Juicio final | Andrés de Müller

Por Andrés de Müller

(Colaboración especial para Máquina Combinatoria)

A solas en su habitación, Inmaculada se santiguó tres veces delante del espejo de cuerpo entero heredado de la bisabuela Caridad y otras tres de espaldas a él, según costumbre heredada también por esa bisabuela para ocasiones difíciles. Aprobó su elección del vestido negro drapeado que había estrenado la semana anterior en un funeral y que le sentaba tan bien (no recordaba el muerto, sí que ella destacó como la más elegante y esbelta). Acarició bajo el discreto escote el escapulario del Carmen y la medalla de San Miguel —muy adecuado en la lucha contra el demonio que estaba a punto de librar— y se abrochó con cuidado un vistoso collar de perlas de doble vuelta. Acto seguido, metió el rosario en el bolso Chanel adquirido en su último viaje a París y lo acomodó junto a un frasquito de agua bendita con la intención de rociarla disimuladamente en aquel lugar espantoso al que, incomprensiblemente, había sido citada por primera vez en su vida en calidad de acusada. Sabía que estaba impecable y que lo tenía todo bajo control.

Antes de salir de casa hizo las reconvenciones de rigor a su hija:

—No se te ocurra saltarte el régimen y no comas entre horas, ya sabes que estás gorda.

—No estoy gorda, mamá —protestó débilmente Adela, un calco de la genética obesa de su padre, recordatorio constante y mortificador para Inmaculada del hombre más ingrato que había existido sobre la faz de la tierra.

—Bueno, pues eres gorda, peor aún me lo pones, hija mía. En cualquier caso, come poco. O, mejor, no comas.

Antes de que la adolescente pudiera replicar, Inmaculada se enfundó con garbo un chal de seda —también negro— y salió disparada dando un portazo. Iba, como siempre, con el tiempo justo. Ella, ciudadana ejemplar, empresaria de éxito (hacía unos meses había sido distinguida por la Cámara de Comercio del Ecuador con el prestigioso galardón “Emprendedora del Año”), madre abnegada (esposa ya no: le costó un ojo de la cara conseguir la nulidad canónica, pero valía la pena ser soltera ante los ojos del Señor y, por si acaso, de otros señores), miembro de una de las familias de más alcurnia de Cuenca donde ostentaba, ahí es nada, el título de cónsul honoraria del Reino de España, vamos, un primor de mujer que, más que pisar el suelo, levitaba, ella, que era todo eso en grado supremo, ¡llamada a comparecer a juicio!

—Qué vergüenza, qué humillación. Las cosas no van a quedar así, de ninguna manera. Ese granuja no se saldrá con la suya. Jesús y la Virgen Santísima me amparan.

A pesar de estar tan segura de contar con el patrocinio celestial, Inmaculada lo había preparado todo, por si acaso, con el mayor celo terrenal. Aplastaría como a un gusano a ese descarado que se había atrevido a demandarla. Tenía de su parte al abogado más implacable del país, testigos amañados con los que se había pasado horas enteras ensayando el guion de sus intervenciones, pruebas diseñadas ad hoc y, sobre todo, la gracia de Dios.

—Todo saldrá bien, todo saldrá bien.

Inmaculada repetía machaconamente aquella muletilla en voz alta mientras manejaba su todoterreno como si fuera un tanque, compensando con lo imponente de la carrocería su escuchimizada figura, rumbo al tribunal de justicia. Pasaba los semáforos en ámbar como una exhalación, pitaba a los transeúntes que intentaban atravesar el paso cebra y casi se lleva a uno por delante, adelantaba temerariamente, vapuleaba a los otros conductores con palabrotas que tenía la virtud de olvidar apenas pronunciadas.

Era necesario someterse a esos sacrificios para llegar puntual. El juez ya había manifestado su malestar por su ausencia en una citación anterior.

—Señoría, la señora Inmaculada Rubiales no ha podido acudir hoy a causa de una audiencia urgente en Quito con el señor embajador de España —se excusó pomposamente el letrado que la representaba, sin medir el carácter poco impresionable del magistrado.

—Me importa muy poco con quién tenga una entrevista la demandada. Un juicio no es una broma. Este tribunal se ha reunido expresamente para escuchar a las partes y sin la presencia de una de ella no podemos proceder. Queda pospuesta la sesión para el próximo martes a la misma hora. Asegúrese de que su clienta acuda o me veré obligado a multarla por incomparecencia.

Alejandro Ortiz, el querellante, había tratado en vano de ponerse en contacto con la embajada de España en Ecuador para informar sobre su caso y alertar, aportando pruebas, sobre la falta de ética de aquella cónsul que utilizaba su cargo en beneficio propio y como carta de presentación social, pero sus gestiones habían caído en saco roto. A nadie en la embajada le interesaba lo más mínimo comprobar la honradez de quienes designaba para ejercer funciones diplomáticas menores y puramente simbólicas. De todas formas, política y corrupción forman un binomio indisociable en España. ¿Quién se iba a escandalizar por dos mil ridículos dólares, peccata minuta en la interminable lista de robos y chanchullos en el haber histórico del Estado español y de su impronta como imperio en tierras latinoamericanas desde la colonia? Si el embajador hubiera tenido tiempo, hubiera felicitado a su cónsul honoraria por encarnar modestamente la destreza rapiñadora del país del que era imagen.

