“Chavales del arroyo” de Pier Paolo Pasolini | Fabricio Guerra Salgado

Por Fabricio Guerra Salgado

Tras la derrota del fascismo italiano en la Segunda Guerra, la desolación, el pillaje y la decadencia se han tomado los tugurios de Roma. El Riccetto, un adolescente de catorce años, es parte de la fauna urbana, malviviendo en una antigua escuela elemental que ha sido convertida en refugio de decenas de familias carenciadas. Su madre muere al derrumbarse el vetusto edificio, lo que parece no afectarle demasiado.

El Ricetto, el Caciotta, el Begalone y otros tantos de similar ralea, pululan por los bajos fondos, zambulléndose en las ocres aguas del río Tíber para aplacar el calor, entrando y saliendo del presidio debido a sus trapacerías, mientras persisten en una constante huida hacia adelante que se vuelve inexorable. Sin más expectativa que la de agenciarse unas cuantas liras, que serán luego dilapidadas en alcohol, juegos clandestinos y meretrices, los personajes encarnan una clamorosa antiherocidad colectiva, desprovista de todo compromiso político y en medio de un ambiente viciado.

Lejos del glamour, los slogans turísticos y la pompa vaticana, la narración retrata el lado b de la urbe romana, la cual emerge macilenta, degradada por la pobreza y asolada por la guerra reciente. Queda así postulada una de las máximas pasolinianas: en los contextos más adversos, entre el hambre y los albañales infectos, solamente puede haber cabida para la estética de la fealdad y la poética nihilista.

Aquí y allá surgen, sin cesar, los desahuciados sociales, respondiendo con violencia a la exclusión sistemática y a la opresión que se aplica desde las altas esferas. El comportamiento violento impone su lógica y el mal se torna normativo. Entonces, aquel mal que es ejercido por los de abajo, se despoja del sentido de culpa, presentándose, más bien, como la única opción a la que los desarrapados se ven abocados.

De tal modo, el accionar de los protagonistas lumpen constituye una suerte de legitimación de la barbarie, al ser esta considerada más genuina y espontánea que la alienación que deviene de la civilización burguesa. Sin embargo, la inercia existencial y la falta de conciencia de su propia realidad, aleja a los personajes de los ideales de izquierda, corriente a la que el autor siempre adhirió. Según el marxismo, el hombre debe empoderarse de sus circunstancias para transformarlas y fraguar su destino. Pero en Pasolini, tienen más peso el hecho humano, la peripecia vital, con todas sus miserias y por encima de cualquier doctrina ideológica.

A través de la jerga local, se expresa una sexualidad precoz y exacerbada, ajena a anclajes afectivos y practicada de forma casi catártica. Son los instintos los que prevalecen, los que determinan pautas y conductas. No obstante, entre tanta hostilidad, una pequeña golondrina que es salvada de las aguas del río por tan rapaces chicos, representa un tenue rayo de luz, un halo de esperanza y un símbolo de redención.

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