Por Fabricio Guerra Salgado

Es 2 de noviembre de 1938, último día de vida de Geoffrey Firmin, cónsul británico en Cuernavaca. Hace poco, las expropiaciones aplicadas por el gobierno de Lázaro Cárdenas a las empresas petroleras inglesas en territorio mexicano provocaron la ruptura de los vínculos diplomáticos entre ambas naciones, lo que ha sumido al funcionario en una especie de limbo burocrático.
Pero tal cosa no le afecta, al menos en relación con los intensos dramas afectivos que lo mortifican, abocándolo a un severo alcoholismo, condición que determina de forma y fondo el relato. La ebriedad es la causa de que la voz de Firmin se torne enmarañada, delirante, poética, Surge así, destilado, el caos de la creación que devendrá en destrucción. Un viaje hacia su propia interioridad en busca de una imposible catarsis.
En esta aciaga jornada, día de Muertos, por cierto, Yvonne, su exmujer, ha regresado después de haberse marchado meses atrás. También acompañan al cónsul, Hugh, su hermanastro, y Laruelle, un amigo de la adolescencia. Con ambos hombres, Yvonne llegó a involucrarse sentimentalmente en el pasado, desatando los celos del protagonista y acentuando su dolor.
Entre tanto, el mundo parece estar en ruinas. En España, el fascismo ha derrocado a la república y pretende extenderse al resto de Europa. En Asia, se han desencadenado varias guerras, mientras que, en América, la injusticia social es moneda corriente, indios y pobres son tratados con desdén y crueldad. Entonces, la existencia arruinada del cónsul, a cargo del mezcal, la derrota y la culpa, resulta ser la alegoría de algo mucho más trascendental que la mera historia de un borracho impenitente y condenado de antemano.
La beodez de Firmin constituye un recurso narrativo que se esgrime para describir, desde el campo ficcional, un tiempo y un espacio reales e infames, utilizando a la vez, una infinidad de símbolos que desafían, página tras página, las habilidades asociativas, imaginativas y hasta sensitivas del lector, que termina deslumbrado por tan embriagante prosa.
El Popocatépetl, volcán de incesantes fumarolas, representa el estado de ebullición en el que se hallan los individuos como Firmin. El mítico monte contribuye a establecer la idea de un sustrato social reverberante y opresivo, impregnado por la sensación de alguna amenaza letal que está por concretarse pronto y de modo inexorable.
Todos Contentos y Yo También, La Sepultura, El Amor de los Amores, Cervecería XX, Salón Ofelia, El Petate, El Farolito, son las cantinas y pulquerías que el cónsul recorre, encontrando la muerte en una de ellas a manos de un grupo de policías fachos que lo acusan de espionaje y bolchevismo.
Unos instantes antes de recibir la bala que sellará su suerte, logra escuchar una frase proveniente de un radio transistor: “¿Quiere usted la salvación de México, quiere que Cristo sea nuestro Rey?”. “No”, alcanza a responder Firmin en un instante de postrera lucidez, negando así cualquier atisbo de providencialismo que, como él bien lo sabe, lejos de salvar ni liberar, más bien ata y subyuga.
La redención se torna impensable, quedando tan solo el desgarramiento, el abismo, la locura, la caída final. Porque únicamente la muerte traerá alivio a aquellos seres atormentados que han forjado su propio infierno terrenal, en el que caminan a trompicones entre las tinieblas, buscando con obsesión la copa del estribo y el tiro en la sien.