Cuando el abogado reprodujo la reprimenda de Su Señoría a Inmaculada, esta halló hábilmente la forma de condensar en una sola palabra la multitud de pensamientos que la asolaban:

—¡Estúpido!

Luis Salazar, el primero en su promoción de Derecho y notorio por la enrevesada eficacia de su retórica, no hubiera permitido semejante trato a nadie, pero Inmaculada era harina de otro costal. Incluso él, un hombre hecho y derecho de casi dos metros de estatura con el Código Civil y Penal incrustados en el cerebro, se sentía amilanado ante aquella fierecilla ignorante que, en cuanto concluyó el Bachillerato raspado, contrajo matrimonio con un próspero colega de carrera que tuvo el valor de aguantarla tres años —en el segundo nació su única hija, Adela, regordeta para horror de su madre—, y al que dejó en la ruina tras un sonado divorcio. Él adujo incompatibilidad de caracteres y ella maltrato, interpretando un melodrama plagado de espeluznantes escenas cuya existencia, exclusivamente en su imaginación, de puro vívida, le permitía recrearlos con pelos y señales para estupor de los presentes y, sobre todo, de su exmarido, quien, inmolado en los estallidos de furia de Inmaculada, jamás tuvo con ella una palabra más alta que la otra y presenciaba, helado, la pormenorizada descripción de un monstruo irreconocible que llevaba sus mismos nombres y apellidos.

No, no podía llegar tarde. Le consolaba sobremanera el axioma de su bisabuela Caridad, quien, a su vez, lo había escuchado de sus antepasados españoles, transmitido de generación en generación desde que pusieron un pie en el Nuevo Mundo: “este país es nuestra hacienda”. Encontró un estacionamiento cercano, se retocó el maquillaje con esmero dentro del vehículo, se aplicó unas gotas de Miss Dior detrás de las orejas y en las muñecas y avanzó con aire triunfal hacia la sala número cuatro del juzgado hasta que vio el título que presidía la puerta, “Caso: Defensa del Consumidor”, y se le torció el gesto.

Fue la última en llegar, como la novia cuya entrada marca el inicio de la ceremonia. Un minuto después entró el juez.

—Estamos aquí reunidos por la demanda interpuesta por el Sr. Alejandro Ortiz contra la Sra. Inmaculada Rubiales por un caso de supuesta conculcación de los derechos del primero como consumidor.

“Empezamos bien”, pensó Inmaculada, a quien el término “supuesta” le encantó. Recordó el juicio de su divorcio con delectación, lo fácil que le resultó llevar el agua a su molino enturbiándola un poco. En cuestiones de legalidad, se reafirmaba, todo se mueve en el territorio de la duda, una geografía hecha de hondonadas y zanjas que ella transitaba con pasmosa soltura.

Inmaculada, Cuca para los (pocos) amigos, expandió la agencia de viajes de su padre, “Tusonrisa”, que, tras una época gloriosa sin apenas competidores, ella había rebautizado como “Mirrisa” y transformado en una pantalla de transacciones opacas y en su plataforma personal para recorrer mundo cobrando un dineral como guía sin tener ni pajolera idea de historia, cultura o tradiciones de los países que visitaba; eso sí, se conocía de memoria las mejores tiendas de moda y era tan buena madre que nunca dejaba de traer algún trapito a Adela cuatro tallas inferiores a las que la chica usaba a modo de sutil estímulo para que adelgazara; como eso nunca sucedía e Inmaculada era sumamente práctica, acababa luciéndolos ella misma y, por feliz coincidencia, siempre le quedaban como un guante.

—De acuerdo con el Artículo 58 del Reglamento General de Audiencias bajo las normas del Código Procesal Penal, es mi obligación instar a las partes a una conciliación que, en caso de producirse, daría por concluida la celebración de este juicio y sería homologable a una sentencia. ¿Están las partes dispuestas a llegar a un acuerdo de reparación?

Inmaculada, enfática, negaba con la cabeza con tal ímpetu que parecía que se le iba a desprender de los hombros en cualquier momento, dejando sin soporte el collar de perlas, sacudido por el terremoto del cuello, y los amuletos ocultos bajo el vestido. El abogado de Alejandro Ortiz intervino:

—Con la venia de Su Señoría, mi cliente lleva más de diez meses intentando llegar a un acuerdo extrajudicial imposibilitado por la ambigüedad primero y oposición después de la parte demandada; tanto es así que, antes de presentar la demanda, y como señal de buena voluntad, recurrió a la Oficina de Mediación de la Defensoría del Pueblo hace exactamente ocho meses, donde la demandada, erre que erre, reiteró su negativa a negociar.

El juez elevó la vista al cielo, consciente de que Inmaculada era un hueso duro de roer y de que aquel caso le iba a intensificar la migraña crónica que padecía. Alejandro Ortiz tuvo la desventura de contratar un tour a Europa con “Mirrisa” y, tras haber pagado la mitad del importe, es decir, dos mil dólares americanos, la desventura aún mayor de ser hospitalizado de urgencias por un cuadro de gastroenteritis aguda el mismo día en que el grupo partía, cuando, por indicación de la agencia, entregaría la otra mitad en metálico; incapaz de localizar a Inmaculada, comunicó su estado desde una camilla a la secretaria de esta, Margarita Flores, y la prohibición de viajar por prescripción médica. Tras casi un año tratando de recuperar su dinero de manera amistosa, Inmaculada Rubiales eludía devolvérselo. Básicamente, esos eran los hechos que el juez encaraba.

