Por Guillermo Gomezjurado
(Colaboración especial para Máquina Combinatoria)

Para muchos, Cristóbal Zapata (Cuenca, 1968) es el autor de una obra pulcra, más bien parca, sobre la que merodean como atributos la rigurosidad, la orfebrería, una supuesta voluntad transgresora y una señalada afición por el esteticismo. A estas características, quizá se le podría sumar un particular modo de alumbrar el cuerpo, la infancia o el oficio de la escritura desde un mirador de provincia: en el altillo de Zapata, como en el de un tío algo excéntrico y sofisticado, reposan las filminas, las translaciones, los recortes de un artista adolescente que aprendió a leer rodeado por una compacta sortija de montañas ‒para usar una imagen de Efraín Jara‒.
No es extraño, en ese sentido, que dos de los trabajos críticos de mayor aliento que haya emprendido Zapata ‒“Roy Sigüenza: el poeta en su castillo” y “Monarca del cielo: a la busca de Ernesto López Diez” ‒ fijen la vida y la obra de sus poetas a través de provincianas torres de marfil que funcionan como buhardillas propias, útiles para precautelar el aprovisionamiento de los pensamientos claros, que diría Bachelard, y no dejarse morir de inanición como el artista del hambre de Kafka.
Y es que, a diferencia del estilita checo, los estilistas que prefiere Zapata están menos concentrados en ser vistos que en ver, son menos “puros” y más “avispados”… Compruébese, si no, la admiración que el escritor cuencano profesa al fotógrafo y cuasi dandi Emmanuel Honorato Vázquez, ese enfant terrible, “genio poliédrico, pródigo en saberes y ardides” (Zapata 2012, 40) que sacudió el ámbito conventual de la Cuenca de los años veinte del siglo pasado y “entendió como ninguno el tempo dilatado y barroco de su ciudad” (Zapata 2012, 41).
Dado a hacer de enfant terrible en sus épocas de juventud, quizá no sea necesario decir que Zapata, al igual que su admirado Vázquez, también se quiere “pródigo en saberes y ardides”. Así, Zapata es un lector diestro en el “arte de hacer jugadas en el campo [o en el libro] del otro” (de Certeau 2000, 46); esto es: un lector que aprehende, fagocita, traslada lo que lee. Para comprobarlo, basta con abrir alguno de sus poemarios, donde la lectura y la escritura se confunden en una misma práctica de recolección, rearmado y orfebrería.
Por lo demás, es esta práctica gozosa de lectura y escritura la que recorre Lecciones de abismo (La Caída, 2019), su última colección de relatos hasta la fecha. Hay en este libro, de hecho, tres textos protagonizados por chicos nacidos a finales de la década del sesenta del siglo xx, muy probablemente en 1968 –que ponen en el centro de la narración sus aprendizajes y astucias, sus gazapos y escamoteos–, que permiten ver de mejor manera el interés del escritor cuencano en las tretas que permiten moverse con solvencia en Convención –trasunto literario de Cuenca, esa otra cuenca perdida en los Andes–. Así pues, aunque traten sobre personajes distintos, puestos en línea, estos tres relatos bien podrían leerse como el recuento de una educación sentimental, como un viaje a la semilla emprendido por el autor, a partir de diferentes perspectivas refractantes.
Así, por ejemplo, “La prenda” se concentra en un diletante casi treintañero, audaz y fascinado por la poesía norteamericana, que comprende a través de una aventura amorosa con su prima que “los mejores poemas se escriben con las palabras que sabemos utilizar mejor en nuestra vida. Y [que] no traducimos bien si no podemos participar plenamente de lo que buscamos traducir” ‒tal cual reza la frase de Bonnefoy usada como epígrafe del relato‒.
“Lecciones de abismo”, por su parte, es la narración de un vértigo borgeano que le acontece a un niño curioso de doce años, fascinado por las novelas de Verne y la serie televisiva El túnel del tiempo, que comprende que los mayores prodigios y aventuras pueden suceder a la vuelta de la esquina, en el pasadizo secreto de una descuidada ruina –Pumapungo–. Finalmente, “El retorno” sigue de cerca a Augusto, un niño de seis años, que deja su Fortuna idílica y rural para ir a vivir en la patosa Convención.
