Por Jorge Reyes
(Publicado originalmente en Treinta poemas de mi tierra. Quito: S.e. [L. Arcos C.], 1926, págs. 16-17)
El arrabal, de noche, deja romper sus focos a pedradas. Las casas, trepando al horizonte, están cogidas como con las uñas de las faldas de los peñones. Los perros dedicados a traperos se espulgan todo el día y, con cuidado, se cuentan las costillas. Para las manadas hambrientas hay pasto entre las piedras. Hay quien viene a buscar en las quebradas lo que no encuentra en su casa. Las calles sufridas nos esperan. con mal olor y sin aceras. Todas las casas se han cerrado a que pasen de largo los fantasmas. Cualquier día el silencio aglomerado hará saltar los vidrios de una ventana y la gente del barrio no volverá a pasar junto a la casa. En todas las cantinas hay un indio que canta, rasgueando la guitarra sucia y con voz deshilachada. Apretados por las manos que alientan y los ojos que hurgan y por el zarandeo de las palabras, entre gritos cortados, los indios bailan. Hasta que el alba trasnochada viene de no sé dónde, las carretillas de los barrenderos destartalan en la madrugada y las escobas echan polvo a los luceros. El rondín del Zámbiza ha ido despejando la tormenta de silencio y el sol, con alboroto de chiquillos, entra en el arrabal, sin respeto.
Jorge Reyes (Quito, 1905-1977). Poeta y periodista. Trabajó en el periódico La Tierra y El Comercio; colaboró con la revista Cartel. De tendencia socialista, fue un certero analista de la realidad social ecuatoriana. Entre sus libros de poemas están: Treinta poemas de mi tierra (1926), Quito, arrabal del cielo (1930) y El gusto de la tierra (1977).