Zom | Benjamín Román Abram y Carlos Enrique Saldívar

Por Benjamín Román Abram y Carlos Enrique Saldívar

(Colaboración especial para Máquina Combinatoria desde Perú)

En mi adolescencia media fantaseaba con ser un hombre de récords, un poderoso político o un explorador; el tiempo decanta y al final terminé alcanzando lo último. Escalé el Huascarán, descubrí un nuevo origen para el río Amazonas, y, antes de los veintidós, conté con el único globo aerostático en el Perú. Con los años tuve aventuras más arriesgadas, unas que yo diría gocé demasiado y otras que preferiría no haber vivido. Pero la de mediados de los años cincuenta fue la que me marcó.

En 1954, de manera reservada, en medio del llanto de mis familiares más cercanos y la presencia de algunos amigos, emprendí un vuelo solitario en globo. La mayor novedad era la ruta de Lima a República Dominicana, inédita en esa época. Tras una semana y un clima insufrible, parecía que iba a alcanzar mi destino, pero ya está dicho: ante la naturaleza no se baja la guardia. Ráfagas de vientos inesperadas me desviaron de tal forma que descendí de emergencia en la siempre peligrosa Haití, país fronterizo con República Dominicana.

El aterrizaje, empero, fue suave y en un claro del bosque, no obstante, al poco tiempo de salir de la canastilla me comenzaron a atacar los insectos, a la vez me invadía el olor de la naturaleza. Ante todo, conservé la calma, me deshice de los bichos, revisé el armatoste, estaba en buen estado, solo tendría que esperar que el clima mejorase y ascendería, en tanto, lo fijé sólidamente al suelo y no pude evitar, aun en esas circunstancias, plantar la bandera peruana.

De pronto llegó una música sincopada cuyas notas bajas hicieron vibrar mi ropa y mi corazón. Sentí gran curiosidad, así que tomé mi voluminosa cámara Agfa Boxy y caminé hacia la fuente del sonido. Cada pocos pasos, con ayuda de una pequeña pala, dejaba montículos de piedras, tierra o ramas para orientarme al regreso. Aunque finalmente tuve que penetrar la floresta, por lo que solo me quedó fiarme de mi brújula.

Hallé el sitio desde el que venía la música, era otro claro, había unos cuarenta hombres de piel muy oscura, que formaban un círculo y levantaban a la luz de las fogatas sus palmas ensangrentadas; en el centro había un cuerpo femenino decapitado, cuya cabeza blonda pasaba de mano en mano. Tomé una foto, pero sin usar el flash para no delatarme, y, como ya atardecía, fue una toma fallida, pero el breve clic me puso en riesgo, lo oyeron; con el corazón en la boca decidí alejarme a toda velocidad. No solo la escena me había destrozado, sino que la noche estaba arribando y eso haría imposible que yo pudiera ubicarme en el bosque. Alejado de ahí y perdido, solo me quedó trepar en la arboleda. No había pasado ni una hora, cuando un grupo de negros, posiblemente los del ritual, asomaron con sus teas. Un estremecimiento me recorrió de pies a cabeza, no digo que antes no hubiera sentido escalofríos, sin embargo, esta vez no conseguía moverme, me sentí paralizado, venían por mí, lo sabía, y sus intenciones no eran buenas. Por mi mente circularon un sinfín de pensamientos, los cuales describían las más terribles formas de muertes que mi persona habría de padecer.

Paso a paso, me sacudí del pavor y me moví entre la arboleda, descendí sin hacer ruido, aunque tenía la tonta idea de que mi huida equivalía a un escándalo; sentí la hierba crujir bajo mis zapatos, como si se tratara de una entidad viviente que me gritaba desde el suelo que tenía que alejarme, o mi fin sería ineludible. La naturaleza estaba de mi parte. Una ráfaga de viento pareció abofetearme para que yo reaccionara. Y percibí un par de gruñidos, bastante cerca de mi ubicación, nunca estuve seguro de qué fieras lo produjeron. Ya no me estaba quieto para ese instante, incluso caminando hacia atrás iba a velocidad. Y ellos la mantenían, yo apenas llevaba dos pasos de ventaja.

Comencé a correr hacia mi globo, me lancé a la canastilla y, teniendo a los hombres a la vista, corté las cuerdas. Sin más, retorné a volar con un plan medianamente definido. Con una pequeña radio avisé de mi arribo a mis contactos, quienes me recibieron aliviados cuando en pocas horas llegué a República Dominicana. Dos días después de la experiencia me embarqué hacia el Callao. Antes de salir, en la isla me contaron historias del zombi vudú del país vecino y no me quedó más que agradecer a mi fortuna que me hubiera salvado de caer en manos de los hechiceros.

Al inicio de 1955, luego de contarles mi terrible experiencia a algunos amigos, trascendió lo sucedido en Haití a los círculos de la aristocracia limeña, de tal forma que al regreso de uno de mis viajes a la sabana africana me esperaba en mi hacienda de Pisco un joven alemán llamado Otto, tal vez más aventurero que yo, al que veía con fantasía por ser del país de mi fallecido padre. Me había pedido una cita hacía unas semanas.

Luego de una plática protocolar, le dije:

—¿Qué fue lo que le pasó?

