Entre el centeno | José Luis Díaz Marcos

Por José Luis Díaz Marcos

(Colaboración especial para Máquina Combinatoria desde España)

 

Pero ninguno sabe resolver las adivinanzas que inventamos nosotros mismos

 con los moldes difusos y extravagantes de nuestras diversas vidas

 (¿y quién sí, ahora que lo pienso?).

La noche en que todos tuvimos gripe

Shirley Jackson

1

Henchida de felicidad por las notas de Mendelssohn, «¡Chan, chan, chachááán…!», una flotaba, sí, flotaba, maravilloso vestido de novia en el brazo de mi padre, mientras, suspiro a suspiro, ambos navegábamos rumbo al altar, rumbo a aquel puerto de oro y luz en el que Felipe, el hombre de mi vida, «¡Qué guapo! ¡Por Dios, qué guapo!», amarraría para siempre mi corazón.

¿Qué podía fastidiarse? En las bodas de otros, muchas cosas. En la mía, en la nuestra, miel sobre hojuelas, nada. Absolutamente nada. Seríamos felices, «¡Mucho, mucho, mucho!», y comeríamos perdices, «¡Todas, todas, todas!», por los siglos de los siglos de los siglos.

Así de ingenua, por no decir otra cosa, era yo. Aunque, recordándome ahora, y siendo justa, ¿qué otra cosa podía esperarse entonces de mí, princesita guardada entre blondas a quien la vida, la auténtica y absurda vida, aún no había echado el ojo?

Próximo ya el fin de la marcha nupcial, «¡Sí, mi amor! ¡Sí para siempre!», alcé la vista y descubrí, sobre el retablo, las vidrieras más hermosas del mundo: nunca la luz, estuve segura, había reflejado colores tan armoniosos, tan sublimes, tan… «…brillantes… ¡Y… y cada vez más! ¿Prueban ilum». «¡FLOUSH!», centelleó el arco iris, chispazo bíblico.

—No… no veo… ¡Ay, papá, que no veo! ¡¡Ay, que me he quedado ciega!!

—¡¿Qué te pasa, hija?! ¡¿Qué dices?! —sintió el buen hombre.

—¡¿Te encuentras mal, amor mío?! —corrió él.

—¡Ay, la niña! ¡Ay, la niña, que dice que no ve! —deploró mi santa madre.

Gritos, apuros… Todos me hablaban, todos me sostenían.

—¡Tranquila, nena, que eso son los nervios!

—¡Señor cura, por favor, un traguito de agua bendita!

—¡Venga, venga: no la agobiéis!

Y, de repente, también de repente…

Silencio. Soledad.

—¡¿Q, qué…?! ¡¿Por qué nadie habla?! ¡¿D, dónde…?! —medí, horrorizada.

«¡No os vayáis! ¡Venid, que no veo!». «¡¡Por Dios: no me abandonéis, que no veo!!».

Así estuve, desamparo vivo, durante un tiempo tan confuso como infinito. Así hasta que, «¡Ay! ¡Ay, que parece que…!», la ceguera comenzó a reverberar y a ser consumida, «¡…que veo! ¡¡Veo!!», por la tenue luz de la iglesia.

Me acerqué a un atril de candelas. «¡Gracias, Virgen mía! ¡Gracias!», loé. «Como dijo alguien, habrán sido eso, los nervios de la… ¡¡Mi boda!! ¡¡Nuestra boda!! ¡¿Y… y dónde están todos, por qué se fueron?!».

Me llevé las manos a la cabeza, agobiada, exhausta. Fue al descubrirme, «¡¿Qué… qué me ha…?!», cuando lo advertí: mis juveniles dedos, los propios hasta entonces de aquellas veinticuatro primaveras, se me habían consumido hasta la misma ancianidad.

—¡Y los brazos! ¡Y el escote! ¡Y… y las piernas! Y… ¡Ay! ¡Ay, la cara! ¡¡La cara!!

¿A qué venía, medio hilé, el susto ocular, la pérdida de todos y, ahora, exceso de males, aquel súbito y aterrador envejecimiento?

Grité.

Dios mío, cómo grité.

 

2

—¡Cálmese, señora! ¡Por favor, cálmese!

Frenética como estaba, no había sentido su aparición, su proximidad, su contacto. Era un hombre. De traje oscuro. Con alzacuello.

—Tranquila… Sí… Así, muy bien…

—¿…?

