Por Josette Burgaentzle M.
Según se va al cielo Veréis un tablao Que montó frascuelo En donde cada noche Pa' las buenas almas El currito "el palmo" Sigue dando palmas Y canta sus males. (Joan Manuel Serrat)
Aunque, si soy honesto, en un principio sí quise, claro que quise enterarme de qué le había pasado a Mercedes en la Capital. Cuando volvió del brazo de Ramiro, al parecer radiante y sin pesar alguno por haberse largado de casa y del pueblo, dejando a la familia agobiada, yo hervía de curiosidad.
No todos los días una niña bien, una señorita de buen apellido y con novio formal, lo deja todo para buscar éxito en la ciudad. Solo a Mercedes se le podía ocurrir semejante disparate. ¡Éxito! Una muchacha que creció flotando entre plumas, que no conoció nada más que mimos y lisonjas, y que, para cumplir con el rol de mujer progresista, estudió un par de años de computación sabiendo que la profesión le serviría más como pasatiempo que otra cosa. Como si Ramiro fuera la clase de hombre que se queda tranquilo con una esposa que pierde el tiempo en un trabajo. Para eso están las fundaciones, los hijos y los gimnasios, según él. “Que esto aún es un pueblo como Dios manda, no una urbe desenfrenada”.
Así que Mercedes, sin dar más pista que entornar los ojos cuando lo escuchaba, cortó el noviazgo y se evaporó. Y ahí estábamos mis padres y yo, releyendo hasta el cansancio la nota anegada de perfume —gastado gesto dramático, como la mayoría de sus arrebatos— que dejó sobre la mesa del comedor: “Me marcho a Quito; sé que, en una ciudad, rodeada de gente moderna, podré alcanzar mi potencial. No se preocupen por mí, papacillos míos, que cuando venga al pueblo seré toda una cantante. Y díganle a Carlitos que su hermana menor sabe cuidarse, que no cometa una locura saliendo a buscarme sin rumbo fijo”.
En aquel entonces no supe si reírme ante la idea de ir corriendo tras una hermana desubicada, si consolar a mi madre, que lloraba maldiciendo las clases de guitarra que le permitió tomar a la niña, o si sentirme satisfecho en secreto por el desplante que había recibido mi arcaico futuro cuñado. De lo que no tuve la menor duda fue que la chiquilla estaría bien; Mercedes, a pesar de su candidez e inconsciencia, sabía evitar las caídas. Muestra de ello eran las joyas que desaparecieron con ella.
Prueba todavía mayor de su habilidad es que me tenga aquí ahora, revolviéndome incómodo en uno de los albos y mullidos sofás de su habitación, cuando todo lo que quiero es huir.
—Cuéntame todo, Carlitos, no te quedes con nada —el ansia en la voz de mi hermana pierde fuerza, hasta convertirse en un susurro, al girar su rostro hacia la entrada de la habitación—. Espera, todavía no. Mi marido aún anda por aquí. Espera un poco.
Y Ramiro, como invocado por ella, aparece en el umbral de la puerta. ¡Qué bien conoce Mercedes al desdichado hombre! Sí, ahora que sé, que me he enterado de todo, he llegado a verlo con pena.
—¿Todo bien por aquí? —su mirada insegura escudriña la escena, se detiene un segundo en la figura de su mujer, recostada en la cama, y luego llega a mí—. Me dice su padre que tu viaje a Quito fue mejor de lo que esperaban. Conseguiste que una cadena de las grandes firmara un contrato exclusivo con Cerámicas Paz, ¿verdad? Me alegra, Carlos. Además, ya no tendrás que regresar a aquel bullicio congelado en largo tiempo, podrás manejar la distribución desde aquí y dedicarte a cuidar la fábrica. Mercedes y yo no volveremos allá, eso es seguro.
Considerar a Quito, neblinosa, andina y serena, como un bullicio es hilarante, pero quién puede juzgar a Ramiro por no gustarle la ciudad a la que se precipitó para recuperar a su novia apenas ella lo llamó arrepentida y extrañándolo. ¡Sí, seguro!
—Venías a despedirte, ¿no? Tráeme helado de café cuando vuelvas —ronronea Mercedes desde el lecho, rozando apenas su vientre inflado—, mucho helado de café.