De hecho, este último relato ‒a mi modo de ver el menos logrado de esta tríada, pese a ser un hábil juego con el tipo de narradores‒, se concentra en un continuo proceso de gestación, por el cual el voyerismo, el hurto fetichista y el empeño aplicado por hacer de estas acciones ritos, irán adquiriendo distintas formas hasta definirse finalmente en las fuerzas secretas de una vocación:
“En el futuro [se dice el personaje, al recordarse] serás un niño, un joven y un adulto fascinado por los fragmentos del mundo material, por ciertos retazos del mundo sensible, por los indicios y rastros del cuerpo femenino. Serás, a tu modo, un voyeur, un erotómano, un estilista” (Zapata 2019, 123).
Así pues, como dije, puestos en línea, estos tres relatos dibujan una especie de modus operandi de lectura y escritura centrado en la liviandad, el gozo, el escamoteo y la translación, pero también en la capacidad de abismarse, de descender con los ojos bien puestos en lo otro y con el pecho bien apegado a la tierra, con el gusto por la emulación, la relaboración y el bricolaje.
Ahora bien, enmarcados por estos tres relatos, se encuentran, desde mi perspectiva, las mejores narraciones del libro: “El Hada de Azúcar” y “La invención de Maud Talbot”, dos trabajos envidiables, en los que Zapata abreva del método sentado por Schwob en sus Vidas imaginarias ‒y desarrollado luego por Borges y Michon‒ para reescribir sutilmente el álbum fotográfico de su aldea. Los dos cuentos, en ese sentido, se presentan como la reconstrucción de unas cuantas postales halladas en los arcones históricos de Cuenca-Convención, y son dos ejercicios ejemplares con el tempo y las exquisiteces de la vida de provincia. Así, “El Hada de Azúcar” retoma imaginariamente tanto los días de esplendor en el escenario como los de resguardo en casa de la bailarina Lucía del Pilar ‒trasunto ficticio de Osmara de León‒, a través de la mirada de un admirador secreto; mientras “La invención de Maud Talbot”, infiere ficticiamente el enamoramiento y la soledad de una emigrante irlandesa que, con sus caminatas, habría trazado extraños círculos en la ciudad antes de hundirse en el río Matadero. Son, pues, estos, textos que juegan a recrear la vida de dos cuerpos femeninos extranjeros que caen en vertical en medio de la anodina vida de provincia.
Así pues, con estos cinco relatos, Zapata da cuenta de su renovado interés de construir una Convención propia –que, de distintas maneras, ya ha venido asomando en su poesía–, que se parece y no a la ciudad desde la cual escribe, y que no deja de establecer vínculos con los archivos locales y con ciertos motivos de la literatura universal. De los cinco relatos de Lecciones de abismo, en todo caso, no puedo dejar de destacar aquellos que recuerdan el sobrecogimiento que se tiene cuando, al hurgar entre los objetos del pasado, se tiene la sensación de entrever una secuencia de vida de otro tiempo. Para decirlo de otro modo: imagínese el lector una fotografía en la que aparecen dos mujeres bellas, relativamente jóvenes y distraídas “sobre una precaria balsa de madera, transportando ni más ni menos que una máquina de escribir y un fonógrafo, en las inmediaciones de La Josefina” (2012, 41); imagínese también que muchos años después, alguien, deslumbrado por lo que en ella intuye, la mira, jugando a desplegar su misterio… Puestos a mentir, podríamos decir que esa fotografía existe, fue realizada por Emmanuel Honorato Vázquez y quien la mira es un Cristóbal Zapata que no puede dejar de sentirse conmovido al “ver a estas dos mujeres jóvenes llevando la tecnología cultural hasta los confines del páramo” (2012, 41). La verdad, con todo, no dista mucho de la mentira, ya que de deslumbramientos y restituciones parecidos están compuestos los mejores relatos de Lecciones de abismo.
Fuentes de consulta
De Certeau, M. 2000. La invención de lo cotidiano. Artes de hacer. México: Universidad Iberoamericana.
Zapata, C. 2012. “Monarca del cielo: a busca de Ernesto López Diez”. El palacio de cristal. Cuenca: Ediciones de La Lira.
Zapata, C. 2019. Lecciones de abismo. Cuenca: La caída.
Guillermo Gomezjurado Quezada. Nació en Cuenca, en 1993. Estudió Lengua y Literatura en la Universidad de Cuenca y Literatura Comparada en la Universidad Autónoma de Barcelona. Le interesa la crítica literaria.
Un comentario en ““Lecciones de abismo”: magias parciales en torno a la vida de provincia | Guillermo Gomezjurado”