Cadáver | Abril Alcaraz

Por Abril Alcaraz

(Colaboración especial para Máquina Combinatoria desde México)

Estaba esperando el autobús sentado en el murete que bordeaba la avenida. Empezaba a oscurecer cuando la vi acercarse, apenas una silueta contra las últimas luces de la tarde. Me hizo un gesto de reconocimiento con la cabeza y después de unos minutos vino a apoyarse junto a mí en el muro como quien no quiere la cosa.

La había visto varias veces pasar de aquí para allá en la oficina entregando o recogiendo folios, haciéndole la plática a unos y otros y respondiendo a sus bromas con una risa boba. Había notado su perfume dulzón, excesivo, sus ademanes exagerados, su forma aniñada de buscar la atención de los colegas, su esfuerzo constante por hacerse simpática a toda costa. Yo llevaba en la oficina apenas un par de semanas, tiempo suficiente para exasperarme con los pequeños defectos de mis compañeros de celda.

Ella hablaba sin cesar de cualquier cosa. Típica charla de oficina: quién no se llevaba con quién, quién se lo había hecho a quién, quién no se lo había hecho a quién y quién necesitaba que se lo hicieran. Básicamente en eso consiste la vida de oficina, tanto da si hablamos de favores o de sexo, de estampar firmas en un oficio o de dar regalos en Navidad.

—Nunca me voy tan tarde, pero Marta no vino. Sí sabes quién es Marta, ¿verdad? Y me tuve que quedar para pasar sus reportes. Tú estás sustituyendo a Ramírez, ¿no? Fue muy triste: cuando se enteró estaba acabando su turno, casi se desmaya ahí en la oficina. ¡Se puso muy pálido!

Al tal Ramírez se le había muerto la mujer dejándole con dos niños de pecho, razón por la cual había pedido una baja temporal en lo que se acomodaba a su nueva situación de padre y viudo. Y ahí entraba yo: el desempleado crónico, siempre rascando aquí y allá en los bolsillos propios o ajenos, haciendo chambitas para llegar a fin de mes, a fin de año, a fin de vida, pero nunca por demasiado tiempo y nunca con demasiadas responsabilidades. Solo dos semanas más y estaría de vuelta en mi rutina de mirar las grietas del techo sin pensar en nada, acostado en la cama de una sórdida habitación que no llegaba ni al dos por dos en una casa regida por una vieja que podría haberle llevado manzanas envenenadas a Blanca Nieves.

—Le mandamos una tarjeta. A Ramírez. La verdad es que se nos hizo muy triste… Es que somos como una familia aquí, nos apoyamos. Debe ser muy feo que se muera tu esposa, ¿verdad? ¿Tú eres casado? ¿No? No es justo que se muera alguien tan joven, ¿no? Porque, digo, no es lo mismo que muera uno ya de viejo, cuando ya vivió su vida… Y quedarse así, con dos niños. Tienen seis meses. O siete, no me acuerdo. Son gemelos. Todavía estaban amamantando. ¿Te imaginas? Yo no sé cómo le va a hacer… Y sí la quería. Yo digo que sí la quería. A su esposa. Era muy guapa. Tarda mucho tu bus, ¿no? ¿Para dónde vas?

—A Constitución.

—Ah, entonces de aquí te vas al metro…

—Sí. ¿Cuál tomas tú?

—No, ninguno. Vienen a buscarme.

Permaneció unos minutos en silencio. Yo miraba con ansiedad hacia el punto por el que debía aparecer el autobús que me llevaría de allí, lejos de esa incesante fuente de intrascendencias que agitaba las manos con su perfecta manicura francesa y de la grisura de una vida de esclavo temporal de nueve a seis, sin horas extras.

—Además, yo digo, Ramírez actuó mal. Le dio miedo y no supo qué hacer. Pero hizo mal.

La miré intrigado. No quería estimular su cháchara incesante, pero no tenía idea de qué podía estar insinuando.

—¿Sabes yo qué hago con mis muertos? —preguntó. Negué con la cabeza—. Les miento: actúo como si nada, normal, para que no se enteren, para que crean que siguen vivos. Les escondo los espejos para que no se vean cómo se van pudriendo. Si él hubiera hecho lo mismo… Pero no sé, tal vez cuando él llegó ella ya se había enterado. Que estaba muerta, digo. Entonces ahí sí ya no se puede hacer nada, ¿no?

¿Estaba loca o me estaba tomando el pelo? Vio por mi expresión que no daba crédito a lo que me estaba diciendo.

—Sabías que hay un trastorno psicológico en el que las personas creen que están muertas?

—¡Ajá! —y era verdad, lo sabía. Incluso recordé un cuento en el que el protagonista aseguraba haber muerto años atrás, pero cuando lo encontraron muerto, muerto de verdad, el cadáver se hizo polvo como si llevara en ese estado mucho tiempo. Algo así. Bueno, era una historia que había leído muchos años atrás, y después supe que había gente que realmente se convencía de estar muerta, por eso no se me olvidó del todo. Es un síndrome o algo.