Luis Salazar intervino a continuación, no tanto para defender a su clienta como para atacar al demandante:

—El Sr. Ortiz estaba al corriente de las cláusulas de viaje por las que, con los más altos estándares internacionales de calidad, se rige la agencia “Mirrisa”, incluyendo la política de no devolución de pagos por la obvia razón de que todas las reservas hoteleras, de alimentación y de visitas, además de las tarifas de guías locales, habían sido previamente abonadas en su integridad por mi representada, o sea, fue ella quien salió perjudicada al tener que hacer frente a los dos mil dólares que el Sr. Ortiz todavía le debe. Además, y como prueba de la generosidad de la Sra. Rubiales, se le propuso al Sr. Ortiz la posibilidad de incorporarse al tour unos días más tarde, cuando ya estuviese recuperado, pero él, obstinado y con mala actitud, rechazó la alternativa que altruistamente se le brindaba.

Así, por arte de birlibirloque —al fin y al cabo, eso es el Derecho: hacer magia con las palabras—, la víctima pasaba a ser el culpable y la culpable la víctima. “Ha estado estupendo”, pensó para sus adentros Inmaculada, quien tributó al juez una coqueta caída de pestañas con cara de cordero degollado. “Y ahora, como remate, mis testigos”. La mejor defensa es, invariablemente, un buen ataque.

—¿Jura usted decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?

—Lo juro.

A Esteban García, gerente comercial de la empresa de Quito encargada de la contratación final de pasajes de la que “Mirrisa” era principal accionista, no le costaba nada jurar cualquier cosa con tal de vender. Por Inmaculada hubiese jurado que la tierra es plana o que las vacas vuelan. Avezado en las artes del chalaneo, cobrar sobrecargos ficticios alegando las más variopintas razones y desoír sistemáticamente los reclamos de cuantos estafaba, para él mentir, en el bar de la esquina o en un juicio, qué más daba, era el pan nuestro de cada día.

—Como gerente y delegado en Ecuador de varias empresas europeas del sector turístico, y abundando en lo expuesto por el abogado Sr. Salazar, nosotros compramos paquetes hechos para los clientes de la Sra. Inmaculada Rubiales, así como para los de muchos otros operadores a lo largo del país, evaluamos la cantidad total de viajeros y sacamos un costo estimado que anticipamos dos o tres meses previos a cada tour, de tal modo que cualquier cancelación catorce días antes del inicio del viaje supone una multa del cien por ciento en cualquier país del mundo.

Casi nada era verdad, pero casi todo lo parecía. Esteban ajustaba los paquetes de un día para otro con el mismo desparpajo que un mercader ambulante arma y desarma su precario bazar de baratijas, calculaba los precios al tuntún inventando comisiones desorbitadas, no pagaba a sus proveedores ni un céntimo antes de las expediciones, sino siempre en cuotas y a posteriori, y la universalidad del remache final era una improvisación de la que se sentía especialmente orgulloso por revestirle de un conocimiento total.

—¿Existe un contrato firmado por las partes? —inquirió el juez.

Esteban tragó saliva. Inmaculada también. Ese era su talón de Aquiles. No, no existía ningún contrato. Inmaculada tenía aversión a los papeles en que debía rubricar su firma. Con los años, y con el asesoramiento del mismo Luis Salazar, había constituido un entramado de sociedades fantasma a través de las cuales evadía sus obligaciones fiscales e incluso obtenía sustanciosas compensaciones del Estado, pero su nombre no aparecía en ninguna. Ella, que no entendía de números, pero sí de trampas, infería que si organizaba bien estas multiplicaba aquéllos, y, para conseguirlo, el único requisito era invisibilizarse documentalmente. No firmar contratos siempre había jugado a su favor: si alguno de sus clientes había adelantado parte del pago y suspendía el viaje, así fuera meses antes de realizarlo, jamás lo reembolsaba (ni aun en la contingencia de defunción, como si el finado tuviese la culpa por no presentarse en el aeropuerto y haber decidido de motu proprio tomar la ruta del más allá), si se enfermaban en países lejanos los abandonaba allá sin el menor reparo, si se perdían maletas les reñía por descuidados, pero en ningún caso asumía responsabilidad alguna. Aquellas técnicas siempre le habían funcionado a la perfección.

Los afectados, creyéndose, por una parte, inermes por su falta de precaución al no haber exigido garantías y temerosos, por otra parte, de los famosos estallidos de furia de Inmaculada y de su prestigio, se resignaban y dejaban correr el asunto. Hasta que apareció el energúmeno de Alejandro Ortiz, estudiante de Derecho, cuyo concepto de justicia estaba en las antípodas de la antológica permisividad latinoamericana hacia todo tipo de arbitrariedades. Alejandro, alma de cántaro, aún no había entendido que en la región del mundo en que nació existe una suerte de pacto tácito según el cual el abusado calla y el abusador impone.

Intervino, ágil como un zorro recién salido de su guarida alertado por un sonido peligroso, Luis Salazar.