—Soy Alberto, el párroco.

—N, no… ¡Usted no es el…! El párroco es don Julián, el mismo que me bautizo y que, hoy, iba a casarme, a casarnos…

—Insisto: el sacerdote, el único sacerdote de esta casa, Nuestra Señora de Belén, es un servidor. Desde hace ya casi nueve años. Y, hoy, además, no tengo previsto celebrar ninguna boda.

—¡P, pero… qué dice?! ¡No puede ser!

—Sí puede ser, señora. Puede ser, y es, se lo aseguro.

—¡Qué no! ¡Y deje de llamarme «señora»: so, solo tengo…!

La visión de mi repentino deterioro volvió a hundirme.

—¡María Santísima, qué escandalera! Tome mi mano, por favor. Tome mi mano y sentémonos…

Gracias a su paciencia y consuelo, logré balbucear, «¡Snif!», los apuntes básicos de mi inaudito revés. «Entiendo…», asintió al fin. Mentira. A juzgar por sus expresiones, el pobre don Alberto, ya carne mendaz de confesionario, no había entendido nada.

Pero sí había supuesto, «¡A ver!», lo que, cualquiera en su lugar, habría supuesto: que aquella mujer, o sea, yo, estaba…

—¡Y no estoy loca, eh!

—¡No, no! Nadie ha dicho eso… —adelantó, raudo—. A veces, y como alguien dijo, ocurre que… que somos criaturas de las circunstancias. Y las suyas son, ciertamente,… Resulta que… que hoy, quince de febrero de dos mil veinte, contando usted, Luisa, veinveinticuatro años, tenía previsto contraer matrimonio en esta parroquia, pero, sin saber cómo ni por qué, se ha quedado misteriosamente sola, ha envejecido de repente y ni siquiera el oficiante es…

—Don Julián.

—Don… —suspiró Alberto—. Escuche, Luisa: debo decirle que está en… en un error, en un grave error. Verá… Hoy es quince de febrero, sí. Pero no de dos mil veinte, como piensa, sino de dos mil —me cogió las manos—… sesenta.

Quedé ojiplática.

—Sí, así es. Comprendo… Pero, aunque le resulte difícil aceptarla, esta es la verdad: desde aquel día, el de su boda, el de aquella boda, han transcurrido…

—¡¿Cu… cuarenta… años?!

Cabeceó, empático.

—Si asume ese hecho, Luisa, verá que todo lo demás se explica por sí solo.

Aturdida, contemplé el bálsamo de sus dedos entre los míos, su relativa frescura contra mi decadencia. «¡¿C, cómo es posible?! ¿Qué… qué ha sido de mi vida? ¿Y por qué no la recuerdo? ¿Acaso, aunque no lo vea, soy víctima, otra víctima, de…?».

Busqué la luz de los vitrales, sobre el retablo: «¿Qué… qué sentido tiene todo esto?».

—Luisa… Venga, acompáñeme.

Recogí, como pude, mi maravilloso vestido de novia, ahora antigualla inútil, y desandé con aquel hombre que no era mi padre, «¡Ay, mi padre!», el mismo pasillo, «¡Chan, chan, chachááán…!», que, cuarenta siglos antes, una había navegado rumbo al altar, rumbo a aquel puerto de oro y luz en el que otro hombre, el de mi vida, «¡Ay, mi cielo!», iba a amarrar para siempre mi corazón.

 

3

—Salga, Luisa. Sin miedo.

«“Sin miedo”, dice…».

Nos acercamos a la verja. Al otro lado, la plaza, los edificios y, entre estos, la desembocadura de varias calles.

—¿Y bien? ¿Qué le parece?

«Una… una pesadilla… ¡Una condenada pesadilla!».

—¡No… no puedo creerlo! ¡No es posible! Estuve aquí esta misma mañana, ¡hace apenas…!, y, ahora, … Es como… como si el que pone las calles, que se dice, las hubiera trastocado. ¡Fa… falta el quiosco y… y han sustituido el pilón! ¡Y hay viviendas nuevas! Y los coches… Y la gente… ¡Madre mía, la gente: qué ropas, qué peinados, qué… pintas!

—¿Comprende, Luisa? ¿Comprende que el único misterio, por así llamarlo, que hay en su actual circunstancia es el simple paso del tiempo?

