Por Carlos Enrique Saldívar
(Colaboración especial para Máquina Combinatoria desde Perú)
Su nombre era Donato, el pequeño Donato. Tenía seis años recién cumplidos y era muy movedizo, más que otros niños de su edad. Era también muy obediente.
Amaba a sus padres y a sus dos hermanos mayores.
No sabía por qué le habían puesto ese nombre, pero aún estaba muy pequeño como para entender el significado o enojarse por aquel nombrecito que, en realidad, no le disgustaba. No comprendía aún muchas cosas, entendía el placer y la tristeza; no obstante, su mundo permanecía cubierto de símbolos fugaces que hacían irradiar destellos multicolores en su inocente alma. No le importaba nada más que hacer caso, ser bueno, estudiar y tener juguetes de vez en cuando, con los cuales divertirse a solas. Sus padres le adoraban, sus hermanos lo querían; a pesar de ser mucho más juguetón que otros infantes, no era travieso. Era curioso, grácil y ocurrente. A menudo formulaba preguntas sobre cosas básicas de la vida y la naturaleza, de las que a veces siempre recibía las respuestas deseadas:
—Mami, ¿por qué no podemos ver de frente al sol?
—Porque te malogras los ojos, nene, por eso.
—Papi, ¿por qué no podemos ver en la oscuridad?
—Pues… porque no hay luz, Donato.
—José, ¿qué es eso?
—Es una catarata, Donatin.
—¡Guau! ¿Y por qué el agua cae hacia abajo?
—Ay, porque ni modo que caiga hacia arriba.
Le gustaba mucho la luz, no por ello temía demasiado a las sombras. Había escuchado algunas historias acerca de monstruos que solo salen en la oscuridad, pero estas no le asustaban realmente. Los tiempos cambian y aquel día todo fue normal. A las nueve de la noche ya estaba terminando de comer su sopa a la que su madre había agregado un poco de arroz para que se llenara. Se alimentó con avidez, aunque no terminó la ración. Su mamá les ordenó a sus dos hijos mayores que lo acostaran porque ella tenía que salir con su padre.
Una noche típica, una noche más de soledad.
Donato se lavó y se puso su pijama. El día anterior había cumplido seis años y todavía mantenía todas las atenciones de su familia. Quizá las mantendría por unos días más. Era el gozo de ser el menor de los hijos. Se colocó su pijama azul y fue a su cuarto propio. Se recostó en su enorme cama y comenzó a pensar en mil cosas. En realidad, no sentía mucho sueño. Miguel, su hermano, subió a los diez minutos. Donato aún seguía despierto. Tenía la luz encendida. Miguel iba a apagarla, pero decidió no hacerlo. El niño le habló:
—¡Mi mamá me dijo que podía tener prendida la luz!
Su hermano se acercó a él y lo quiso besar en la cabeza, Donato se tapó juguetón con las sabanas y se rio. Miguel se dispuso a retirarse, diciendo:
—Hasta mañana, cabeza de balón.
Luego se encerró en su habitación a oír algo de música con su discman.
No había presión aquella noche. El día siguiente sería domingo y todos podrían descansar. José se había quedado en el piso de abajo, mirando televisión con su enamorada.
Donato estuvo solo, echado en su amplio camastro, mirando boca arriba al techo blanco de la habitación. Estaba cubierto solo con una sabana y un cubrecama ligero. Observaba la pared e intentaba cerrar los ojos para dormirse. Atisbó la puerta de su cuarto, estaba entornada. Podía levantarse e ir a espiar a su hermano abajo… Pero mejor no. Podría enojarse con él. Se puso de costado e intentó dormir, sintió la suavidad de la almohada, cerró los ojos y… escuchó un ruido sobre sí. Miró nuevamente, escrutó el foco, no por mucho tiempo porque su brillo de solidez fantasmagórica laceraba sus irises. No podía verlo con fijeza porque le hacía cerrar los párpados. No obstante, había algo en el foco…
Donato abrió los ojos. No podía dormirse todavía. Sabía que mirando boca arriba nunca lo conseguiría, debido a la penetrante luz de la bombilla. Hubo un sonido en el techo, miró a la causante, una polilla que había chocado con el foco de manera brusca. No le daban miedo las polillas, de hecho, eran lentas y torpes. Había matado a varias con sus manos. La polilla era atraída por la luz. Su madre le había contado sobre esto. Donato se sentó en la cama para mirar mejor. Al segundo, la polilla había desaparecido. Miró por los alrededores, se preguntó dónde estaría el animalito. No estaba en el techo ni en las paredes, ni en ningún rincón cercano. Qué pena, quería aplastarla. La olvidó, se recostó de lado y cerró los ojos.