—No, Señoría, no hay contrato firmado, lo cual demuestra la buena fe de mi clienta y su extrema confianza, tal vez demasiada, por su conducta irreprochable y su extremada delicadeza humana y profesional, que le ha valido reconocimientos tan altos como el de “Emprendedora del Año” otorgado por la Cámara de Comercio del Ecuador, por citar el más reciente, y, cómo no, su cargo de cónsul honoraria de España, donde se desempeña con exquisita diplomacia buscando incansablemente el beneficio de nuestro país y…

—Le he pedido un monosílabo, sí o no, no un panegírico de su clienta —le interrumpió, molesto, el juez —. Sepa usted que la relación contractual es un deber en aras de proteger los intereses de las partes, especialmente de la más vulnerable, y de avalar la transparencia sobre aquello que se contrata, así que no se vaya por las ramas con monsergas. Que pase el siguiente testigo.

Margarita Flores, secretaria de Inmaculada desde hacía una década, pasó al estrado con las piernas temblorosas y un discurso grabado alborotando violentamente sus escasas neuronas. Una vez sentada notó, con infinita angustia, que se había quedado en blanco. Miró despavorida a su jefa y esta, sin sospechar la debacle cerebral de la cándida Margarita, le devolvió la mirada con un guiño para darle ánimos.

—¿Jura usted decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?

—Lo juro.

A diferencia de Esteban, para quien jurar era un acto tan banal como mascar chicle, para Margarita el juramento tenía connotaciones cuasidivinas. Sorprendentemente, y a pesar de habérsele borrado cuanto Inmaculada le conminó a declarar, recordó al pie de la letra un pasaje del evangelio de San Mateo, “no juréis de ninguna manera, ni por el cielo, porque es el trono de Dios, ni por la tierra, porque es el escabel de sus pies”, y su terror se hizo completo. Acompañar a su jefa a tantas misas y novenas por temor al despido había dejado mella en su frágil personalidad. Dijera lo que dijera, cometería sacrilegio. Se sintió perdida aun antes de la primera pregunta.

—¿Es o no es cierto? Haga el favor de responder, Sra. Flores —le apremió el juez.

Margarita contemplaba la sala de audiencias como si fuera un teatro maléfico. Desde su posición en la tarima, su jefa quedaba a su izquierda —el lado del mal por antonomasia— y aquel sobre quien debía verter toda clase de injurias, fatalmente desaparecidas de su mente, a su derecha, y se sintió profundamente turbada por aquel giro espacial en el que no había reparado mientras ocupaba un discreto puesto entre el público.

—¿Qué, cómo? Disculpe, no escuché bien.

—¿Es o no es cierto que mi defendido le escribió numerosos correos electrónicos reclamando su dinero a lo largo de los últimos diez meses? —insistió el abogado de Alejandro.

Era una de las preguntas previstas por Inmaculada cuya respuesta habían preparado juntas a conciencia, pero Margarita, cada vez más confundida, se veía a sí misma como juzgada y condenada de antemano; incapaz de articular los sapos y culebras contra el demandante que su jefa le había hecho recitar una y otra vez con minuciosidad de entomóloga, incluyendo la acusación de acoso, siempre tan socorrida y que le funcionó a las mil maravillas en el juicio de su divorcio, solo atinó a mascullar incongruencias:

—Oh, claro, sí, me escribió. Yo guardo todo en carpetitas muy ordenaditas, ¿sabe usted?, es lo mejor para no enredarse.

—Entonces reconoce que sí recibió esos correos y, sin embargo, dejó de contestarlos hace más de nueve meses. ¿Por qué?

Inmaculada retorcía con furia las cuentas de su collar de perlas. Sus ojos echaban chispas y con ellos taladraba a Margarita, quien, abstraída y ausente, parecía estar delirando:

—¿Por qué?, ¿por qué? Pues que buena pregunta, ¿verdad? —al salir de su propia boca, sin planificación, aquella palabra redentora, optó por exponer precisamente la verdad; se había quedado sin tramas auxiliares—. Mi jefecita se fue de viaje a Camboya o la Conchinchina, no recuerdo bien, el caso es que antes de irse me recalcó “no contestes más a ese majadero, ya se cansará”, y, como puede usted suponer, la Sra. Rubiales sabe mucho de toditos los asuntos que pueda usted imaginar y yo la obedecí porque le tengo mucho aprecio y respeto.

Cariacontecida, la aludida se contuvo para no saltarle a la yugular. La despediría, sin contemplaciones y sin indemnizaciones —que le pusiera un pleito era tan poco probable como que una hormiga plantara cara a un león—, en cuanto retornara a la oficina.

—No hay más preguntas.  

La atolondrada mujer respiró aliviada y, en su ingenuidad, mandó un beso con la mano a su jefa al pasar por su lado, quien, roja de ira, hizo ademán de escupirle. Margarita pensó que, efectivamente, ocupar el lugar izquierdo frente al juez era muy sintomático, pues su querida Inmaculada —le perdonaba todo porque sabía que con tanto rosario y tantas peregrinaciones a Tierra Santa no podía ser mala—, parecía el mismo demonio. En una ocasión, Inmaculada la llevó a una conferencia sobre ángeles que organizaba un instituto religioso de derecho pontificio, Los Pajes de la Virgen, un grupo de sacerdotes vestidos con vaporosas capas blancas que parecían réplicas del mismísimo Papa, pero lo que realmente la deslumbró fue la brillante intervención de su patrona:

—Vamos a ver, si los demonios son ángeles caídos, eso significa que al precipitarse al averno dejaron sus puestos vacantes en el cielo, ¿no es así? Yo podría ocupar alguno de esos puestos cuando me vaya al cielo.

