El último día de mi vida | Ilonka Guerra

Por Ilonka Guerra

Se mira en el espejo de su baño por última vez. Pone detrás de sus orejas los cabellos blancos que no son tan cortos para no verse ni tan largos para alcanzar el moño cano que preside su nuca.

Sobre su cama está la maleta abierta, vacía. El asilo de ancianos es un lugar acogedor, la directora le dijo que necesitaría solo su ropa. De todas formas, sabe que no volverá a casa nunca más, un viaje largo, sin retorno, como la vida misma.

Abre el closet, saca lo mismo que viene usando desde hace mucho tiempo. Ropa negra para lucir más delgada, la misma que ha servido para los funerales de los últimos años. Los vestidos de fiesta, los zapatos de tacón se quedan. Pasa de colgador en colgador, tanta ropa que se ha puesto una sola vez.

El cofre de joyas. Una caja de Pandora que guarda entre aretes sin par y otras cosas, el anillo de bodas. Se lo prueba y sonríe al sentir que su dedo cabe a pesar de no haberlo usado desde que se divorció hace más de 40 años. Levanta la mano estirada, recuerda cuando su primer marido se lo puso, más elegante que un pingüino, tomándose el uno al otro en serio como si aquello fuera a durar toda la vida. Decide llevarse todo el cofre para entregar sus joyas en vida a las nietas de ambos, esas niñas traviesas que tuvieron que permanecer sentadas y quietas el día del velorio de su abuelo.

Camina a la cocina, el olor a café recién pasado lo inunda todo. Su hijo, el mayor, como buen médico le tiene prohibido fumar, ese niño que llegó a su vida como el amor más grande, aún sin haber nacido de sus entrañas. Saca la cajetilla de cigarrillos de la despensa, toma uno y guarda los demás en la cartera. Recordará pedirle al taxista comprar más antes de llegar.

Mira el reloj, aún hay tiempo para que llegue su taxi, tiempo para fumar y echar las cenizas al piso, al fin y al cabo, mañana no tendrá que barrer. Se obligaba a hacerlo diario desde que la Nana Marta, su empleada y compinche se jubiló tras haberle ayudado parto tras parto, lavado su ropa y tapado de sus dos suegras los errores culinarios. Se la hubiera llevado al asilo, nadie como ella para buscar juntas bajo las camas los zapatitos de los niños que entre gritos se atrasaban a la escuela.

Camina al librero, sentadita la espera su fiel guardiana la muñeca de trapo, hecha a mano por su madre que hoy ya es huesos, ay de ella. No podría dejarla ahí, pobrecita, tan sola. Tampoco piensa dársela a nadie, no la valorarían. No.

Recorre con la vista los lomos de los libros, su papá le pedía ordenarlos por editorial y ella tan terca no lo hizo jamás. El librero era su único espacio propio en la casa. Gira la cabeza: El Segundo Sexo, su ejemplar casi descuadernado, sonríe con picardía, las otras cabezas canosas deben tener biblias y misales, ella llevará ese libro esperando encontrarse a alguien con quien militar en el asilo, como en los viejos tiempos cuando asistía a las marchas con la panza como pecera.

Entra a la habitación de los niños, ordenada al fin, se oyen las risas, los cuentos antes de dormir. Abre el closet de golpe, como si fuera a encontrarse a la Simoné agazapada entre la ropa con esos ojos enormes como búho. Solo hay telarañas. Arrastra la escalera, esta segura que la puso ahí, la caja escatológica: dientes de leche, mechones de cabello, pulseras de hospital, la una rosa y la otra celeste. – Solo las madres y los asesinos en serie somos capaces de guardar estas cosas -. Se dice en voz alta.

Los documentos, está segura de que los puso dentro de la cartera, los saca y revisa si está todo: tarjetas bancarias, la cédula y, el carnet del trabajo, así como si fuera a servirle si se jubiló quince años atrás.

Acaricia la laptop vieja, nunca logró descifrar la clave para entrar al usuario principal, su segundo esposo, ese hombre que llegó a alegrar su otoño y que ahora imagina que está en sus cielos multicolor con gnomos, enanos, sílfides y ninfas que habitaron su vida.

El celular suena, ella le dice al taxista que espere. La vejiga de las viejas. Hace pis y se mira: arrugas, manchas, piel colgada y la cicatriz de pecera rota. Se lava y se mira al espejo. Sale dejando la maleta sobre la cama y la casa abierta. Se sube al taxi sabiendo que todo lo que tiene lo lleva consigo.


Ilonka Guerra. Nacida allá por el gobierno de Hurtado, por las mañanas trabajo para el gobierno, por las tardes soy mamá y todo el tiempo, entre una cosa y otra soy adicta a los clubes de lectura y al olor de los libros viejos. Mi alma tiene un poquito de Molly Bloom y otro poquito de la señora Dalloway. Así vivo mi vida: pecera y feliz.


Foto portada tomada de: https://bit.ly/3HxkatR

Un comentario en “El último día de mi vida | Ilonka Guerra

  1. Texto logrado y bonito que nos inserta la melancolia de los recuerdos. Nos hace reflexionar sobre los pesos que acarreamos en la vida, esa maleta de cosas materiales, pensamiento y vivencias que como las escenas de una pelicula se reviven en los momentos transcendentales. Un viaje que todos, de una manera u otra, haremos algun dia.

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