Aún podía ver la luz a través de sus párpados. Brillaba en varias tonalidades frente a su rostro, pero detrás de sus párpados adoptaba formas siniestras. El niño jugaba a inventar seres fantásticos hechos de luz. El pequeño abrió los ojos y casi gritó. Se asustó mucho cuando creyó observar una cara que salía desde dentro de la bombilla. Fue por uno o dos segundos, de inmediato lo atribuyó a su imaginación. No, no había nada raro ahí. Miró detenidamente la bombilla y su brillo, las formas que colgaban del techo y los intensos rayos emitidos en una y otra dirección. El niño soportó el exceso de luminosidad en sus ojos y vio lo único posible en ese radio de visión: el foco que sobresalía de la lámpara de techo, la cual colgaba de un pequeño tubo metálico empotrado. Redonda, muy simple. La bombilla esférica con su raíz interna refulgente y su cola gruesa enroscada a su base.
Solo el foco brillando.
Ahora Donato cierra sus ojos.
Se pregunta porque su cuarto tiene un foco tan feo. Toda su casa está repleta de esos semiredondos y deformes focos ahorradores; incluyendo su cuarto. Una esfera blanca es el medio por donde la luz se irradia. Olvida sus pensamientos. Es muy pequeño todavía para reclamar sus derechos. De nuevo no puede dormir. Se coloca de costado, esta vez hacia la izquierda y cierra los ojos. La brillantez aún lo alcanza. Piensa en apagar la luz. No se anima a ponerse de pie. Las sombras le dan miedo, sin embargo, este brillo es estremecedor también. Si elimina a la luz, ¿no se enojará acaso la cara que vio nacer desde el foco?
Su rostro daba a la pared. Cerró los ojos. El brillo aún penetraba en sus ojos, a pesar de tenerlos cerrados. Parecía aumentar cada vez más. Se puso nervioso, las sombras del armario y la ropa colgada se hacían más negras. La luz aumentaba. Donato no quería ver aquella esfera de vidrio, pero lo hacía de rato en rato. Sobre todo, cuando escuchó otro ruido muy misterioso provenir de la luz. Era algo que le llamaba.
Miró con detenimiento la bombilla y solo vio el resplandor que salía de esta. Dicha luz era muy hermosa, muy intensa, parecía adoptar formas fabulosas, de animales, de plantas y héroes medievales. Alguna vez su hermano mayor, el que estaba en la otra habitación, le había contado una historia para dormir acerca de cómo la luz eléctrica seducía a los hombres atrayéndolos hacia sí, a fin de que sus cuerpos se desintegraran y formaran parte de esa lumínica energía. Así alejaba a la gente de sus familias. Donato pensó en que no era un héroe épico, sino un niño. No obstante, sabía que había algo raro en aquellos destellos. Entró a un estado catártico. No podía moverse sobre la cama. Se hallaba con los ojos y la boca bien abiertos, se sentía flotar sobre las sabanas, percibía mucha luminosidad inundando la habitación, como en un día muy soleado. Demasiada luz que ya no laceraba sus ojos. No le molestaba. Era como ver al sol de un modo distinto, con lentes. Recordó las palabras de su madre, no era del todo cierto que la luz era peligrosa, los niños buenos nunca son separados de las personas a las que aman. Aquel sol se ensanchaba emitiendo destellos que creaban figuras geométricas, las cuales bailaban y giraban en toda la estancia.