—No, no lo entiendo…. ¡Me niego a entenderlo! ¡Me niego a entender que alguien o algo, quién sea o lo que sea, me haya robado cuarenta años de mi vida! ¡Nadie, usted tampoco, debería entender algo tan horrible, tan… tan monstruoso!

—Luisa, por favor: déjeme… déjeme ayudarla.

—¡No, gracias! No necesito su ayuda, esa ayuda. Como le dije, no estoy loca. O, al menos, aún…

Suspiró.

—Dígame una cosa: ¿recuerda dónde vive, su dirección? ¿Sabe si es vecina del pueblo?

«¡Vecina, vecinísima!».

Subí mi maravilloso vestido y crucé, «¡Ay, los huesos!», la reja.

—¡Luisa, espere!

—¡No! ¡No puedo: ya llego cuarenta años tarde!

 

4

«¡¿Y qué iba a pensar?! ¡¿Qué habría pensado yo si hubiera tropezado con una… anciana que dijera lo que digo?! Pues eso: que estoy… Pero no es el caso. ¡Bien sé que no es el caso! Aquí y ahora, el problema no es mi juicio, tan bueno como de costumbre, sino el juicio, si lo tiene, de la realidad, de las circunstancias. Y yo, como ha dicho el propio don Alberto que somos todos, solo soy otra criatura, otra mártir, de estas extrañas, extrañísimas, circunstancias…».

—¡Mira, mira!

—¡Y va sola!

—¡Pobre mujer: le habrán dicho que no a estas alturas?!

«Calle… Nº…».

«P, por fin… ¡Supongo! Porque, tras solo unas horas, tras cuarenta años, y aunque el camino sigue conduciendo a Roma, y Roma sigue siendo Roma, creo, no todas las piedras del camino, por así decir, siguen siendo ya las mismas. ¡Ay, es todo tan… tan…! ¡Si, fíjate, que hasta la luz y el aire se… se perciben distintos!

»Tanto como ellos, los demás. No puede ser coincidencia ni truco de mi mente el hecho de no haber tropezado desde la parroquia hasta aquí, ruta básica, con ninguna, absolutamente ninguna, cara ya sabida siquiera de lejos. Imposible: si en mi barrio ya no me suena nadie, nadie, es porque ya nadie, nadie…».

«2º I».

Acerqué la oreja: «E, eso es la… la tele… ¡Están viendo la tele! ¡¡Están dentro!!».

—¡¡Abrid!! ¡¡Papá, mamá!! ¡¡Bruno, Teresa!! —«¡Ding, dong! ¡Ding, dong! ¡Ding, dong!»—. ¡¡Abrid, que soy yo, Luisa!!

Segundos después, taconeo y…

—¡¿Qué coño hace?! —abrió un extraño—. ¡¿No es ya mayorcita para tocar timbres?!

—P, perdone… ¿Podría decir a mis padres, o a mis hermanos, que… que salgan, por favor?

—¡¿A sus, qué?!

—A Tomás y María, mis padres. O a Vicente y Teresa, mis hermanos…

—¡¿Pero qué dice, señora… señora novia?! ¡Aquí no vive nadie de toda esa gente! ¡Aquí vivo yo solito! ¡Y desde hace siglos!

—D, debe haber algún error…

—¡Sí, el suyo! ¡Hala, a freír monas!

«¡BLAM!».

«“…yo solito! ¡Y desde hace siglos!”. N, no… ¡NO! ¡¡NO!!», caí en la cuenta. «Claro: si el día de mi boda, este y aquel, ellos, mis padres, ya superan y superaban los… los sesenta y cuatro años que yo misma tengo ahora… Cabe pensar entonces que, después de tanto, tantísimo tiempo… ¡Ay, no! ¡Ay, mis pobres padres, que están…! ¡¡AY, AY, AY!!».

Como ya me sucediera con don Alberto en Nuestra Señora de Belén, de pronto descubrí mi renovada desesperación en otros brazos. Ahora, en unos femeninos: los de una vecina, supuse. De una vecina, por supuesto, tan ajena a mí como el resto de la presente humanidad.

—¡¿Qué… qué le pasa, señora?! ¿Se encuentra bien? ¿Le han hecho algo?

—¡¿Qué… qué sentido tiene…?!

—¿Qué dice? Qué sentido tiene… ¿el qué?

—¡Todo! ¡¡Qué sentido tiene todo!

