Morirse de a poquito | Adán Echeverría

Por Adán Echeverría

(Colaboración especial para Máquina Combinatoria desde México)

Se había hartado de la lástima que su condición podía generar en los demás. Para eso tenía a su familia. Los suyos estaban ahí para consentirla, protegerla y esconderla de todos si era necesario. Se lo contó a Patricio aquella tarde junto al lago a donde habían ido a caminar antes que el entrara a la estación de radio. No me gusta que nos quedemos en la camioneta, la gente pasa y piensa que estamos haciendo algo malo. Y decidieron caminar cerca del espejo de agua, la tarde empezaba a refrescar, pero el sol aún no quería ocultarse, pintaba el horizonte en tonos naranjas y violetas. La güera creyó que Patricio no la complacería. Hombre al fin, pensaba, en lo único que está interesado en satisfacer su deseo sexual. Los conozco, los veo babear siempre por mis fotos. Solo quieres llenarme de besos, acéptalo.

Patricio no sería diferente, menos cuando siempre dejaba en claro que había sido la güera quien lo había buscado. Ella fue quien abrió las comunicaciones entre ellos, la que decidió que tenía que verse con ese locutor y hablar de frente, fuera de las llamadas que le hacía durante el programa, como otra docena de personas. Pero esa tarde frente al lago, ella se dejó besar y acariciar los muslos. Y entonces lo supo. Se dio cuenta que no quería verlo otra vez.

En el café, unos minutos antes, le preguntó a Patricio si estaba dispuesto a embarazarla, pero ahora todo aquello ya no tenía razón de ser, porque ella terminaría sola su paso por esta vida. Patricio era como todos. Era peor porque no hacía nada por consolarla, por consentirla, por estar ahí cuando ella lo necesitara. Incluso tuvo que pedirle, casi exigirle que se saliera de la oficina para llamarle, porque ella necesitaba qué él estuviera siempre para escucharla y Patricio no hacía lo que una chica espera de un chico. No parecía estar dispuesto. Le exigió que le diera Me gusta, a uno de sus autorretratos en las redes sociales. “¿Por qué el afán de que lo haga? Tienes muchos admiradores que ya interactuaron con tu foto”. Y ella respingó: “Pero eres el único al que se lo he pedido”. Patricio era consciente que aquello tampoco tenía por qué ser verdad. Pero decidió ceder, al final ella se lo había pedido. “No voy a donde no me invitan”, recordó Anianka y Patricio entendió que no violaba de ninguna manera sus propios principios. Esa tarde en el café Patricio le dijo que sí la embarazaría si ella estaba segura de quererlo, lo haría, lo harían juntos. “No, no juntos. Me embarazas, pero no seremos pareja, ni estarás ahí para ser el padre de mi hijo. Yo lo criaré sola. Es lo que quiero que entiendas”.

La güera se presentía necesaria para el amor, o para aquello que ella dilucidaba como tal emoción. Lo cierto es que la mirada nocturna de la muerte que siempre le acechaba, no le permitía la ensoñación. ¿Para qué?, era la pregunta que siempre se hacía. Para qué insistir en un amor, para qué soportar el enojo de todo chico, o preocuparse por consentir a uno solo si podía jugar a hacer feliz a todo aquel que ella quisiera; al final iba a morir joven, y no podría siquiera disfrutar de una relación que se hiciera larga. “¿Te gustaría que yo saliera con él; eso me estás diciendo; dices que no te importa que vea a otros hombres?”, le reclamaba la güera una de tantas veces. Patricio solo atinaba a responder. “Harás lo que tengas que hacer”.

—Entonces no te importa. Claro que saldré con él, si me da la gana. Incluso me voy a meter a bañar ya, porque debe pasar por mí en una hora. ¡Adiós!

A la güera ya no le importaba que aquel novio que dejara en el altar hubiera construido la casa de sus sueños para luego de la ceremonia por la iglesia cargarla y conducirla a su nuevo Reino. No se dio la oportunidad, no quiso ser ella la que permitiera algo por lo cual ya se había aburrido. Y le había dicho un día a su padre: “Terminé con él, no quiero que lo dejes venir a verme más”. Y qué otra cosa podría hacer un padre más que obedecer los caprichos de la hija moribunda, de cualquier hija. Los gastos los había generado aquel hombre 16 años mayor que la güera, “el que quiere un pedazo de cielo tiene que gastar una fortuna en bendiciones”, decían la familia y las buenas costumbres. Y la güera se quedó en su cuarto sonriente por la travesura. “¡A qué lidiar con esos hombres, si no hacen lo que yo deseo! Pronto ya no estaré en este mundo. O se hace lo que yo digo, o me aburriré hasta morir”.