El foco era el astro rey. La energía aumentó de pronto, llenando todo el pequeño espacio. Una forma cuasi-humana hecha de luz empezó a bailar frente al niño. Lo hizo por algún tiempo hasta que se encogió, quedando solo un rostro que ya no daba miedo, una faz humana. Donato escrutó aquel rostro armónico, sonriente, y se vio a sí mismo, como en un incandescente espejo. Sintió que su cuerpo era recorrido varias veces por una débil energía eléctrica. Recordó que alguna vez su padre mencionó que cuando la corriente pasa por el cuerpo con demasiada fuerza no electrocuta a la víctima. El infante pensó que tal vez ese era el caso. Demasiada electricidad. De pronto vio relámpagos refulgir, átomos estallar cuando aquella misteriosa cara desapareció. Rayos que electrocutaban la cama, el armario, la ropa en el bastidor, las paredes, el suelo, la puerta cerrada, la ventana. El foco creció hasta ser techo y cielo a la vez. Donato se sentía reconfortado con dicha aurora mágica.
El fenómeno no era más fuerte que él. Pronto pudo moverse y podría haber retornado hacia abajo. En cambio, se dejó seducir por aquella estrella multicolor. Le atraía, le jalaba con demasiada fuerza. Sintió que su cuerpo volaba. De repente, muchos seres extraños, parecidos a insectos, semejantes a polillas, aunque hechas de luz pura, le rodearon. Los distinguía porque su brillo era amarillo, en tanto que el otro fulgor era blanco. Luego vio a otros seres de distintos colores: luz roja, luz azul, luz verde, luz naranja. Pensó: estos seres son los que llaman a las polillas. Después vio a otras entidades, escarabajos gordezuelos hechos de luces púrpuras. Miró otras criaturas en forma de gusano hechas de luces celestes, las cuales flotaban. Vio algo muy extraño: formas humanas que aparecían y desaparecían en un abrir y cerrar de ojos. El brillo de estos seres era rosado. Otro hecho raro: Cuando el niño cerraba los ojos, percibía todo aquello como si tuviera los ojos abiertos. Niños, hombres, mujeres todos vivían en la luz eléctrica.
Ahora Donato viviría con ellos. Sintió que era recargado y transformado completamente. Sintió un gozo muy inmenso, algo que nunca tuvo en su vida. Un amor como nunca tuvo cuando estaba con su madre. Ya no quiso volver con su familia. No podía extrañarlos. Era insólito, sabía que algo andaba mal, pero no podía hacer nada. Solo era un infante en vías de ser derrotado por un fenómeno más allá de toda imaginación. Se dejó vencer. Notó que su pijama se desintegraba. Su piel, blanca y pecosa, se ensanchó, sus ojos se llenaron de abundante luz. No sintió su cuerpo, no pertenecía ya al mundo del cual había partido. Ahora era una criatura por completo distinta. Era luz, brillo, color. En ese momento reaccionó.
No. No quería irse. Escuchó voces. Su padre, sus hermanos. Su mamá.
—¡Mamita, mamita, mamaaaaaá! ¡No quiero irme! ¡Mamá, ven, ayúdame! —gritó, sin embargo, su voz no provocó ningún sonido.
En aquel universo las leyes físicas no eran definitivas. Un halo de luminosidad se percibió en ese firmamento personal y, de repente, estalló en billones de átomos de esencia que parecían despedir gritos de tristeza. Y, al mismo tiempo, de horror. Dichos átomos volaron cerca de la lámpara, salieron despedidos a través de la bombilla como chispas. Una polilla salió espantada del borde de la esfera de vidrio hacia el centro de la habitación. Hubo pequeños fulgores que rodearon la parte alta de la estancia y se reflejaron sobre la cama. De inmediato, desaparecieron en su totalidad.
El hermano mayor sintió la falla eléctrica mientras besaba a su novia. La película de acción frente a ellos no les interesaba. Las luces parpadearon tres veces seguidas.