 

5

Es de noche, aquella noche, y estoy en la cocina de mis padres. Tengo veinticuatro años y mañana, ya hoy mismo, si los nervios me lo permiten, voy a casarme con el hombre de mi vida. Nunca he estado tan, tan…

—¡Chan, chan, chachááán…! ¡Señorita, pronto señora, qué hace usted despierta ya tan tempranísimo! —chilla Teresa, en la puerta.

—¡Que susto, leche! Y no grites, que vas a despertarlos…

—¡No creo! Seguro que están ya como nosotras: contando los minutos.

—¡Y qué minutos! Se me están haciendo los más largos de mi vida… ¡Ay, hermana mayor, que esto ya está aquí! ¡Qué me caso! ¡Qué me caso de verdad!

—Y no sabes cuánto me alegro…

—G, gracias… Hoy va a ser un día…

—Prométeme una cosa.

—Lo que quieras.

—Que, en el banquete, cuando tires el ramo, me darás con él en la cabeza.

—¡Eso: la próxima, tú o tú!

Reímos.

—¡¿Ya con el desfase?! —sorprende ahora Bruno, el menor.

—¡¿Qué te decía, nena?! ¡Otro que no puede dormir!

—¡Otro que habéis despertado, par de cacatúas! Menudo jaleo… Y ya imagino por qué: «¡Te lo juro, nena: me he comprado una lencería tan sexy, tan sexy, que a mi hombre se le va a eructar, o a erectar, o cómo se diga, hasta el pelo!».

—¡Tú siempre pensando en lo mismo!

—¡Anda y piérdete, chaval! ¡Piérdete!

 

6

Caí del sueño a la vigilia con mis propias palabras, arrepentimiento vivo, aún en mi cabeza: «…y piérdete, chaval! ¡Piérdete!».

«¡Ay, mi Bruno! ¡Y mi Teresa! ¡Y mis…! ¡Ay, pobres! ¡Ay, pobres todos nosotros!», sentí descubriendo mi nueva situación: yacía en… en… A un lado, fantasma inerte en un perchero, «¡Mi vestido! ¡Ay, mi vestido de novia!». Al otro…

—¡¡Ah!! ¡¿Q, quién es…?! ¡¿D, dónde…?!

—¡Tranquila, Luisa, tranquila! No pasa nada…

—¡¿P, por qué… por qué todo el mundo se empeña en que esté

tranquila?! ¡¿Por qué todos me dicen que no pasa nada cuando sí pasa?! ¡¿Eh?! ¡¿Por qué?!

—Calma, por favor. Calma… Me presento: soy el doctor Cifuentes y estamos en un hospital. Exactamente, en el Hermosilla. Ha sufrido una crisis nerviosa y ha estado durmiendo desde su ingreso en el día de ayer.

—Ayer… ¿Durm…?

—Sí, que buena falta le hacía.

—Sabe cómo me llamo… ¿Me conoce?

—Ahora, sí. Y no gracias a nuestros registros, sino a la policía a través de sus huellas dactilares. Increíblemente, parece no haber sido atendida por ninguna dolencia en los últimos…

—¡Cuarenta años! ¡Ya se lo digo yo: no he sido atendida ni desatendida ni nada de nada en los últimos cuarenta años!

—¿Ha… ha residido en el extranjero? ¿Viene de…?

—No, no vengo de ninguna parte. ¡Vengo de otro tiempo! No sé quién o qué, ni de qué forma, pero he perdido, ¡me han robado!, cuarenta años de mi vida. ¿Lo entiende? Yo tampoco.

—Mejor, Luisa, mejor… hablamos de eso más tarde. Ahora, me gustaría que recibiese a otra persona, alguien que espera aquí mismo, en el pasillo.

—¿Q, quién… es? ¿La…?

—Prefiero dejar que eso lo decida usted. Hable con ella y luego… aclaramos dudas.

—Bien… Igual… ¡Igual, vete tú a saber, hasta me suena!

 

7

Tras un tiempo de cuchicheos y palabras sueltas, el médico asomó con otra anciana. Menuda y frágil, la expresión de esta parecía reflejar la congoja propia de una penitente que hubiese dado la vuelta al mundo de rodillas.

Pasito a pasito, «Así, cójase…», vinieron hasta mi cama. Su penoso ánimo me recordó, invertidas las juventudes y el cariz de los hechos, al mío con mi padre rumbo al altar, rumbo a aquel puerto de oro y luz en el que el hombre de mi vida, «¡Qué guapo! ¡Por Dios, qué guapo!», amarraría para siempre mi corazón.

