maquillarla.

Tenía los labios entreabiertos y una extraña sonrisa suavizaba su expresión. Extraña sonrisa, sí, porque sé cuánto amaba la vida y con qué fuerza se aferraba a ella.

Sé que luchó hasta el último momento para vencer la enfermedad que lentamente se apoderaba de su cuerpo, pero su empeño fue inútil. Le ganó la muerte.

Y ahora, mientras la contemplaba dentro de su ataúd, con cierta morbosidad, no pude evitar sentir remordimiento al recordar que hacía más de un año que dejé de verla. Y allí de pie, con el estupor que causa contemplar tan de cerca la muerte, comencé a recordar.

La conocí en la Universidad Central, allá por los años setenta, cuando ingresé a estudiar arquitectura, era provinciana como yo, no de la Sultana sino más al norte, de Ibarra.

Coincidimos en el mismo curso y tal vez por ser las dos únicas mujeres dentro de un predominio exclusivamente masculino, empezamos a intimar desde el primer día de clases.

Llamaba la atención por su rostro vivaz, de ojos negros penetrantes. No era bonita, pero tenía algo que la hacía atractiva, tal vez el desenfado de su sonrisa o quizá el abundante cabello negro y rizado que demarcaba su anguloso rostro y suavizaba sus facciones.

Era inteligente, si, no cabía duda. Desde el primer momento daba muestras de ello, ya sea dentro del curso cuando hacía interminables preguntas a los profes o cuando nos uníamos al grupo de estudiantes de cuarto año, en el bar de la facultad, donde discutía de cualquier tema que estuvieran tratando, sin amilanarse. Tenía madera de líder.

Se llamaba María, bromeaba a menudo sobre su nombre.

—Mi madre, devota de la virgen —decía—, me fregó poniéndome este ridículo nombre.

—Es un nombre con historia —le respondía—, tratando de consolarla. Fíjate en el mío: Lola, tan simple y vulgar. Reíamos entonces sobre este banal tema.

Le gustaba la política y se metió de lleno en el trajín universitario.

A veces me arrastraba con ella a las reuniones interminables donde no solo se discutía sobre las estrategias del partido para dominar todas las facultades, sino que se consumía generosamente “cristal”, un licor barato que estaba al alcance del bolsillo estudiantil, matizando con una que otra chupada de hierba, entonces el ambiente se volvía candente y era un retorcerse de cuerpos y gritos destemplados.

Yo me escapaba apenas aquello comenzaba, al cuarto de la avenida América, cercana a la universidad y que hace pocos días empezamos a compartir.

Vivía la vida con desenfado, cambiando de novio aceleradamente. Yo, con mi espíritu de provinciana, arraigado todavía en el fondo de mi conciencia, con atávicos prejuicios, no conseguía conciliar mi forma de pensar con el de ella.

—La vida hay que vivirla intensamente —solía decir—, no seas mojigata, disfrútala. El tener sexo con tu enamorado es lo más normal del mundo, es lo único que te sacude y te hace sentir plenamente mujer.

—Pero… ¿Y el matrimonio? Solía responderle. ¿Acaso no deseas casarte y llegar al altar vestida de blanco?

Una sonora carcajada me respondía. ¿El matrimonio dices? Es una pendejada. No pienso atarme a ningún fulano.

—Ay, mi’ja —me decía— yo no sé como piensas así y te conformas con tiernos besitos con tu novio, total, aquí ya todas las chavas que conozco andan en sus cosas. Escuchándola hablar así, callaba el secreto de mi virginidad, sintiéndome totalmente anticuada.

A pesar de tantas diferencias la llegué a apreciar mucho.

A menudo solía recurrir a mi consejo cuando tenía alguna inquietud que por si sola no podía resolverla, como aquella ocasión que no había tomado la píldora y quedó embarazada.

—¿Qué hago amiga? —me preguntó muy preocupada—. No puedo tener este hijo y la verdad no sé ni de quien es —en ese entonces andaba con dos compañeros suyos, militantes políticos.

Una tarde, apresuradamente me pidió prestado dinero, sin querer explicarme para qué lo necesitaba, solo me comentó que se iba hasta la Colmena, un barrio marginal de la ciudad a arreglar cierto asunto.

A la noche regresó terriblemente pálida y tambaleante.

Me asusté de verla así y le pregunté qué le había sucedido.

—Me hice un aborto —dijo.

—Dios mío —exclamé— qué locura has cometido.

—No seas tonta —respondió— esto lo hacen las chavas en estos tiempos, es normal para salir del maldito apuro.

No sé si en el fondo lo admiraba por ese espíritu suyo tan fuerte y duro.