Luego llegó aquel joven cocinero que tanto la había cortejado con pedazos de pastel y nuevas recetas cada vez que podía, que terminaron fascinando a toda la familia. Tenía las puertas abiertas, llegaba y todos los integrantes de la familia se sentaban a la mesa sonrientes, en esa escenografía rutilante para que la güera solo tuviera que bajar de su encierro, si estaba de ánimo, y escuchar: ¡Mira lo que ha cocinado Marquito, se ve delicioso, ven a probar!; pero la güera sin poderlo resistir terminaba vomitando aquellos ácidos que le iban despedazando el estómago.

“¡Miren lo que han hecho!”, gritaba, envuelta en esa desesperación por huir de la escena, subir de nuevo los escalones, y correr al baño a meter su delgadez bajo la regadera; mientras la familia y el hábil cocinero se quedaban ensimismados masticando la tristeza de ver a la pequeña despedazarse en las emociones.

Todo era un sueño fallido y no era posible imaginar mayor final que el de la mortaja: “¿Me extrañarás cuando ya no esté?”, le había preguntado a Patricio luego de hablar del nombre de la hija que le gustaría tener con él; le había preguntado, y esperaba una respuesta que le dibujara una sonrisa. Pero aquel hombre no sabía ser cortés: “Claro que no, para qué”, le había dicho, y remató: “Nadie te extrañará más de dos horas, ya lo dijo el poeta”; la güera no podía dar crédito a semejante respuesta idiota. “Mi madre me extrañará siempre, pendejo”.

—Eso crees tú. La verdad es que no hay forma de que puedas saberlo. Ya no estarás.

—Tú no tienes idea de lo que es una familia unida. No tienes idea de lo que es el amor puro. No tienes idea porque siempre has querido estar solo.

Pero los días aciagos terminaron por pasar de largo. La güera recuperó sus formas, aumentó de peso, aquella sombra mortal había decido abandonarla tal cual se había permitido alguna vez aparecer. O eso esperaban todos, eso creyeron. Lo que no había cambiado, sino que se había instaurado cada vez con mayor firmeza en su mente, era esa actitud frente a la vida, una construcción mental rayante en la soberbia. Su cuarto se había vuelto la guarida, mucho más que un refugio, era la adorada prisión, el sitio donde la reina podría hacer lo que quisiera, donde todos aspiraban alguna vez llegar hasta su cuerpo, y quienes lo tuvieron permitido se desvivían por cuidarla. Si tenía que morir joven, tenía que hacerlo también siendo el objeto del deseo de muchos. Estaba dispuesta a divertirse, para escapar a esa frustración de enfermedad a la que estaba condenada. Los hombres siempre terminan por aburrirme.

Patricio entendía a la güera y sus acciones, su forma de encarar la vida, su idea de la travesura sobre la emoción de los demás, su mandar al diablo al cocinero, y escribirle después: ‘¡Hola!, invítame a cenar’, cuando más le convenía, cuando quería salir un poco de aquel aburrimiento en que las tardes querían sitiarla. Por qué no apurarle un beso, si se presentaba la ocasión. Pero para todo lo demás, no era necesaria su cercanía y la güera lo evitaba. Si llama díganle que no estoy, o dejaba sonar y sonar el teléfono móvil. Mucho menos tenía ánimo para hablarse de amor. Y se lo contaba a Patricio, ya entrada la madrugada: “¡Hola! ¿Qué estás haciendo? Pues se enojó mi cocinero. ¿Puedes creerlo? Solo porque él me escribía y yo me reía de él, le contestaba mensajitos de risa, jajaja, jajaja, y eso terminó por enojarlo”.

Claro que podía creerlo. Patricio no era ningún estúpido, y hasta llegaba a sentir lástima de aquel chico. Formaba parte del mismo juego, que podría parecernos grotesco a muchos, pero Patricio hacía de tripas corazón, y la escuchaba. Se mordía los nudillos mientras la güera le hablaba al oído. A ratos se carcajeaba por las actitudes de la güera: “Pareces una preparatoriana de veintitantos, que sigue viviendo bajo el techo de sus padres, como un parásito. Hace años te graduaste y prefieres la comodidad y el confort de que tus padres se encarguen de resolverte todos los problemas domésticos; no son una familia unida, más bien parecen un par de alcahuetes que no quieren dejarte ir y ser adulto”; le dijo en una ocasión, cuando la lástima por aquel cocinero le sacaba un vómito blanco, blanco, lleno de ácido.