—¿Y bien, Luisa: reconoce a la señora?

«Pobrecita… Pobrecita ella también…».

—Pues no: resulta que no me suena…

—¿Ni siquiera…?

—No… ¿Cómo se llama? A lo mejor, por el nombre…

—Me llamo… —balbuceó la aludida—…me llamo… Teresa…

—Teresa… ¡Cómo mi hermana! Yo tengo, tenía, una hermana que también…

La abuela sonrió:

—Sí, Luisa… Tenías, y tienes, una hermana llamada Teresa: yo soy esa… aquella Teresa…

—¡¿U, usted… usted es… tú?! ¡¡Nonono!!

Ambos, médico y «¡¿Tere?!», asintieron.

—Está comprobado —informó Cifuentes—. Sin ninguna duda, absolutamente sin ninguna duda, ustedes dos, Luisa y Teresa, son hermanas.

—Sí… Yo también llevo cuarenta años esperándote, cuarenta años esperando a que celebres el banquete de tu boda, a que tires, por fin, el ramo y me des con él… Acuérdate, nena. Me lo prometiste la noche anterior, en nuestra cocina…

Y así como el otoño desprende las hojas caducas, las palabras de Teresa, «¡De Teresa, por Dios! ¡¡De mi Teresa!!», descosieron, ¡plof!, cuarenta fantasmales años que yo también debí vivir. «¡Cómo pasa el tiempo cuando el tiempo se detiene!», pensé mientras mis ojos, los ojos de mi memoria, «¡Claro que me acuerdo!», fundían a estas dos viejecitas con aquellas dos bobas que fuimos.

—Cuarenta años y… y parece que fue ayer…

—Parece y lo fue, Tere. Lo fue.

 

8

—¡Cuéntame! Necesito saberlo antes que cualquier otra cosa… —pedí—. Porque, aunque no lo creas, ni yo misma, a estas alturas…

—¿No sabes qué ocurrió? ¿En serio? ¿Aún… aún no? ¿Ni un quién o un qué, ni un por qué…?

—Nada. Por no saber, ni siquiera sé, antes de que me lo preguntes, dónde he estado, si es que he estado en alguna parte. Para mí, este robo, el de mi vida, ha sido eso, una especie de… de escamoteo entre el entonces y el ahora, un falso dobladillo en la tela de mi existencia. ¿Suena, y es, absurdo? Sí. ¿Es, suene como suene, cierto? También. Pero es la verdad. O, mejor dicho: mi verdad, la única que tengo… ¿Y… y vosotros? ¿Cómo lo vivisteis vosotros? ¿Qué pasó allí, al otro lado?

—Pues, si te soy sincera, tampoco lo sé. ¡Pero ni yo ni nadie! Tu evaporación, sí, evaporación, fue tan… tan… Veníais nuestro padre, que en gloria esté, y tú por

—¡Ay, nuestro padre! ¡Y nuestra madre! ¡Ay, mi querida madre también!

Asintió.

—Como te decía, andabais padre y tú por el pasillo de la iglesia; saliste «¡Ay, que no veo! ¡Ay, que no veo!»; enseguida te rodearon los más próximos y… Fue, ¡creételo!, como esos trucos de magia en los que ahora estás, ahora no estás, y, después, ¡plim!, apareces entre el público. Solo que tú ya no apareciste por ninguna parte y los demás tampoco supimos ver, si lo había, el maldito truco. ¡Y mira que le dimos y redimos vueltas y revueltas! Pero, ya luego, al cabo de los años, y como ocurre siempre, la vida nos venció por agotamiento y no nos quedó otra que digerir la cruda realidad: no estabas y no estabas. ¡Y a dormir con los ojos abiertos, que mañana será, o no, otro día!

—«¿Qué sentido tiene todo esto?». Seguro que tú también te lo has preguntado muchas veces.

—¡«Muchas veces», no, Luisa: siempre! ¡A cada momento! Y no solo respecto a ti, ¡qué no es poco!, sino respecto a tantísimas otras cosas que, o también me han pasado, o también me habría gustado que me pasasen. ¡Ay, si yo te contara!

—¡Eso quiero, Teresa: que me cuentes de pe a pa qué ha sido de vosotros! Antes de que el tiempo, este tiempo maldito, si es que ha sido él, siga haciendo de las suyas y nos vuelva a separar, ¡Señor!, por los siglos de los siglos.