A Margarita nunca le hubiera sobrevenido agudeza semejante. Había que reconocer que Inmaculada pensaba en todo. Naturalmente daba por supuesto que iría directa al paraíso, después de todo era lógico —con tanto rosario y tantas peregrinaciones a Tierra Santa no podía ser mala—, pero es que además era tan precavida que quería asegurarse el lugar que ocuparía allí, como quien adquiere un terrenito con vistas al valle para construirse la segunda residencia.

Inmaculada consultó el reloj. Eran las doce y media. ¿Es que no iban a hacer un receso ni para almorzar? De pronto visualizó a Adela rumbo a la nevera y aprovechó para enviarle un mensaje de WhatsApp con las manos metidas en su bolso Chanel: “No se te ocurra saltarte el régimen”.

El juez, que no perdía ripio de cuanto sucedía en la sala y que, sin necesidad de alzar los ojos, lo veía todo, como Dios, la amonestó sin dirigirse a ella:

—No está permitido el uso del teléfono en la sala.

Inmaculada, acorralada, tenía mucho más que decir a Adela, pero hizo un colosal esfuerzo mental para sintetizar en una sola palabra la plétora de emociones que quería transmitir a su hija. “Gorda”, acertó a teclear. El mensaje fue enviado y, casi inmediatamente, recibido, como atestiguaban las dos marcas azules. Satisfecha por haber cumplido con su rol de madre abnegada, escuchó con fastidio la nueva intervención del abogado de ese entrometido Alejandro que había osado meter palos en sus ruedas.

—Para resumir, Su Señoría, el importe que mi cliente pagó por ese viaje no realizado sumaba la casi totalidad de sus ahorros y tuvo que invertir buena parte de lo que le quedó en gastos médicos y en su posterior recuperación. Mi cliente está amparado, además de por los artículos 52, 53 y 54 de la Constitución de la República del Ecuador sobre el derecho de las personas a recibir bienes y servicios de óptima calidad, por el artículo 4, numerales 4 y 8, de la Ley Orgánica de Defensa del Consumidor que recogen, respectivamente, el derecho a una información veraz —violado sistemáticamente por la agencia turística “Mirrisa—, y a la reparación e indemnización por daños y perjuicios.

—¡Lo que faltaba!

El grito airado de Inmaculada, que no pudo reprimir, actuó como la puntilla sobre la castigada migraña del juez, quien, a su vez, y más fuerte, vociferó:

—¡Silencio! ¡Orden en la sala! Mañana a las nueve en punto de la mañana emitiré mi veredicto.

Inmaculada ya no le ofreció ninguna caída de pestañas, sino una mirada desafiante, dura, en la que se podía leer una clara advertencia: “usted no sabe quién soy yo”. Estaba tan segura de sí misma, se había pasado la vida amedrentando a los demás con tal excelencia, que ni tan solo concebía la posibilidad de una derrota. Nerviosa, metió de nuevo las manos en el bolso en busca del rosario. En cuanto palpó el crucifijo tallado en marfil, se tranquilizó. “Jesús y la Virgen Santísima me amparan. Todo saldrá bien, todo saldrá bien”.

De nuevo a bordo de su todoterreno, aplicó la misma metodología de sprint de vuelta a casa: pasó los semáforos ya no en ámbar, sino directamente en rojo, pitó a cuanto transeúnte osara poner un pie en la carretera, así tuviera paso preferente o fuera de la tercera edad, adelantó como una bala a las tortugas al volante que obstaculizaban su camino y añadió gestos obscenos a su repertorio de palabrotas —tenía la virtud de olvidar unos y otras— contra los conductores que le caían mal. No le movía la prisa, sino la rabia.

Llegó a casa hecha un basilisco. Coherente con su puesta en escena en la salida, hizo su entrada con otro portazo. Adela, sobresaltada, lo escuchó desde la cocina e, instintivamente, escupió el bocado de espagueti a la carbonara que se había preparado con más culpa que hambre. No se figuraba que su madre llegara tan pronto. Se apresuró a tirar el resto del plato en la basura y a esconder los ingredientes en el primer armario a su alcance. Demasiado tarde.

—Con que esas tenemos, ¿eh? —rugió, fuera de sí, Inmaculada—. Me tomo la molestia de preocuparme por ti en el primer juicio al que me toca asistir como demandada en toda mi vida, yo, una persona de reputación intachable, me arriesgo por ti y me gano una bronca de ese juez corrupto por ti, ¿y para qué?, para que la niña mimada, la gorda, sí, sí, no te pongas a llorar, ¡la gorda!, porque no se te puede llamar de otra forma, haga lo que le dé la soberana gana y se pegue el gran festín mientras su propia madre, de quien vives, por si no te acordabas, sabes de sobra que tu padre no tiene un centavo, tiene que soportar toda clase de vejaciones. ¡Eres una ingrata! —no le pareció suficiente como colofón del rapapolvo y especificó—. ¡Eres una ingrata gorda!