La güera tuvo que reaccionar: ¡Al carajo!, fueron las palabras que aparecieron en la pantalla del móvil, y después un silencio largo. La foto de perfil de la güera ya no estaba en la aplicación de la mensajería instantánea, que Patricio mantenía abierta irradiando su luz sobre el rostro, para demostrar que no podía haber réplica, ella lo había bloqueado. La comunicación se dio por terminada, y ella quiso escribir la última palabra —como la güera adoraba de hacer, era parte del montaje al que todos debían de acostumbrarse—; Patricio no pudo más que sonreír: ¡Increíble! Constató en sus redes sociales, y lo mismo, no había rastro de la güera, había desaparecido, tal como lo hiciera meses antes, con el invierno empezando, decidió meterse a su vida, salirse y hacer berrinche, y con el tiempo volver. Ahora hacía su salida triunfal. ¡Al carajo! Los malditos dramitas, se dijo Patricio mientras le intentaba marcar al móvil, para escuchar los tonos alargarse sin ser atendidos. ¡Vaya pues con los caprichos de la nena!

La güera murió el siguiente 15 de mayo. El silencio en que sumió su relación con Patricio se convirtió en una grieta inabarcable sobre el papel, recuerdos de letras sobre las hojas que cada noche aleteaban en la mente del locutor, y no había más opción que seguir escribiéndola. ¡Al carajo, Patricio; al carajo, Anianka! Todo es una farsa. Tiene tanto miedo, pero nunca va a ceder, el tiempo no le alcanzará. Aquella tarde del lago lo había comprendido cuando la tomó de la mano, y la güera se había puesto colorada, y comenzó a mirar hacia todas partes. Patricio la jaló hacia él para tenerla muy cerca, y la besó bajo esa luz tenue de la luz de la tarde que se extinguía. Fue un beso largo. Fueron muchos besos largos, uno tras otro, en los labios, la frente la punta de la nariz. A unos metros de dejarla en su casa, la güera le dijo: “Solo querías llenarme de besos, acéptalo. Eso es todo”, y se bajó sonriente y azotando la puerta.

La güera ahora lo acompañaba todas las noches. Había muerto unos meses después de haberle colgado la llamada. Pero su recuerdo estaba ahí en su lugar de trabajo, sobre su ropa, dentro de su caja torácica.

Fueron los padres de la güera los que se acercaron a verlo una noche a la estación de radio. “¿Qué le hiciste? Nuestra hija siempre escuchaba tu programa. Cerró los ojos gritando tu nombre: ¡Te equivocas! ¡No sabes nada del amor puro! Claro que me recordarán. Ellos me recordarán. Tú me recordarás siempre. Me llevarás siempre en tus oídos. Claro que me recordarás. Decía sin poder conciliar el sueño. Estaré siempre en tu mente, en tu historia, en tus recuerdos. Nosotros no te conocíamos. Pero ella sí, y algo le hiciste”.

Patricio no respondió. Vio a los padres de la güera exasperarse ante su silencio, su padre le jalaba del cuello de la camisa, su madre le había golpeado el rostro en una cachetada, y los dos se abrazaban intentando darse consuelo. Patricio los miró alejarse en la noche neblinosa. Anianka se quedó junto a él, sonriente, triunfal: “¡Te lo dije! ¡No me olvidarán, filósofo de mierda!”; y el viento corrió sobre su nuca. El fantasma de la güera se quedó para hacerle entender la inmortalidad. Patricio vive en el insomnio, escribiendo siempre, mientras la música se esparce por toda la ciudad, en esas noches en que lo sabe, la güera lo acompaña a través de las horas, y se va muriendo de a poquito con ella, consciente de que no hay otra posibilidad, con esa memoria que cada día lo cubre más y más.


Adán Echeverría. Soy de nacionalidad mexicana. Realicé estudios de licenciatura en Biología (2001) y maestría en Producción Animal Tropical (2001-2003) en la Universidad Autónoma de Yucatán. El grado de doctor en Ciencias del Mar (2009-2013) lo obtuve en el Centro de Investigación y Estudios Avanzados del Instituto Politécnico Nacional, Unidad Mérida (CINVESTAV). He publicado 3 artículos en revistas internacionales y 1 capítulo de libro. Mis dos novelas: Seremos tumba en http://www.youblisher.com/p/422135-Seremos-tumba-de-Adan-Echeverria/ y Arena en http://www.youblisher.com/p/173628-Arena-Adan-Echeverria/


Foto portada tomada de: https://bit.ly/3HsXlYs

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