 

9

—Como puedes suponer, como cualquiera podría suponer, tu… nos empujó a los cuatro por el precipicio. Si, también a él, a nuestro Bruno.

»¿Leíste aquella novela…? ¿Cómo se llamaba? ElEl vigi… No… El… ¡El guardián entre el centeno[1]! Siempre la he asociado a nuestra… Siempre me ha parecido que tu… obró en nosotros como deseaba obrar el protagonista de aquella historia, pero al revés, justo al revés: aquel chico pretendía ser eso, el guardián, el salvador, de tantos niños que, inocentes y solos, jugaban en un campo de centeno, sobre un precipicio. A nuestra familia, en cambio, tu…, figurado verdugo más que guardián, nos enseñó lo que ya sabíamos: que la vida, aunque hermosa, también es, o puede llegar a ser, terriblemente injusta, terriblemente… Y si esto es lo que hay, y lo que hay es esto…

»Adultos más niños que nunca, echamos a correr, a acelerar, a huir, también entre el centeno, «¡Más rápido, más rápido, más rápido!», hasta que, de un modo u otro, cada uno a su manera, acabamos saltando, más que cayendo, por el abismo de la desesperación. A mí, «¡Qué se acaba el mundo!», me dio por correr, por acelerar, por huir hacia… Aunque fuera sin ti ni tu ramo, nena, yo también debía, yo también necesitaba, casarme. Y me casé.

 

10

—¡Ya ves tú: más tonta y no nazco! Aunque… ¡Ay, Señor!

—¡¿Qué dices?! ¡Te casaste! ¡Tú te casaste!

—Sí, hija, sí… «¡Chan, chan, chachááán…!». Y desde aquel día, casi desde aquel mismo día, cada vez que oigo la dichosa marcha, para mí más fúnebre que nupcial, se me…

—¿Y… y eso…?

—Pues lo que te decía: necesitaba hacer borrón y cuenta nueva, ser otra en otra parte, nacer de nuevo, y me subí al primer tren que se puso a tiro. Así, sin más. Y, claro… Ni por asomo aquel tren, qué narices, era el oportuno ni llevaba, ¡por favor!, a ningún otro destino que no fuera su propio descarrilamiento. «¿Y qué hago?», me dije. «¿La maleta? ¿Huyo de nuevo y sigo tomando trenes? ¿Y si el próximo tampoco es el adecuado? ¿Y si tampoco lo es el siguiente? ¿Y si…?». Pues no. Me abroché el cinturón, apreté los puños y seguí trayecto hasta que…

—…os divorciasteis.

—No. Hasta que se mató. Hace seis años. En un accidente de coche.

—¡Vaya! ¿Y tuvisteis, tienes… hijos?

—Sí. ¡Mira, en eso sí he tenido suerte! Dos: Juan y Paula. En cuanto salgamos de aquí, te los presento.

—Dos… dos sobrinos. ¡Tengo dos sobrinos!

—Y sobrinos-nietos, porque ellos también…

—¡Ay! ¡Por Dios, qué alegría! No veo el momento…

—Sí… ¡Menuda sorpresa para todos!

—Y… Dime, dime ahora… ¿Y Bruno, nuestro Bruno? ¿Qué ha sido de él?

 

11

—Buena pregunta…

—¡¿Cómo?! ¿No…?

—Recordarás que, casi desde la cuna, nuestro hermano pequeño fue también nuestro James Dean particular, nuestro rebelde sin causa: siempre al margen de todo y siempre, o casi siempre, también contra todos.

—¡Y tanto que me acuerdo! Lo que nuestra pobre madre batalló con él…

—Pues ocurrió que su particular huida entre el centeno, lo llevó hacia el lado

oscuro del precipicio: a él no le dio precisamente por casarse, como a mí, sino por frecuentar peores compañías de las que ya frecuentaba, por consumir más y peores venenos de los que ya consumía, por… Y así, en poco tiempo, nuestro Bruno, nuestro James Dean, pasó de ser un indomable a convertirse, si no lo era ya entonces, en un… Se metió en un lio gordo de drogas, lo pillaron y pringó, como decían, unos… dieciocho o veinte años. Algo así. Mientras vivieron, los padres y yo lo visitamos religiosamente. Luego, yo sola, sin acompañarme ni una sola vez, ¡ni una!, mi querido esposo. Así hasta que, cumplida buena parte de la condena, la de ambos, llegó el día de su primer permiso. «¡Ven, Bruno, ven a mi nueva casa! ¡Con tu nueva familia!». Pero no vino. Ni volvió a la cárcel. Lo pusieron en busca y captura…, y hasta hoy.