—Pues yo descubrí que también funciona al revés: si el muerto piensa que está vivo… Es el poder de la mente.

¡Así que era una de esas! Estuve a punto de decir que el poder de la mente no llega a tanto y que lo que decía era del todo inverosímil, pero me interrumpió:

—Quién se fija en si está respirando o si le late el corazón? Uno se preocupa si le falta el aire o si le da una taquicardia, pero no sentir el corazón latiendo o los pulmones… eso es lo normal en realidad. Lo demás se les va olvidando poco a poco, hasta que ya no se acuerdan casi de que antes dormían, cagaban y comían. Y del olor tampoco se dan cuenta.

—Del olor? —pregunté.

—Claro, el olor. ¿A qué crees que huelen los cadáveres, a flores? Se pudren más despacio que los demás cadáveres, pero se pudren. Lo bueno es que la gente es tan hipócrita que no se atreve a decirles que apestan a muerto. ¡Y con razón! Si se los dijeran tampoco se lo creerían, pero quién sabe. No debe ser agradable, ¿no?, que de repente se den cuenta de que están muertos.

—Claro —bromeé—, pueden deshacerse en polvo, como en el cuento.

—¿Qué cuento?

Un auto se detuvo a unos metros sobre la avenida.

—Ya llegaron por mí. Si quieres te acercamos al metro.

No quería, yo solo quería que me dejara en paz, pero mis ganas de largarme de ese lugar y el entumecimiento que me empezaba a subir desde los pies, helados dentro de los mocasines baratos, me traicionaron.

— Sí. Sí, gracias. ¿Quién te viene a buscar?

—Mi papá. Lleva tres años muerto —añadió en voz baja.

La miré estupefacto.

—¿Y puede conducir? ¿No dices que está muerto?

—No hay ninguna Ley que prohíba conducir estando finado.

Asentí humillado, tanto por la obviedad de la respuesta como porque había actuado como si de repente creyera en esa sarta de tonterías que me había contado.

Entramos en el Ford azul y me acomodé en el asiento trasero mientras ella explicaba a su padre en dónde debían dejarme. El hombre se giró hacia mí y me dedicó una amable sonrisa antes de volver a concentrarse en el volante y emprender la marcha. Yo buscaba sin querer en sus gestos y en sus facciones algún signo que confirmara que estaba siendo conducido por un cadáver: una rigidez inusual, una viscosidad putrefacta, algún matiz sombrío. Avergonzado de mí mismo, traté de abstraerme mirando por la ventanilla.

—Está sustituyendo a Ramírez —anunció—. ¿Te acuerdas que te conté de Ramírez? ¿Que se murió su esposa? Ah, y hoy tampoco vino Marissa. López. La que se encarga de la cuenta de Avellaneda. Sí te he hablado de ella, ¿no? Parece que hay un brote de influenza. La influenza es la gripe, ¿verdad? Creo que hay una vacuna, pero es solo para los niños y los viejos; yo no me la puedo poner. Por eso falta tanta gente en estos días. Va a afectar mucho a los negocios, como el año pasado. No, ¿cuándo fue? ¿Hace dos años? Cuando hubo aquella epidemia —el padre asentía sin poner demasiada atención, sin duda acostumbrado a ese borbotón de palabras que se derramaban de la boca de su hija.

—Hace un poco de frío, ¿eh? —dijo mientras cerraba las ventanillas del auto.

Yo veía pasar las luces de las casas y los negocios apoyado en el cristal. Habíamos tomado por Circunvalación y había poco tránsito en esa zona. La ruta era más larga que la que tomaba el autobús, pero evitábamos el embotellamiento que se hacía en el entronque de Héroes de la Independencia con la 15 de noviembre. Había estado lloviendo toda la tarde y las calles estaban húmedas todavía. Con las ventanillas cerradas, el vapor se condensaba en los cristales, convirtiendo el paisaje en un cuadro impresionista.

Mientras miraba pasar a los pocos transeúntes que caminaban apresurados por la acera envueltos en sus abrigos, noté que empezaba a sentirme enfermo. ¿Tenía yo también la gripe? Me toqué la frente y las mejillas, pero no noté más que la tibieza natural de mi piel. Tal vez había comido algo en mal estado, porque sentía unas ligeras náuseas. Empecé a repasar mis alimentos de las últimas veinticuatro horas sin recordar nada particularmente sospechoso. La picazón que sentía en la nariz me obligó a concentrarme en los olores. Había algo, sí, algo repugnante. ¿Acaso no lo percibían? Busqué en mi cartera para asegurarme de que no había olvidado dentro un bocadillo a medio comer. A veces me pasaba: un sándwich sin terminar, una cáscara de plátano envuelta en una bolsa de plástico… los metía a la cartera para tirarlos más tarde y se me olvidaban allí por días. ¿Habría pisado excremento? Me examiné discretamente los zapatos y el bajo de los pantalones. Nada.