Por esas cosas que pasan, estando en tercer año, contraje matrimonio con mi novio de provincia quedando enseguida embarazada por lo que tuve que retirarme de la Facultad pues tenía unos estragos que me mataban.

Dejé entonces de verla y frecuentarla pues a mi marido no le hacía gracia la vida disipada que María llevaba.

Sin embargo, cuando por imperativos de trabajo, él viajaba, quedándome sola, añoraba el torbellino que viviera al lado de María, las locas fiestas, las tardes que asistíamos a festivales de música rock o cuando concurríamos a mirar las exposiciones de pintura en los museos de la ciudad.

Recordaba las noches que a veces pasábamos en casa de alguna compañera, trabajando en los temidos proyectos arquitectónicos que cada semana debíamos presentar y cómo luego nos poníamos a tocar guitarra y cantar al amor, a la vida, a la pobreza y al hambre, estaba de moda entonces la música protesta y con solo un pan en el estómago aguantábamos toda la noche cantando y soñando.

Pasó un largo tiempo y un día que por casualidad pasaba por el Ejido, la encontré instalada sobre la hierba, pintando bocetos y retratos de personas.

Me alegré de verla, la observé desmejorada y me contó que había abandonado la Facultad y que ahora se dedicaba a trabajar de retratista ambulante; que últimamente no se sentía bien, los médicos le dijeron que tenía una rara enfermedad que le bajaba las defensas pero que a ciencia cierta no se sabía lo que era.

Me presentó a su nuevo amante quien instintivamente me causó repulsión por el agrio olor que despedía, por su ropa sucia y su melena grasienta.

Me despedí y me alejé pensando los caminos equivocados que tiene la vida. Me dolía que una mujer como ella, con una inteligencia tan brillante terminara de aquella manera. La encontré una vez más luego de varios meses, me comentó que su amigo había muerto la semana pasada víctima de una congestión pulmonar súbita y misteriosa.

La vi pálida y ojerosa, con una mancha oscura en el cuello, le pedí que se cuidara.

—No seas tonta amiga —me dijo— me siento mejor que nunca, sigo disfrutando de la vida como siempre.

—Fíjate que esta noche vamos a reunirnos varios cuates en la Amazonas, te invito a recordar viejos tiempos.

Anoté la dirección de la cervecería y no sé si fue por curiosidad o por evadir la soledad que en esos momentos me encontraba, que asistí al lugar. Era un pequeño bar con dibujos estrambóticos y a media luz, apenas me vio me integró al grupo. Pasé una noche extraña. Definitivamente era un mundo que no estaba conmigo: la cerveza a raudales, el ruido ensordecedor, el frenesí del baile, el verde olor de la marihuana y opacando a todos con su desbordante vitalidad, María, con su halo extraño de palidez. Parecía que la vida se hizo para ella sola.

Hablaba a borbotones del arte cubista, de política, del carajo de la filosofía existencial, de la ridícula burguesía de su familia que criticaba su forma de vivir.

Aquella noche salí del lugar con cierto pesar en el alma, recordando sin saber porqué aquellos versos de Nervo: “porque sé que al final / de mi rudo camino / yo fui el arquitecto / de mi propio destino…”

Pensé también que su condición de hija única al lado de unos padres preocupados sobre todo de sus compromisos sociales, la habían hecho así.

Tuve el presentimiento de que tal vez ya no la volvería a ver.

Pasó un año desde este episodio, cuando de pronto cierta mañana me desperté pensando en ella con una premonición heredada de algún ancestro y que me invadía presagiándome desgracias. Al notar mi estado de ánimo, mi marido torpemente empezó a hablarme de si tal vez me estaba llegando la menopausia. Lo fulminé con la mirada y me encerré en el baño.

Al salir, sonó el teléfono, era un ex compañero de Facultad y uno de los amantes de María quién me comunicó que ella había fallecido aquella madrugada en el hospital Eugenio Espejo, no se sabía de qué exactamente, era una extraña enfermedad que había minado todas sus defensas.

Y allí estaba yo, ante su féretro, vestida de negro, con lágrimas que me brotaban hacía dentro, mirándola y pensando: ¡Qué carajo… los caminos de la vida son tan extraños!

 


Mariana Falconí Samaniego, Poeta y Narradora Ecuatoriana, escribe desde los 20 años en que descubrió la magia de la palabra. Tiene publicados 9 libros en poesía y 41 libros en cuento y novela infantil y juvenil. Su poesía ha sido traducida al portugués y francés y uno de sus cuentos infantiles fue traducido al chino mandarín. Pertenece a la Sociedad Ecuatoriana de Escritores y otros grupos culturales. Obtuvo el premio Nacional de Poesía Gabriela Mistral 2001.

 


Foto portada tomada de: https://pixabay.com/es/photos/mujer-embarazada-madre-mujeres-1209322/

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