——Y yo… «¡Anda y piérdete, chaval!», le dije aquella noche. «¡Piérdete!», le dije…¡Dios bendito! Y todo culpa mía… sin serlo… ¡Ay! ¡Perdóname, Bruno, estés donde estés! ¡Perdóname tú, Teresa! ¡Y que me perdonen también nuestros padres! Ellos que… ¡Pobrecitos!

—¡Qué tenemos ni tenemos que perdonarte, Luisa! No te castigues, que eso, ahora, y sin haber hecho nada, tampoco tiene mucho sentido. Y ellos, nuestros mayores,… Nunca te señalaron. Nunca. Pero, sin explicaciones ni consuelo posible, sin sus otros dos hijos, también más ausentes que presentes, y, casi sin ellos mismos, aguantaron lo que pudieron: o sea, poco. En cuestión de dos, tres años… Primero, padre. Luego…

—C, cómo no me voy a culpar… Si me he perdido, no solo mi propia vida, sino también la vuestra. Me lo he perdido todo, absolutamente todo.

—Mira el lado bueno del asunto, si es que lo tiene: también te has ahorrado mucho dolor. Mucho.

—¡No digas eso, Teresa! ¡Vosotros, al fin y al cabo, habéis vivido! ¡Habéis tenido

esa oportunidad, la mayor de todas! Pero yo… yo no he tenido nada de nada de nada. Sin sentir ni padecer, he estado… muerta. ¡Muerta! No hay comparación posible, Tere. ¡Claro que no la hay! Dame a elegir entre el dolor y la nada, y yo siempre elegiré el dolor. ¡Siempre!

—Sí… Quizá… quizá tengas… Aunque haya momentos que… ¡Ay, Luisa, qué egoístas somos! ¡Perdóname ahora tú a mí!

Nos abrazamos.

—Escucha: miedo me da preguntártelo, pero ¿qué fue también de él, de Felipe, el hombre que estaba destinado, ¡ay, el destino!, a ser el amor de mi vida? ¿Tuvo mejor suerte que yo? Dime… dime que sí…

—Y eso te digo, Luisa: Felipe sí pudo elegir entre el dolor y la nada. Y, como habrías hecho tú misma, él también escogió el dolor.

 

12

Imaginé su incredulidad, su angustia, su vergüenza, su odio… Imaginé su loca escapatoria entre el centeno, su salto al vacío… Imaginé, ¡ay!, mi herida cicatrizada en otros labios, en otras pieles, en otros corazones… Imaginé…

—¿Y sabes… sabes dónde…? Necesito verlo, pedirle también disculpas… Necesito, sobre todo, eso, que…

—Sí, sé dónde está. Y supongo que no habría problema en… Pero también te digo, Luisa, que él… él ha cambiado mucho. Mucho.

—Lo imagino. También imagino eso.

Pero imaginar no implica, necesariamente, asumir. Claro que no. De hecho, y como recordé aquella misma tarde cuando, ataviada con la reliquia de mi traje nupcial, testimonio cierto e innegociable de mi anterior existencia, Teresa y yo visitamos a Felipe, imaginar ni siquiera implica imaginar bien. Ni eso. «¡Dios mío, qué atroz! ¡Qué atroz e injusto es el látigo del tiempo!», sentí, consternada.

Y se me ocurrió entonces una idea, «¡Sí!», cuya puesta en escena todos, presentes y ausentes, víctimas del dolor unos y también de la nada otros, merecíamos.

Delicadas al principio, las sonrisas, «¡Bendito gesto!», fueron germinando. También la de Sonia, hija huérfana de madre y única descendiente del viudo Felipe.

 

13

Henchida de pena por las notas de Mendelssohn, «¡Chan, chan, chachááán…!», una pedía, sí, pedía, «¡Señor!», maravilloso fósil de novia en el brazo de mi Tere, mientras, pasito a pasito, ambas naufragábamos rumbo al altar, rumbo a aquel puerto de oro y luz en el que Felipe, el hombre de mi anterior existencia, «¡Qué acabado! ¡Por Dios, qué acabado!», nunca…

¿Qué podía torcerse en la celebración de una segunda ceremonia, esta, orquestada solo como una suerte de desagravio romántico, como un homenaje póstumo a aquel porvenir muerto hacía ya setenta y dos horas para mí y cuarenta años para los demás? Nada. Y no porque todo estuviera derecho precisamente, «¡Virgen Santísima!», sino porque cualquier cosa susceptible de derrumbarse ya se había derrumbado y más que requetederrumbado.