Mi cuñado se balancea indeciso, con un pie dentro del cuarto y otro fuera, como si tuviera la alternativa de quedarse, de entrar en nuestro círculo confidente y de llegar por fin al marchito pedazo del alma de Mercedes que ya nunca logrará tocar.
Atraviesa despacio el dormitorio de grandes ventanales y vigas de roble vistas, como si tuviera que abrirse camino entre el aroma de gardenia que colma cualquier espacio en el que se encuentre Mercedes. Al llegar junto a mi hermana se paraliza, sin fuerzas para decirle adiós, para dejarla.
—Vamos, vamos —canturrea su esposa, disimulando la impaciencia que la desborda—, Carlitos cuidará de mí. A trabajar, doctor, que toda esa gente no se curará sola.
Ramiro, prepotente por naturaleza, tuerce su tronco frente a un ademán de la chiquilla. Una sonrisa mustia basta para convencerlo. Con un soplido, sin más, las opciones de Ramiro desaparecen. Sus labios revolotean un instante sobre el cabello de Mercedes y sale sin una palabra, vencido.
Pesados sobre el piso de madera, sus pasos se mezclan con el zumbido constante de las copas de los árboles meciéndose en el jardín de la finca. El seco impacto del deportivo al cerrarse sacude nuestro silencio, como una alarma activada a destiempo.
—¿Lo viste? —salta Mercedes. Parece levitar entre la cobija blanca, como casi todo en la nívea y angustiosamente clara habitación, y el colchón que ha sido su compañero inseparable durante todo el embarazo—. En el teatro estuviste, estoy segura, pero… A él, ¿lo viste actuar?
El teatro. Hubiera querido no visitarlo; de la misma forma en que quisiera no haber conocido el secreto de mi hermana. Lo que se ha visto, lo que se ha escuchado, ya nunca puede borrarse. Ya no podré dejar de imaginar a Mercedes Del Pino y Jara vendiendo boletos en un reducido salón, oscuro y ahumado en olor a cigarrillo y trago barato, con aspiraciones de coliseo, y que ahora es escombros y ceniza. ¡Con cuánta rapidez se convierten las expectativas de fama en un infortunado destino! Y, sin embargo, la cantautora, la revelación de Paz Grande que sorprendería a la capital, se quedó por meses viviendo en la “buhardilla” de aquel lugar. Sintiéndose parte del espectáculo por dormir en un cubículo sobre el recinto, por sentarse cada noche frente a una ventanilla minúscula y por escucharlo cantar a él.
—¿Verdad que tiene la mejor de las voces? No se puede decir que sea guapo, eso sí. Yo lo embromaba diciéndole que es un canguil a medio quemar: canijo, con esos cabellos retorcidos y el cuero atezado. Pero ¡qué voz! Y el teatro es suyo, ya vez —se ha incorporado un poco más, como si su carne, incapaz de esperar la respuesta, la impulsara hacia mí.
—Quieta, niña, no rebotes en esa cama que acabarás por caer.
No trato de ser cruel; su ansiedad es evidente, emerge por los poros de su piel opalina, casi transparente por los días que ha pasado recluida en la habitación. Solo trato de hacer tiempo, de inventar las palabras adecuadas o de abrazar mi cobardía para levantarme y salir, tan silencioso y manso, como Ramiro.
—Falta poco para que ese crío desmonte de tu esqueleto y puedas volver a levantarte, no te vas a arriesgar ahora, después de cuidarlo tanto —Mi mano vuela al bolsillo de mi pantalón atraída por el anillo que viajó conmigo de ida y vuelta y palpo su circunferencia fría.
El borde redondeado se asemeja a las curvas grisáceas que surcan los párpados inferiores de mi hermana. Todos creen que es por el embarazo riesgoso. Yo vi el fantasma de las ojeras apenas llegó a Paz Grande lista para casarse con Ramiro, fingiendo sonrisas. Ya estaban en ella, igual que el dolor y la desesperanza que ahora la acompañan tanto como su perfume eterno. Tanto como él.
Sí, el teatro era suyo. La misma Mercedes me había contado, la primera vez con timidez, después con orgullo creciente, que gracias a lo que ahorró trabajando para el Ministerio de Cultura él había comprado el Mala Hierba. “Le puso así porque nunca muere, sabes. Como su teatro, que siempre estará allí, crece que crece”.
