Doce vencejos vikingos | José Alfonso Fernández

Por José Alfonso Fernández

(Colaboración especial para Máquina Combinatoria desde España)

No sabía si eran doce o más los vencejos que surcaban el cielo frío y nublado que miraba. Se sentó en el banco de la terraza techada enfundado en un jersey grueso. Según avanzaban los años, los veranos enzarzados de nubes plomizas y lluvias persistentes le afectaban mucho más. Con la mirada perdida empezó a numerar a los aviadores negros. Una vez contó diez y otra quince. Pensó que doce sería un número acertado para aquella tropa. Doce vencejos vikingos. Doce vencejos que surcaban el aire como veleros negros. En un momento de brillantez les puso el gentilicio de vikingo porque solo unos atrevidos navegantes escandinavos buscarían alimentos en aquel clima tan incomprensible.

Añoraba con rotundidad los veranos harinosos de Miralrío; en la Alcarria de Guadalajara. Sin duda alguna, los veranos de su recuerdo confluían en un único y largo verano: el verano de toda una vida en aquel lugar. Rememoraba sus correrías de compañeros, barbilampiños y pantalón corto, delante de la barbacana de la iglesia; donde también anidaban los otros vencejos, tirando vencejeras al aire. Miraba al espejo y se veía, con la premura que el nítido y leve recuerdo le otorgaba, las piernas arañadas por las aliagas del monte, junto a la fuente de los Carboneros. Se rascaba los gemelos como si le picaran de verdad aquellos rasgones del pasado hoy mismo. Estaba allá; era él, cegado bajo un sol brillante, corriendo veloz con la ilusión impregnada en los ojos, esperando que uno de los navegantes veloces e intrépidos se enredara y se precipitara al suelo. Sabían los pipiolos amigos que los vencejos tenían las patas cortas, inútiles para impulsarse desde el suelo; y que las garras solo les servían para asirse a los huecos, que las piedras de la pared de la iglesia les ofrecían para anidar.

Aquellos vencejos estivales también se alojaron para siempre en las grietas de los recuerdos. Cuando los tiene sabe que los recuerdos son inmisericordes. Los malos no podía borrarlos. Los buenos eran más crueles porque nunca se reproducen igual. Sin embargo, ni unos ni los otros ya vivían con él permanentemente. A veces, con el grupo de otros viejos se lamentaba sin saber el motivo. Entonces, muchas veces, la niebla y un llanto abismal y silencioso le derramaba el agua de los ojos sin saber por qué. A menudo, solo sentía unas oquedades que se apuntalaban, casi todos los días, con nombres escritos en post-it amarillos pegados en todos los muebles de la casa.

—Las mismas aves volverán al sitio donde nacieron, pensó fugazmente.

Nuevos oncejos que remplazarían a los viejos que, aquel año, habrían realizado el último viaje. Nunca volverían. Como él mismo.

Ensueños del pueblo del que aún recuerda el nombre. Lúcido aquel día, por si acaso, lo escribió con un trazo grosero en las hojitas adhesivas que pegó en casi todos los muebles de la casa: Miralrío Un nombre de pueblo, de piedras y tierra en el suelo, que percute en su cerebro débil, incesante y obsesivo. El lugar de su viejo olmo quebrado y la mimosa joven que perfumaba las noches de carreras, cuando los juegos del rescate de la pandilla recorrían la plaza alocadamente. Allá donde los cauces del Henares y el Bornova, en los áureos calurosos atardeceres, se besan tenidos del oro solar bajo la vista atenta de la sierra de Ayllón. El pueblo. De nuevo el vocablo que siempre repite afortunadamente en sus recordatorios: Miralrío. El nombre que completa el aire que le llena la boca cuando aún puede nombrarlo. Nunca volverá él; al menos como antes. Lo sabe.

Su mirada baja lela y añorante hacia el cemento y se enturbia. No son muchos veranos de su vida. Solo es uno; el de Miralrío. El verano condensado en toda su vida y del que aún respira el aire perfumado de espliego y tomillo. Una evocación que, poco a poco, se resume y se va diluyendo como el azúcar de disuelve en la leche.

La fina lluvia que le moja la cara le arranca definitivamente de aquel verano perpetuo

de sus miserables ensueños y levanta su mirada.

—¡Miralrío! —suspira y exclama mientras mira al incierto infinito.

Otea de nuevo a los doce vencejos vikingos que surcan el aire, a pesar del frígido tiempo. Siente el frío más hondo en el pecho.

Al anochecer, en el horizonte tintado de rojo, vuelan doce vencejos vikingos. Quizás también surcará el aire, titilando entre las estrellas, al menos hoy, el recuerdo del verano de su vida.


José Alfonso Fernández (1962). Madrileño de nacimiento, Alcarreño de herencia materna y luxemburgués de adopción. Máster en Creación Literaria por la Universidad Internacional del Valencia en el Grupo editorial Planeta. Ha publicado la novela Mas allá de los sueños TECUM ED y numerosos cuentos, entre otros: “Inesperadamente”(Rev Abril 2002), “El duende las ondas”, y “La rebelión de las masas”en la revista Horizonte. Su relato “Lucilinburhuc: El castillo pequeño” fue traducido a 8 idiomas y publicado en la editorial CLAES ISBN 2-9599924-6-6 bajo el título “Lucilinburhuc: le petit chateau. Une promenade a Luxembourg et le long de l´Alzette”.Desde 1999 y durante 9 años colabora con Radio Latina de Luxemburgo presentando el espacio Hispanorama y más tarde codirige y presenta el espacio El Balcón. Actualmente ultima una novela.


Foto portada tomada de: https://bit.ly/3vsHF56

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