Aún con Teresa en el pasillo, «¡Ay, Felipe: qué chiripa la tuya, después de todo, con tu sofá de ruedas!», alcé la vista, como entonces, y descubrí, sobre el retablo, las vidrieras. Y ya no me parecieron las más hermosas del mundo. Por no parecerme, «¡Puf!», ni siquiera me parecieron…: «Así de ingenua, por no decir otra cosa, era yo. Aunque, recordándome ahora, y siendo justa, ¿qué otra cosa podía esperarse entonces de mí, princesita guardada entre blondas a quien la vida, la auténtica y absurda vida, aún no había echado el ojo?».

Y la luz… «¡Si hasta la luz, polvorienta y sucia, parece tener arrugas! Si… si hasta… ¡¿Qué?! N, no… no… ¡O, otr…!».

«¡FLOUSH!», centelleó el arco iris, chispazo bíblico.

—No… no veo… ¡Ay, Tere, que no veo! ¡¡Ay, Tere, que no veo como hace tres días, como hace cuarenta años!!

 

14

—¡¿Q, qué dices, nena?! ¡N, no me asustes…!

—¡Siéntese ahí mismo! ¡Mejor siéntese, señora!

—¡Serenidad, por favor! Calma…

Como entonces, ahora todos (don Alberto, Sonia y Teresa), tres salvo el disminuido Felipe, me sostenían.

—¡N, no os vayáis! ¡No me dejéis sola otra…! ¡¡Otra vez no!!

—¡Tranquila, Luisa, que aquí estamos y aquí estaremos! Tú… tú respira y… y…

Reconfortada así en las tinieblas, albergué, de pronto, la súbita esperanza de que… «¡¿U, una… segunda oportunidad?! ¡¿Este alguien o algo… me concede una segunda…?! ¿Se está revirtiendo lo que fuera que…? ¿Recobraré ahora, espero, la vista para retomar mi vida en aquel punto y seguido, para terminar de una vez por todas con este monstruoso punto y aparte?».

—¡¿Seguís ahí?!

—¡Claro que seguimos aquí! ¡¿No sientes mi mano, nena?!

—¡¿Y… y nuestros padres?! ¡¿Y… y Bruno?! ¡¿Y la familia y los amigos de aquel día?! ¡¿Han… han vuelto?! ¡Por Dios, hermana, dime que sí! ¡Di…! ¡Ay! ¡Ay, que parece que…! ¡Ay, que veo! ¡¡Ay, que vuelvo a ver!!

Pero la luz, «N, no… ¡¡No!!», me trajo la felicidad que yo anhelaba, la de aquella vida aún entre el centeno, sino, «Los mismos… Somos los… Salvo Sonia y don Alberto, seguimos siendo los suicidas del precipicio…», la más triste de las decepciones. Esta nueva ceguera solo había sido una, otra, cruel mofa de… «¡Maldito seas, quién seas o lo que seas! ¡Maldito para siempre!», escupí a los vitrales.

Reparé en Felipe, vacío en su silla, ante el altar.

—Hola, Felipe… —me acerqué.

—Ho, hola…

—¿Te acuerdas… de mí? ¡Eh, amor mío, te acuerdas de mí?

—Sí… —sonrió—. Choco… chocolate…

—¿Qué… qué sentido tiene todo esto, Felipe? —articulé, retórica—. ¿Qué… qué sentido…?

—¡Chocolate, mamá! —explotó, enfurruñado—. ¡Quiero chocolate!

 

Notas

[1] J.D. Salinger, 1945.


José Luis Díaz Marcos. Alicante, España. Ha publicado relatos en diversas antologías y webs nacionales y extranjeras. También es autor de sendas novelas: Paraísos de magia y fuego y Botij-Oh! Blog personal: www.la-estanteria-2.webnode.es

 


Foto portada tomada de: https://pixnio.com/es/plantas/cultivos/centeno-paja-agricultura-semillas-cereales-naturaleza-campo

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