Y sí, las pequeñas reseñas que descubrí en los periódicos de la Capital, nadando entre artículos de farándula y noticias artísticas, alababan su voz. Basta morirse para adquirir talento. Aunque, tal vez, él lo haya tenido siempre. Algo habrá enamorado a Mercedes Del Pino y Jara de un artista poco conocido, mucho mayor que ella y con pinta de palomita de maíz a punto de arruinarse.
—Mira, Mercedes, fui a tu famoso teatro y busqué a tu… Al cantante. Cumplí con lo que me pediste.
El anillo rueda nervioso, atrapado entre mis dedos y la tela. No le miento, llegué hasta donde fui capaz con mi promesa. Lo que encontré no puedo cambiarlo.
—¡La cara que habrá puesto al conocerte! —la risa que emerge de su garganta parece más un quejido, una súplica—. ¿Cómo está él, Carlitos? ¿Te preguntó por mí? ¿Lo viste contento…, averiguaste si mejoró el Mala Hierba con la plata de las joyas, si él…?
Corto el río de sus palabras con un gruñido visceral y un gesto de disgusto.
No hay forma de demorarlo más, el momento se abalanza sobre mí.
Pero no lo consigo. Nunca seré capaz de revelarle que lleva meses muerto. Si ahora le dijera que, a las pocas semanas de su abandono, él le prendió fuego al teatro estando dentro, mi impetuosa hermana no podría borrar lo escuchado. Mercedes ya nunca dejaría de saberlo. La putrefacción que se apoderó de una parte de ella cuando renunció al hombre que amaba, y escogió a Ramiro como padre de su hijo, se extendería por todo su ser, la devoraría.
Si extendiera el brazo para devolverle el anillo que congela mi piel dentro del bolsillo, aquella ofrenda final que acepté entregarle a su amante, tendría que decirle también lo que averigüé entre los susurros del mundillo bohemio. Confesarle que las otras joyas, las que le dejó para que por fin triunfara, ardieron junto a él. Suficiente padece ya, aletargada sobre esa cama, esperando con temor el día en que el hijo del áureo Ramiro, fatuo noble de pueblo chico, nazca moreno, enclenque y con un matojo de rizos rebeldes. No necesita saber que su cantante no recibió la argolla de oro, única alhaja que Mercedes conservó y que debía ofrendarle, a la distancia y demasiado tarde, su pusilánime y ajeno cariño.
—Sé que te he pedido mucho, Carlitos, pero entiéndeme —los pálidos brazos estrechan con frenesí su barriga y la desazón que habita ahora en sus ojos implora perdón—. Tenía que contártelo. ¿A quién más podía recurrir? Ramiro cree que yo solo trabajaba en el Mala Hierba y nuestros padres, pobrecillos, nunca entenderían…
—Déjalo así, niña, no preguntes más —mis palabras son un latigazo. No es mi absolución la que busca, es la que cree que le traigo desde Quito.
La luminosa habitación, el verdor de la finca irrumpiendo por los ventanales, el perfume de gardenia, todo me ahoga. Debo escapar, debo tratar en vano de olvidar; igual que mi hermana.
¡Habría querido no saberlo!
—Cumplí con lo que me pediste. Déjalo así —me levanto del níveo sofá y sigo los últimos pasos de Ramiro.
Al cruzar el patio me llega su llanto, débil, contenido.
Ay, mi amor, sin ti no entiendo el despertar.
Ay, mi amor, sin ti mi cama es ancha.
Ay, mi amor, que me desvela la verdad, entre tú y yo, la soledad…
No estoy seguro de si es la voz de Mercedes o si él, espectro pesaroso, se ha alojado en su árido espíritu y canta por su boca.
Infeliz melodía de hombre convertido en humo. Infeliz Ramiro, ocultándose siempre lo que bien sabe su alma. Infeliz yo, que cargaré con cenizas ajenas en la memoria y con este anillo que oculto en la mano.
Josette Burgaentzle M. es diseñadora gráfica de profesión, artesana de vitrales por afición y fanática de la literatura —especialmente de la ciencia ficción y la fantasía. Su primera novela, Los viajeros de las Gemas Sagradas (Nobel Editores), ganó una mención de honor en 2018 en el premio Darío Guevara Mayorga. Reside en Quito, junto a su esposo y sus dos gatos, inseparables compañeros durante sus jornadas de escritura.

Foto portada tomada de: https://bit.ly/3tnf26x