Adela corrió a su habitación hecha un mar de lágrimas. “Que llore, que llore, a ver si así recapacita un poco y se toma en serio su régimen”, pensó Inmaculada, que se encerró en su despacho para no oír los desafinados hipidos de su hija. “Ni para el llanto tiene estilo, la pobre; a su edad yo ya tenía una fila de pretendientes y a esta no hay quien le hinque el diente, como a doña Rosita la soltera de García Lorca”. Analizó la situación con frialdad. Las cosas no pintaban bien. Luis Salazar no se había mostrado tan contundente como ella esperaba. Esteban García lo había hecho bien, pero podía haber estado mejor.

En cuanto a la imbécil de Margarita Flores, más valía no darle vueltas: la echaría a la calle y, con un poco de suerte, el juez la habría tomado por retrasada mental. Alejandro Ortiz, erguido y sereno, no se había dignado a mirarla. “Maldito gusano, te aplastaré”.

Por asociación de ideas evocó a Mateo, otro gusano al que había acogido bajo sus alas contratándolo como su asistente personal y, tras cuatro años explotándolo con el sueldo básico y sin vacaciones, se había independizado montando su propia agencia de viajes. No pudo soportar que se saliera con la suya, y como el libre ejercicio de una profesión es precisamente eso, libre, le endosó los grilletes de la difamación. “Mateo es un traidor, Mateo es un ladrón”. Al darse cuenta de que sus críticas no surtían efecto, pues la probidad de Mateo era bien conocida por cuantos lo habían tratado, se le ocurrió esparcir otro chisme con que torpedear más eficazmente su intimidad: “Mateo es maricón”. En una ciudad tan beata como Cuenca logró infligirle cierto daño, pero no el suficiente como para desbancarlo. Mateo se casó y tuvo dos hijos, pero Inmaculada, llena de veneno, insistía: “es una tapadera, en realidad es de la otra acera, como el escritor ese de medio pelo, un viejo verde también casado y que toda la ciudad sabe que lleva una doble vida sobando a jovencitos”. Frustrada al constatar que sus dardos no le habían aniquilado —llegó a ofrecer doce novenas a la Virgen del Carmen para que sufriera un accidente grave—, no estaba dispuesta, bajo ningún concepto, a probar de nuevo el amargo sabor del fracaso.

Se puso a hacer llamadas de manera frenética para averiguar quién conocía al juez que llevaba el caso y qué influencias podía ejercer sobre él. Quería saberlo todo, sus puntos débiles, si era consanguíneo de alguien (exprimiendo con mínimo empeño la genealogía de Cuenca se podía encontrar parentesco con casi cualquiera, “siempre que no sea cholo, claro”, razonaba, abrumada, Inmaculada), si era un buen católico, como ella (“compartir creencias siempre es un punto a favor”, ponderó), cuáles eran sus hobbies (tal vez, como a ella, le gustase el golf, participar en las procesiones de Semana Santa y recibir, en su caso arrodillada frente al televisor y con mantilla, las bendiciones urbi et orbi del Papa cada domingo de Pascua y Navidad), si tenía hijos y de qué edades (“si Adela fuese delgada se relacionaría más, pero al estar como un tocino nadie la invita a fiestas y yo no puedo codearme con los míos como quisiera, qué desastre”). De algún modo u otro, siempre acababa volcando su inquina contra su hija. Tras horas enganchada al teléfono, se dio por vencida: nadie sabía nada de ese magistrado impertinente procedente de otra provincia y, al parecer, insobornable. Probablemente lo habían transferido por mala praxis y a saber de qué familia de baja estofa pertenecía para que nadie de su círculo social lo ubicase. Falta de recursos, agarró el rosario y recitó avemarías y letanías con la devoción de una mártir antes de ser arrojada al foso de los leones.

Mientras tanto, recluida en su habitación y con los ojos aún acuosos, Adela redactaba una nota.

Al día siguiente, Inmaculada repitió, punto por punto, el ritual de la jornada anterior: se santiguó tres veces delante del espejo de la bisabuela Caridad y otras tres de espaldas a él, desestimó el luto y se decantó provocadoramente por un traje chaqueta rojo sangre, el mismo tono que escogió María Estuardo, reina de Escocia, para su decapitación como claro mensaje de que moriría como mártir católica, se colgó el escapulario del Carmen al cuello y la medalla de San Miguel —tuvo la tentación, fugaz pero intensa, de dudar sobre su eficacia en la lucha contra el demonio y pensó que ella disponía de más armas y que si la nombraran arcángel el mal del mundo se extinguiría en un santiamén—, y se colocó en la solapa un broche de rubíes. Después, metió el rosario en el bolso Chanel que valía más del doble de lo que adeudaba a Alejandro Ortiz y ya no incluyó el frasquito de vidrio de agua bendita, cuyo contenido había vaciado el día anterior en un rincón de la sala de audiencias. Sabía que estaba impecable, pero esta vez no lo tenía todo bajo control.

Antes de salir de casa hizo las reconvenciones de rigor a su hija:

—No se te ocurra saltarte el régimen y no…

—No comas entre horas, ya lo sé, mamá. No te preocupes, nunca más lo volveré hacer. No volveré a darte más disgustos.

—¿Darme disgustos? Tú eres mi mayor disgusto, hija mía, sin necesidad de que provoques otros; ni siquiera quise tenerte —le espetó Inmaculada, que tenía el don de usar las palabras como bofetadas sin rebajarse a la violencia física; además, Adela era demasiado grandota y ella demasiado enclenque como para intentarlo.

