Por Rubén Darío Buitrón
(Colaboración especial para Máquina Combinatoria)
—¡Boletos a la mano!
Sonia le aprieta una mano con un gesto que, a Raúl, confundido y nervioso, le dice todo, le da una orden: buscar inmediatamente los boletos en sus bolsillos.
—Apúrate, Raúl, si nos ganan los puestos será culpa tuya y eso no te lo perdonaré jamás.
Y Sonia allí, junto a él, los dos con sus cuerpos apretados contra las puertas detrás de las cuales tres hombres grandes, de visible musculatura gruesa, con gestos duros en los rostros y armados con toletes eléctricos, vigilan que nadie se filtre por el pequeño espacio que han abierto para llamar la atención de la gente y pedirle orden, por favor hagan cola, jóvenes, si se vienen todos al mismo tiempo no les dejaremos pasar.
Raúl busca los ojos de Sonia para mostrarle los tickets que ya están en su mano izquierda y recién descubre que en su mano derecha tiene la mano que siempre ha querido estrechar, porque es la primera cita entre los dos, lo del pasado fue en reuniones de amigos, en fiestas donde se acercaban sin atreverse a decirse nada ni a tocarse.
Ahora Raúl tiene en su mano derecha los dedos melosos, como si fueran chicle, y tiene también a Sonia más cerca, más cerca que nunca, y huele un perfume que él no sabe que es Givenchi Suave y que es el favorito de Sonia, junto a la mano de Raúl con tufo a cigarrillo por la cantidad de tabacos que fuma desde hace poco, desde que sabe que a Sonia le gustan los hombres maduros que beben whisky y absorben humo porque eso le escuchó, por accidente, en una de las recientes fiestas del colegio.
La delgada y sensual Sonia, con su pelo de color castaño claro, no repara en nada de lo que le ocurre a Raúl porque su emoción y su expectativa rebasan cualquier otra sensación, porque está jadeante y ansiosa mordiéndose los labios, tratando de mirar a través de las rejas hacia el fondo para captar alguna imagen en su memoria, Sonia con su sonrisa perfecta, su dentadura blanca, impecable, absolutamente sana y luminosa, Sonia contenta por haber llegado temprano, Sonia feliz porque son los primeros, porque detrás de ella y Raúl hay cientos de chicas y chicos que deberán esperar más tiempo para ingresar al estadio y acomodarse en el mejor sitio posible para mirar y disfrutar y enloquecerse con el espectáculo, Sonia orgullosa por haber convencido a su mamá de que la dejara venir aunque lo hizo con la mentira de que vendría con un grupo de compañeras del colegio y no le contó que era con Raúl.
—¡Boletos a la mano, que ya vamos a entrar!
El grito potente de uno de los guardias y el chirrido de las puertas corredizas de metal hacen rechinar los dientes de Sonia mientras la masa empieza a presionar más para ingresar y Raúl, tan delgado y tan poco fuerte, se obliga a esforzarse por soportar sobre su débil espalda el peso que viene de atrás como un golpe de la ola de un océano desesperado, como un potente tsunami que a su paso no pretende dejar nada en pie, como una pesada roca que empieza a rodar, y Sonia le arrancha los boletos que establecen en lugar donde les tocará ubicarse, le aprieta la mano, cruza el umbral, suelta el aire de sus pulmones, sonríe y espera a Raúl unos instantes, unos instantes que desesperan, unos instantes que se alargan, unos instantes que parecen infinitos.
Tomados de las manos, siempre Sonia delante de Raúl, ingresan hacia la boca del túnel que lleva a los graderíos, ¡corre, Raúl, corre!, y ella se deja rebasar para que él la guíe hasta la tribunas donde ya mismo estará sentada en tanto Raúl deberá cuidar que nadie la empuje o la atropelle, que nadie la moleste, porque Sonia solamente mirará hacia adelante, no querrá perderse ningún detalle, observará la dimensión del estadio, mirará la tarima ubicada sobre la cancha, en el lado norte, justo allí donde decenas de hombres ajustan los cables, los micrófonos, las pantallas gigantes, y cubren el piso con un lona especial idéntica a la que Sonia ha visto en la tele durante los conciertos en el Madison Square Garden de Nueva York o en el estadio Azteca de México.
Sonia rechaza el cigarrillo que le ofrece Raúl, aunque le complace que él fume, que siga fumando. Lo queda mirando con sus ojos verdes hasta que él le pide disculpas y le dice lo siento, no me di cuenta de que no es el momento para que fumes, pero lo dice por salir del apuro, por no sentirse mal, por no fallar, porque Sonia quiere un único sabor y un único olor que es el de parecerse a su estrella, a su ídolo, acercarse, quedar muy cerca aunque sea abajo, aunque Raúl no esté de acuerdo, aunque pase lo que pase.