El otro hermano también percibió dicha falla mientras leía en su habitación. Salió de allí, preguntándose qué había pasado. ¿Querrá irse la luz? De pronto, sonrió por la ingenuidad de aquella frase. A menudo la gente piensa que la luz o el agua actúan como seres pensantes. Una idea que, si se oye bien, es absurda. Miguel caminó por el pasillo hacia el cuarto de Donato y lo contempló sobre su cama con la cara de costado, dormido, en un sueño tal vez profundo. No se dio cuenta de que su hermanito estaba pálido. Apagó la luz del cuarto y volvió a dejar la puerta entornada. Le pareció que la oscuridad que se cernía en la habitación era quebrantada por un tenue resplandor. Desechó al momento esa inquietante meditación y se retiró.
Los padres llegaron a las tres de la madrugada. Los hijos mayores ya estaban dormidos. La madre fue a ver su hijo menor. Penetró a oscuras en su habitación para darle un beso. Se lo dio. No se percató de la anormal frialdad del cuerpo. Lo tomó y lo acomodó porque estaba con el cuerpo hacia arriba, mirando a un lado, una postura muy incómoda. No respiraba, la madre lo notó al poco rato. Intentó hacer que Donato despertara. No pudo conseguirlo.
La madre encendió la luz. Luego gritó, chilló llamando al padre que estaba en el baño sacudiéndose los rastros de tabaco de su traje. Los hermanos mayores se despertaron con los alaridos y acudieron. El padre penetró en la habitación, angustiado. La madre lloraba, deshecha. No supieron ni sabrían nunca cómo perdió su inocente vida el pequeño Donato.
En el fulgor de la bombilla había chispas que revoloteaban y que simulaban la emisión de un pequeño grito, casi imperceptible para el oído humano. Por esa razón nadie lo oyó. La luz retornó al foco.
En algún lugar cercano y, al mismo tiempo, lejano ocurría esto:
Cables de alta tensión abarcan rincones inexplorados, gritos de felicidad nacidos en un determinado lugar que ahora viajaban a una velocidad impresionante a través de millones de kilómetros entre mundillos de energía que fulguraban como halos de interminable brillantez. Una criatura incorpórea había desarrollado una nueva conciencia y avanzaba a través de flujos de corriente, penetrando en hogares ajenos, en donde veía personas, cosas y escenas; luego escapaba al exterior en donde podía chispear y jugar a gusto. Se deslizaba, dejando atrás a otros seres similares, de formas amenas, que le sonreían con fugacidad. Era energía pura y se desplazaba manteniendo la esencia de su núcleo. Mientras recorría aquellos caminos radiantes, adornados con pequeñas tormentas eléctricas, emitía un agudo sonido. Provenía de una tenue, aunque intensa, voz infantil. Parecía decir:
—¡Yupiiiiiiiiiiiiiii!
Carlos Enrique Saldívar (Lima, 1982). Estudió Literatura en la UNFV. Es director de la revista impresa Argonautas y del fanzine físico El Horla; es miembro del comité editorial del fanzine virtual Agujero Negro, publicaciones dedicadas a la literatura fantástica. Es director de la revista Minúsculo al Cubo, dedicada a la ficción brevísima. Finalista de los Premios Andrómeda de Ficción Especulativa 2011, en la categoría: relato. Finalista del I Concurso de Microficciones, organizado por el grupo Abducidores de Textos. Finalista del Primer concurso de cuento de terror de la Sociedad Histórica Peruana Lovecraft. Finalista del XIV Certamen Internacional de Microcuento Fantástico miNatura 2016. Finalista del Concurso Guka 2017. Publicó el relato El otro engendro (2012). Publicó los libros de cuentos Historias de ciencia ficción (2008, 2018), Horizontes de fantasía (2010) y El otro engendro y algunos cuentos oscuros (2019). Compiló las selecciones: Nido de cuervos: cuentos peruanos de terror y suspenso (2011), Ciencia Ficción Peruana 2 (2016), Tenebra: muestra de cuentos peruanos de terror (2017, 2018) y Muestra de literatura peruana (2018).
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