—Parte de mis recuerdos están borrados, al menos quince días de mi vida, lo sé por el crecimiento de mi barba. Lo que puedo contarle es que en agosto de 1954 me contactaron unos hechiceros haitianos y, me convencieron de probar uno de sus brebajes, que ofrecía fuerza sobrehumana; efectivamente se me fueron el hambre y la sed, sin debilitarme; mi vida siguió tranquila un par de días más, hasta que perdí la memoria y, al recuperarla, me hallé en una plantación de caña de azúcar. Espantado por ver mi rostro barbudo en una charca de agua, corrí. Dos inmensos perros guardianes empezaron a perseguirme, mientras los capataces gritaban: «zom, zom». Cuando me alcanzaron los canes, los golpeé con mis manos y cayeron desmayados. Pude llegar luego de dos días a mi embajada en Puerto Príncipe, con hambre, sed, muy débil y francamente aterrado. Ahora, sueño con una mujer rubia que me pide auxilio con su dulce rostro bañado en lágrimas.

Medité un par de minutos y luego le propuse una sesión de hipnosis a la que accedió sin reparos. En medio de su profusa transpiración ello aconteció así:

«Estoy en la capital haitiana. De una mansión, cosa rara en un lugar tan pobre, sale una preciosa muchacha blonda, de no más de veinte años, está acompañada de una doncella morena. Ella sube conmigo a un coche conducido por un chofer corpulento y rechaza que nos siga un vehículo con su personal de seguridad. Luego, en poco tiempo, la veo de pie junto con sus cuidadoras a la orilla de un lago. Se quita el sombrero, los guantes. Yo me acerco, ni el chofer ni las criadas se percatan de mi aparición. Empujo a la morena al agua con violencia, creo que la mato. Acto seguido desde su espalda rodeo el cuello del chofer con uno de mis brazos, con el que toco mi propio bíceps del otro brazo y veo que él se desploma. A la joven rubia la subo al vehículo y lo conduzco dos horas por caminos rurales. Nadie me detiene, es más, los pocos militares y policías me saludan desde lejos y con deferencia, nuevamente la piel. Oigo una voz interior. Sé entonces cuál es mi deber. Llego a una plantación, entrego a la chica al dueño, sé que no puedo gobernar mis acciones, hasta que por alguna razón lamo la sal de unas piedras, despierto y corro y corro, ya no sé más».

Lo saqué del trance, detuvo con eso sus recuerdos y la deformación del rostro que lo hacía ver como un poseído. Le dije en mi mejor alemán:

—Mi estimado Otto, usted es un zom, es decir, ha retornado a la vida consciente luego de haber sido un muerto andante o, mejor dicho, un esclavo, sin voluntad. Tome esta toalla, ha sudado demasiado, enseguida le traeré agua. Ah, mi consejo: ahora que ya recordó, olvídese de los rituales y sobre todo de Haití, como yo mismo he hecho. Esa mujer rubia en una república de negros, las fechas, todo lo que me ha contado, apunta que ella es o era la hija del cónsul británico y usted fue su novio.

De pronto los ojos del alemán se ponen en blanco, sé que ha vuelto a ser un zombi. Estoy preparado. Yo sí recordaba las noticias, hacían mención que el hijo del cónsul alemán secuestró a una inglesa, aunque nunca fue procesado por la influencia germana. También sabía que había actuado bajo órdenes del mal y quiénes eran los responsables, los mismos que lo habían enviado a matarme o algo peor.

Le rocié sal de maras, la que haría más famosa al Cusco, al Perú, y Otto regresó a la vida con la memoria recobrada, por algo es la sal más saludable del mundo. Se fue con la alerta de que se alejara por siempre de esos malditos. Por mi parte, rogué para no volver a correr peligro. No obstante, el conocimiento es poder y sabría cómo defenderme llegado el caso.


Carlos Enrique Saldívar (Lima, Perú, 1982). Es director de las revistas virtuales El Muqui y Minúsculo al Cubo. Es administrador de la revista Babelicus. Publicó el relato El otro engendro (2012). Publicó los libros de cuentos Historias de ciencia ficción (2008, 2018), Horizontes de fantasía (2010) y El otro engendro y algunos cuentos oscuros (2019). Compiló las selecciones: Nido de cuervos: cuentos peruanos de terror y suspenso (2011), Ciencia Ficción Peruana 2 (2016), Tenebra: muestra de cuentos peruanos de terror (2017, 2018, 2021, 2022), Muestra de literatura peruana (2018), Constelación: muestra de cuentos peruanos de ciencia ficción (2021) y Vislumbra: muestra de cuentos peruanos de fantasía (2021).

Benjamín Román Abram (Lima, Perú, 1970). Es director de la revista virtual El Muqui. Sus cuentos y reseñas se han publicado en diarios, antologías y revistas nacionales e internacionales como El Comercio, Correo (Huancayo), Heterocósmica, Fabulador, Umbral, Buensalvaje, Cosmocápsula, miNatura, Agujero Negro, Plesiosaurio, Zona libre, etc. Es autor de los libros de relatos En Envase Pequeño y Bioficciones. También cultiva la poesía y la ha publicado en diversos medios de prestigio.


Foto portada tomada de: https://bit.ly/3bUSOEr

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