El graderío va cubriéndose con un manto multicolor. Ya mismo sale, comenta Raúl, y los dedos de Sonia, tensos y ansiosos, como cinco cuchillas penetran en el muslo izquierdo de Raúl que no puede quejarse por las uñas tan largas de Sonia, él no puede decirle nada este momento en que ella parece estar rodeada de una burbuja mientras grita y salta porque este momento ve entrar a su artista rodeado de serpentinas y papel picado y de la luz total de los reflectores amarillos y azules y verdes y rojos.
Sonia se acomoda, se desacomoda, se pone de pie, vuelve a sentarse, escupe el chicle y saca un chupete de su Levis ajustado.
El rumor va creciendo mientras desde los altoparlantes el presentador, vestido de negro, todo de negro para que su figura pase inadvertida, crea la expectativa y anuncia que aquí está, que el concierto está por empezar, que pide un aplauso inmenso de los quiteños para la estrella.
Raúl quiere decir algo pero no, para qué, Sonia está absorta en observar y disfrutar de todos lo que sucede en el escenario y no le importa quién está a su lado, no le importa que alguien le empuje, no le importa que una joven grite y le haga sentir la sensación de que uno de sus oídos acaba de taparse, se acerca la hora de que el ídolo empiece a cantar, mira al público y para Sonia es como si la mirara a ella, solo a ella, él allá con su guitarra, con su pelo largo, de espaldas al público mientras coordina los últimos detalles con su equipo de músicos, mientras afina la voz, mientras Sonia acaricia con su lengua el chupete y es feliz porque al fin se cumple uno de sus sueños, ver tan cerca al artista, ver tan cerca a quien tiene en su habitación desde hace dos años en un afiche inmenso sobre la pared de su cama pese a la recriminación de la mamá, y empieza el show y lo primero que nota es el pantalón mojado y estrecho del ídolo y ella también empieza a mojarse, qué hermosa Sonia con esa humedad, y empieza la primera canción y ella canta como si fuera su dúo y baila al ritmo que imponen los instrumentistas mientras recuerda cómo cada noche acaricia el afiche, recorre el rostro con las yemas de los dedos, dibuja su silueta apretada, acaricia las caderas, los muslos, baila y gira y deja que los ojos almibarados de la estrella la hechicen, la invadan, la hagan bailar y girar, bailar y girar y quitarse la ropa y acariciar sus senos y su sexo y ahora que está aquí, con él, ahora solo existe él y no Raúl que está a su lado, que quiere tomarla de la mano pero ella no, solo desea pensar que está allá, sobre la tarima, y se imagina que la estrella le retira de la boca el chupete y la besa y la muerde y la lame y la besa y todo va girando hasta hacer el amor imaginario que a Sonia le excita y le eleva la adrenalina y le hace cantar con más fuerza, con toda la fuerza de la música cuando la escucha en su cuarto y su mamá golpea la puerta y le pide que baje un poco el volumen porque está muy alto.
El ruido de la música aumenta y a Raúl le parece pesado, imposible de soportar, es una pesadilla donde se juntan todos los olores y todos los sonidos y todas las vibraciones y todas las voces de jóvenes exaltados, eufóricos y excitados.
De pronto los enormes reflectores apuntan al público, las luces giran como si buscaran a alguien, como si pretendieran llamar a una de las chicas y Sonia lo toma en serio, es a ella, sí, y le pide a Raúl que no se mueva de allí, que proteja su lugar porque ella decide bajar los graderíos y acercarse a la tarima, Raúl grita, le grita que no, que no haga eso, que es muy peligroso, que la multitud pueda aplastarla, pero ya es muy tarde cuando Sonia se acerca a la tarima aún con el chupete en la boca y luego lo escupe y le pide a su ídolo que la suba, que la abrace, que la bese, que la toque, que cante solo para ella y el cantante la mira con cierto temor aunque finge sonreír mientras ella intenta subir al escenario y tropieza y resbala y cae de cabeza al piso y nadie la da una mano porque nadie la ve y ella escucha, cada vez más distante, cada vez más dolorosa, cada vez más brusco el sonido que llena su cabeza mientras la sangre brota y ella inerte bajo los pantalones y las botas de los fanáticos que nunca se enterarán cómo apareció allí ese hermoso cadáver.
Rubén Darío Buitrón (Quito, 1966) es poeta, periodista y escritor. Es director-fundador de www.loscronistas.net

Foto portada tomada de: https://bit.ly/3mBqtUL