En el nido | Lastenia Larriva de Llona

Por Lastenia Larriva de Llona

(Publicado originalmente en La Mujer, revista mensual de literatura y variedades no. l, del l5 de abril de l095, Quito, pp. 9-l2, escrito en julio de l895 en Guayaquil)

 

“Aún hay arte, hay amor y hay poesía”

Numa P. Llona

 

Enferma del cuerpo y enferma del alma me sentía, cuando mi buena suerte dispuso que la simpática autora del bellísimo poema En el Nido quisiera obsequiarme con la lectura de esas estrofas; y espíritu y materia se aliviaron de sus dolencias como por encanto al escuchar los hermosos versos que el amor maternal, que se desborda de su tierno corazón, le ha inspirado.

Algunos días han transcurrido ya desde que Mercedes González de Moscoso me leyó su poesía, y aún vibra dulcemente en mis oídos el eco musical de su voz; aún los halaga su recitación melodiosa, cuyo acento ligeramente trémulo acusaba la emoción que la poseía al revelar a otras almas los íntimos sentimientos de la suya, esos sentimientos recónditos que son como la esencia misma del ser; y que la mujer honesta y pudorosa oculta instintivamente del vulgo profano, por más que ellos sean tan santos y tan puros como los afectos que hacen resonar las cuerdas de la lira de esta poetisa, lira consagrada siempre a cantar las dichas y a llorar las penas del hogar.

En el Nido, se llama el poema, y en verdad que ningún otro título podría convenirle tan bien como este, que desde el momento en que le vemos escrito en la portada del libro predispone nuestro ánimo a saborear algo de muy tierno, de muy dulce, de muy fresco; algo así como gorjeos de pájaros o arrullos de torcaz en el bosque en suave mañana de primavera. Y no nos engaña la esperanza, porque En el Nido es el canto amoroso y conmovedor que la tórtola modula al acariciar a su prole; y en el nido, en el blanco, tibio y perfumado nido que el amor maternal ha mullido se abriga con María, la adorable y gentil adolescente a quien el poema está dedicado, la graciosa niña que hace exclamar a la autora de sus días con santo orgullo:

“Al amparo de mi amor

vas creciendo alegre y bella,

blanca, solitaria estrella

en mis noches de dolor.”

¡La inocente y tímida avecilla que no conoce todavía el mundo sino los cuidados y caricias maternales!

¡Escucha, escucha, dichosa criatura, con tu alma toda entera las dulces lecciones de tu noble madre! Cuando obedeciendo a las ineludibles leyes de la naturaleza dejes el calor de sus alas, y segura ya de las tuyas emprendas el vuelo y te lances en desconocidas regiones, esos cantos que tu memoria te repetirá fiel y amorosamente serán tu brújula más segura, tu escudo más invulnerable en el azaroso y oscu­ro viaje de la existencia. Así se lo dice ella, no en la vulgar y árida prosa en que yo escribo estos renglones, sino en inspirados y armoniosos versos:

“Ya que dulce venturanza

no podré jamás legarte

¡déjame, déjame amarte

como a mi única esperanza!

El amor todo lo alcanza;

hoy de mi alma dolorida

tú eres la luz… En tu vida

cuando de mí te halles lejos,

quizá mis tiernos consejos

sean tu mejor egida”.

En seis cantos está dividido el poema. “Dios”, “Patria”, “Hija, “Esposa”, “Madre” y “Mi Ultimo Canto”: he aquí sus títulos. Me considero incompetente para decidir cuál de ellos es el mejor. Todo lo que puedo afirmar es que los seis están escritos con la savia del corazón de una madre amantísima,

Lo que con el alma se expresa, al alma va directamente. Los versos de Mercedes González han penetrado en la mía como por derecho de conquista, y se han enseñoreado de ella. Lo siento; pero no puedo ni quiero analizarlos. La mujer, la madre, les da todos sus votos en favor y no consienten en escuchar el dictamen de la escritora que podría venir armada del criterio de la fría razón. Si la autora ha sabido tocar las fibras mas sensibles y delicadas de mi ser; si me ha hecho gozar, si me ha hecho llorar, ¿qué más puedo pedirle?

Es que, si Mercedes González de Moscoso sabe pensar, mucho más aún sabe sentir: por eso es poetisa.

La autora de En el Nido quiso escribir un poema para su hija inocente y pura; y lo ha escrito para todas las jóvenes puras o inocentes. Las madres que anhelamos sobre los más grandes bienes de la tierra el bien de preservar esas almas virginales y cándidas cuya custodia nos ha confiado la Providencia, del hábito emponzoñado del mundo, debemos inmensa gratitud a la poetisa ecuatoriana por su bella obra. En ella se enseña a la mujer a creer en todo lo santo, a amar todo lo bueno, a orar, a esperar y perdonar. ¿No está resumida en esto toda la ciencia de la vida para nosotros?