Bien, al menos no era yo la fuente de esa pestilencia. Hubiera sido vergonzoso. El olor que empezaba a concentrarse en el interior del vehículo era nauseabundo. Me bajaba de las fosas nasales directamente al estómago. No me atrevía a abrir la ventanilla por temor a que notaran alguna rareza en mi conducta. Pegué la frente al cristal y me cubrí discretamente la nariz con la manga de la camisa tratando de evitar las náuseas. Solo tenía que aguantar unos minutos. Trataba de concentrar mi atención en cualquier otra cosa. Los clips, por ejemplo. Ramírez guardaba sus clips adheridos a un imán, pero cada vez que trataba de tomar uno, los que estaban pegados a ese se caían y tenía que volver a acomodarlos. Exasperante. Se trataba de un detalle, irrelevante, pero hacía más insoportable mis jornadas en la oficina. Nada estaba como yo quería que estuviera. Ni siquiera mi traje, demasiado barato y demasiado viejo para ese ambiente de chupatintas pretenciosos. Yo era un intruso, una aberración temporal. Pero después de todo solo quedaban dos semanas…

No estaba funcionando: ese olor era todo lo que me envolvía, penetraba hasta mi caja craneana y se expandía, me comprimía el cerebro, ese aire ponzoñoso me estaba intoxicando y no podía dejar de pensar que estaba encerrado en un féretro ambulante con un cadáver y una nigromante de manicura francesa que no paraba de hablar ni un segundo, como si con eso conjurara a la muerte. La idea era tan ridícula que me dieron ganas de reírme a carcajadas. Definitivamente estaba enfermo. Volví a palparme la frente con la esperanza de que una fiebre súbita explicara mi disposición delirante. Sí, ahora lo sentía, una puntita de fiebre, los ojos llorosos. Era eso, solo una gripe. O un resfriado. ¿Hay alguna diferencia? Tal vez había pasado demasiado tiempo en el frío mientras esperaba el autobús. La fiebre explicaba todo mucho mejor que la posibilidad de que anden por ahí unos fiambres convencidos de estar vivos o, al menos, ignorantes de estar muertos.

—Y el viernes pasado le dijo que no lo había firmado, pero sí lo había firmado. Yo sé porque vi cuando se lo llevó. O tal vez era otra cosa, pero yo digo que sí lo había firmado. Es que siempre le pasan cosas así: tiene que hacer una cosa y se le olvida, luego le echa la culpa a los demás cuando…

Ese olor… Aumentaba, se hacía denso, me estaba envenenando. ¿Por eso se ponía ella tanto perfume, para no percibir el hedor? Eran imaginaciones mías, la gripe… Debía haber llevado un abrigo en vez de la fina chaqueta del traje. Al día siguiente llevaría un abrigo. Si estaba en condiciones de ir a trabajar, claro. Necesitarían a un sustituto temporal para sustituir al sustituto temporal. Esa idea me dio risa, una risa que sonó como un ronquido o un estertor, pero parecieron no percatarse.

El automóvil se detuvo frente a la entrada del metro. Balbuceé todas las cortesías que me vinieron a la mente y abrí la portezuela lo más rápido que pude sin parecer demasiado ansioso. Entró una bocanada de aire fresco. La chica se torció en el asiento delantero para ofrecerme una mejilla empolvada de maquillaje, al tiempo que decía alguna cosa sobre llevar un pastel a la oficina. Por alguna razón, el antinatural color rosado de su mejilla se me antojó repugnante, como si la muerta fuera ella y se esforzara en ocultarlo bajo una capa de cosméticos. Me volví hacia su padre y le ofrecí una mano ligeramente temblorosa para despedirme. La suya, inusualmente fría, me produjo un escalofrío imperceptible; su piel apergaminada crujió bajo la presión de mis dedos.

Bajé, me despedí una vez más con la mano mientras se alejaba el automóvil y vomité, recargado contra un poste, hasta lo que me iba a comer al día siguiente.


Abril Alcaraz (México, 1982). Directora de teatro y video documental, escritora, fotógrafa y performer. Ha cursado la carrera de Literatura Dramática y Teatro en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, y el Diplomado en Historia del Arte de la Universidad del Claustro de Sor Juana. Ha publicado artículos en las revistas Libido y aliter.tv, así como en Devotee, fanzine seleccionado para formar parte de la colección del Archivo Anal, de Anal Magazine, y la exposición Fanzinoteca, que se llevó a cabo en el Museo Universitario del Chopo en junio de 2013. Entre sus intereses destacan las artes, la cultura pop, la filosofía del arte, la lingüística, las lenguas minoritarias y en peligro de extinción, la historia global, la antropología, la geopolítica, el medioambiente y las ciencias. Sus textos exploran principalmente los mecanismos de producción de la realidad y el papel del lenguaje.


Foto portada tomada de: https://bit.ly/3AT9xjk

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