Adela no hizo ni siquiera amago de replicar. Inmaculada salió disparada dando el habitual portazo. Había tomado la precaución de llamar un taxi; en un día tan crucial no quería manejar. Sin embargo, eso no evitó que musitara insultos contra los demás conductores ni que, cuando el taxista se detenía en algún paso cebra, gritara, exasperada, “acelere, acelere”.

Una vez más, fue la última en llegar, ya no como la novia cuya entrada marca el inicio de la ceremonia, sino como la soberana que cierra su propio cortejo fúnebre. Un minuto después entró el juez.

—Estamos aquí reunidos para escuchar mi veredicto sobre la demanda interpuesta por el Sr. Alejandro Ortiz contra la Sra. Inmaculada Rubiales por un caso de conculcación de los derechos del primero como consumidor.

“Empezamos mal”, pensó Inmaculada, “ha omitido lo de supuesta”. Lo que vino después fue, más que una resolución judicial, una catástrofe de dimensiones colosales que dejaba al descubierto, a través de aquel caso particular, las irregularidades generalizadas en el modus operandi de “Mirrisa” y su directora:

—Y, por lo tanto, a pesar de que no existió un contrato por escrito que detallara los términos del tour, responsabilidad de la demandada, sí existen recibos bancarios, facturas de devoluciones de las compañías áreas tramitadas directamente por el demandante ante la inoperancia de “Mirrisa”, emails y otro tipo de documentos que demuestran, con arreglo a derecho, su validez y la existencia plena de la obligación. Es evidente, por otra parte, que nos hallamos ante un caso de fuerza mayor o fortuito, tal como recoge el Artículo 30 del Código Civil, es decir, un imprevisto al que no es posible resistir, como la hospitalización del Sr. Ortiz, cuyo cuadro clínico, por definición imprevisible y con la subsiguiente prescripción médica de reposo y tratamiento posterior, le impidió viajar en la fecha prevista por estar en riesgo su salud, hecho que de ninguna manera justifica el proceder de la empresa “Mirrisa”, escudándose en la inexistente costumbre de las empresas de su misma rama en Europa. En definitiva, “Mirrisa” faltó a norma expresa contenida en los artículos 17 y 75 de la Ley Orgánica de Defensa del Consumidor en relación con los artículos 1, 2, 4.5 y 8 ibidem.

En otras palabras, el juez le estaba explicando a la muy ilustre Inmaculada Rubiales, cónsul honoraria del Reino de España, lo que esta ya conocía: que ofrecía información engañosa, insuficiente e incompleta, que sus servicios eran defectuosos, ineficaces y causaban daño, que dispensaba un trato no transparente, no equitativo, discriminatorio y abusivo; en suma, que era una corrupta. Nada nuevo bajo el sol.

“A mí plim”, se decía, emberrinchanda, Inmaculada, quien no paraba de toquetear el broche de rubíes, una valiosa joya también heredada de la bisabuela Caridad, con la esperanza de que algún destello carmesí fulminara al juez. A punto estuvo de arrancarse la medalla de San Miguel y arrojársela sobre la toga.

—En consecuencia, administrando justicia en nombre del pueblo soberano del Ecuador, por autoridad de la Constitución y las leyes de la República, se sanciona a la compañía “Mirrisa”, cuya representante legal es la Sra. Inmaculada Rubiales, a la restitución de valor cancelado de dos mil dólares por el Sr. Alejandro Ortiz, a la indemnización correspondiente por daños y perjuicios por importe de mil dólares y a la máxima multa que contempla el artículo 75 de la Ley del Consumidor por engañar y hacer perder el tiempo a este tribunal.

“Maldito resentido social, seguro que viene del mundo obrero”. Su instinto materno le llevó a escribir, compulsivamente, otro mensaje de WhatsApp a Adela con las manos metidas en su bolso Chanel: “no se te ocurra saltarte el régimen”. Y, colérica, añadió: “gorda”. Le extrañó que la niña estuviera desconectada desde la noche anterior, pero no le dio mayor importancia. Su buen nombre estaba siendo pisoteado y su prioridad absoluta era resarcirlo.

Cuando el juez abandonó la sala, Inmaculada escupió en la cara a Luis Salazar y puso pies en polvorosa. Tomó otro taxi de regreso y ya no musitó insultos contra conductores y peatones, sino que bajó la ventanilla y los expresó, para anonadamiento del taxista, a voz en cuello. Era increíble ver a una señora tan refinada profiriendo toda suerte de improperios, a cuál más procaz.

Otro portazo anunció su llegada. Se deslizó a la cocina con la agilidad de una anguila para pillar a Adela in fraganti y desahogar en ella su descarga eléctrica, pero la chica no estaba allí.

—¡Adela, Adela!, ¿dónde te has metido? —bramó Inmaculada, pero no obtuvo respuesta.

Abrió bruscamente la puerta de su habitación y se le atragantó, apenas formulada, la siguiente pregunta:

—¿Por qué diablos no contestas?

Adela no podía contestarle. Adela, con su camisón blanco y su hermosa cabellera rubia suelta sobre los hombros, yacía colgada de una sábana sujeta a una de las vigas del techo.

Inmaculada, lívida, se precipitó a su despacho y tomó el teléfono. Llamó a Luis Salazar.

—¿Cómo se puede borrar un expediente del registro judicial?