Un poeta optimista le dice a la compañera del hombre:

“Para ser feliz, sé buena”,

y esta sencilla frase que en la época presente de fatal y sistemático pesimismo hará sonreír desdeñosamente a la mayor parte de las gentes, encierra para mí una grande o indiscutible verdad.

Sí, para ser feliz, sé buena, porque no hay desgracia por espantosa que sea, que no la haga llevadera el incomparable supremo bien de una conciencia tranquila; sí, para ser feliz, sé buena, porque la suma verdad desarma hasta a los monstruos; sí, para ser feliz, sé buena, porque la que es buena, tiene fe, y la fe promete tras esta existencia transitoria y veloz, que suele ser de dura prueba para los más amados del cielo, ¡otra vida eterna en que la divina Justicia premiará a las mártires de la tierra!

¡Sí, sé buena, se creyente, he aquí el secreto de la felicidad!

“Imita en el hogar a la paloma;

de sus arrullos toma

la terneza que tanto te conmueve;

tus armas, solo el llanto y la hermosura

que una lágrima pura cambia en volcán un corazón de nieve.

 

Si un día el compañero de tu vida

sus deberes olvida

y al rigor de la suerte te abandona,

ahoga en tu alma del desprecio el grito,

el amor infinito

no acusa ni escarnece, no, ¡perdona!

 

Y si miras el ser a quien te uniste

como la noche, triste

dudar de la virtud y la esperanza,

sacerdotisa de tu humilde templo

infunde con tu ejemplo

el valor que la fe tan solo alcanza”.

Toda noble pasión es engendradora de nobles hechos. El amor maternal ha creado el hermoso libro de la señora de Moscoso. Deberían leerlo todas las madres y todas las hijas: estas, para aprender; aquellas, para aprender a enseñar; unas y otras para amar y bendecir a la autora de tan bellas y consoladoras páginas. En cuanto a mí, que escuchándolas he pasado momentos verdaderamente felices, no hago más que cumplir con un dulce deber de gratitud al tratar de expresar en estas líneas la emoción producida en mi espíritu por la lectura de En el Nido, y satisfacer a la vez esa vehemente necesidad de dar expansión al entusiasmo que se despierta en el alma cuando la llena tan noble sentimiento. He dicho ya que doliente el cuerpo y hastiado el espíritu me hallaba, como solemos hallarnos con frecuencia cuando espíritu y cuerpo van perdiendo en las fatigas de la terrestre jornada, su lozanía este y sus ilusiones aquel, que son las armas defensivas con que la juventud entra en el rudo combate de la vida, y los versos de Mercedes González han bañado mi ser entero con un rocío celestial, haciéndome prorrumpir a mí también en esta, exclamación llena de consuelo:

“¡Aún hay arte, hay amor y hay poesía!”

Pocos versos he citado del sentido poema, pues deseo dejar a sus lectores el placer de recorrerlo íntegramente y de seguida; pero quiero concluir este artículo, que será como cerrarlo con llave de oro, copiando el hermoso final en que están como compendiados los propósitos de la autora, y expresados sus santos anhelos para después que haya depositado en la adorada frente de su hija el beso de la eterna despedida:

“Aquí termina mi insonoro canto

noches sin sueño, tardes silenciosas

para mi alma angustiosas,

horas de desaliento y de quebranto,

he pasado por ti: ¡quise ofrendarte

este canto, mi bien, sin luz, sin arte!

 

Tesoros de cariño y de ternura

te dejo en él, mi corazón entero

y el eco lastimero

de las olas del mar de mi amargura,

recuerdos que tendrán para ti un día

cambiantes de tristeza y de alegría.

 

Si cuando muera, en tu memoria vivo,

y aquí encuentres remedio a tus congojas,

se animarán las hojas

en que temblando de emoción escribo,

como flores marchitas por el hielo

cuando las besa el sol, se abren al cielo.

 

¡Y mi cielo eres tú! Niña inocente

ciñe mi cuello con tu blanco brazo,

siéntate en mi regazo

dame a besar tu candorosa frente,

y grava en tu alma límpida y serena,

el ruego de mi amor: se siempre buena”.

 


Lastenia Larriva de Llona (1848-1924). Poeta, escritora, periodista peruana. Vivió en Guayaquil-Ecuador. Casada con el poeta y diplomático ecuatoriano Numa Pompilio Llona, su hogar en dicha ciudad fue entre 1887 y 1895 y luego entre 1902 hasta 1907, año en que muere su esposo. Es una reconocida intelectual en el siglo XIX tanto en Perú como en Ecuador. En este, durante su permanencia hizo trabajo periodístico en La Nación y literario. Publicó en el país Un Drama Singular o historia de una familia (1888), Pro Patria (1889), La ciencia y la fe (1889), Oro (1889), Escoria y luz (1890). Fue fundadora y directora de la revista El tesoro del hogar (1887), probablemente la primera publicación feminista de Ecuador.

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