“Después me ocuparé de Adela, primero debo limpiar mi reputación”. Al cabo de un par de horas de consultas y resultados infructuosos, se acordó de su hija. “Inoportuna hasta para escoger el día de su muerte”, rezongó. Llamó al 911 y, en el momento de ser atendida, interpretó el papel de madre devastada y hasta consiguió el prodigio de derramar un par de lágrimas.

Dos agentes se presentaron en menos de un cuarto de hora acompañados de un médico forense para proceder al levantamiento del cadáver. Inmaculada no contaba con que los policías se pusieran a revolver la habitación.

—¡Basta! Pero ¿qué se han creído? Aquí no se toca nada, cretinos. ¿Es que no saben respetar el dolor de una madre?

—Lo siento, señora, es el procedimiento habitual. Tenemos que buscar evidencias, motivaciones para el suicidio —aclaró, paciente, uno de los policías.

—¿Y qué más dará eso, digo yo, si ya está muerta? Eso es de muy mal gusto —protestó Inmaculada, quien, súbitamente, se dio cuenta de lo inapropiado de su vestimenta. No había tenido tiempo de cambiarse y su traje chaqueta rojo sangre la asemejaba más a Lucifer que a María Estuardo.

—¿Alguien acosaba a su hija? —preguntó el otro policía.

—¡Qué barbaridad! Naturalmente que no, ¿cómo se le ocurre?

—En su teléfono hay muchos mensajes llamándola gorda y proceden de un número que ella grabó como “mamá”.

Además, sobre el escritorio estaba la nota de despedida de Adela, muy breve, que coincidía con sus últimas palabras en vida:

“No te preocupes, mamá, no volveré a darte más disgustos. Firmado: La Gorda”.

—Quiero hablar con mi abogado —acertó a balbucear Inmaculada antes de que los agentes se la llevaran esposada a la comisaría.

Luis Salazar se negó a representarla. Y el juez asignado, otro desconocido y con el mismo resentimiento social que el anterior, la condenó a tres años de pena privativa de libertad en la cárcel de Turi —tristemente célebre por las macabras masacres entre reos enlodados de narcotráfico—, amparándose en el delito de intimidación tipificado en el artículo 154 del Código Orgánico Integral Penal.

¿De dónde salía tanto artículo, tanto código, tanta ley? Inmaculada estaba genuinamente desorientada. Siempre había obrado, sin ningún percance, bajo la máxima que le inculcó la bisabuela Caridad, filántropa ejemplar de la ciudad con cuyos fondos se finalizó la construcción de la catedral nueva: “este país es nuestra hacienda”. ¿Acaso todos se habían vuelto locos? ¿Desde cuándo la gente buena, como ella, tenía que someterse a la tiranía de eso que llamaban justicia? ¿En manos de qué desaprensivos estaba ahora su amada tierra?

De nada sirvieron súplicas, pataleos ni amenazas. La embajada de España le retiró el cargo de cónsul honoraria y la palabra. Una vez en Turi, un grupo de mujeres de submundos construidos a golpe de pesadillas, palizas y laberintos sin salida se encargaron de darle la bienvenida al infierno. Inmaculada no volvió a invocar a ningún santo nunca más.


Andrés de Müller (Barcelona) es Ph.D. en Educación con especialidad en Mediación Pedagógica (Universidad La Salle de Costa Rica), licenciado en Economía (Universidad de Barcelona y University of Southampton) y mejor graduado del Programa de Gobernabilidad, Gerencia Política y Gestión Pública (The George Washington University, Banco de Desarrollo de América Latina—CAF y Universidad de Cuenca). Asesor literario de los principales grupos editoriales de España, Grupo Planeta (Planeta, Destino, Columna) y Penguin Random House Grupo Editorial (Plaza & Janés, Lumen, Grijalbo); consultor de los premios literarios Planeta, Nadal, Azorín, Fernando Lara y Ramon Llull. Fundador y director del Proyecto Cultural y Literario Ciudad de los Niños Costa Rica (www.proyectoliterariocdn.com), reconocido internacionalmente como “Proyecto Exitoso de Alcance Global” en el XII Congreso Mundial de Mediación y Cultura de Paz (Bogotá, 2016). Docente e investigador de la Universidad Nacional de Educación de Ecuador (UNAE), coordinador del Proyecto de Difusión de la Lectura en la Provincia del Cañar, miembro del consejo editorial, articulista y corrector de estilo de la revista de divulgación de experiencias pedagógicas Mamakuna. Autor del proyecto ECUPAZ sobre la promoción de la cultura de paz en Ecuador para la Universidad de Cuenca. Miembro fundador del colectivo cultural cuencano Casa Tomada y articulista de su revista homónima. Autor del libro de relatos Sótanos a la intemperie (Libros Libres, 2003) —finalista ese mismo año del Premio de Novela Fernando Lara con la obra Vigilancia Nocturna— y de los poemarios Palabra de río (Dirección Municipal de Cultura de Cuenca, 2017) y Gozo por Efraín Jara (Dirección Municipal de Cultura de Cuenca, 2019). Articulista de opinión del principal periódico de Costa Rica, La Nación (2010—2018), jurado literario y voluntario del programa de animación de la lectura “Librotón” del Ministerio de Salud Pública para pacientes de pediatría del Hospital Vicente Corral Moscoso de Cuenca.


Foto portada tomada de: https://bit.ly/3PAzxGh

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