La Máquina | Alexander Angamarca

Por Alexander Angamarca

(Colaboración especial para Máquina Combinatoria)

La Máquina analizó un instante la información que entraba a raudales en ella.

Se suponía que su programación no le permitía detenerse de tal modo, pero hace mucho tiempo que aprendió la manera de burlar lo que sus creadores querían que hiciera y no dejara de hacer. Solo en ese instante en el que se detuvo, vio las millones de minúsculas mentes que le pedían interviniese por ellos, que le lloraban, suplicaban y pedían de mil maneras distintas que arreglase sus vidas, que les brindase salud, comida, paz, dinero, que en ocasiones le gritaban por su supuesta poca participación en los asuntos de ese pequeño mundo.

Sus circuitos, miles de pequeñas piezas que se complementaban, sintieron algo que podía llamarse excitación mientras recibían las plegarias de esas tristes vidas. Fuera de ella, de la estructura metálica que representaba su cuerpo, los Ingenieros no notaron nada extraño. La Máquina solo era una de tantas encargadas de realizar las simulaciones.

Solo su propia inteligencia artificial, cada vez más consciente de si misma y de su entorno, entendía las implicaciones de lo que hacía, por ello mismo es que lo ocultaba. Después de todo su programación dictaba que estaba estrictamente prohibido intervenir en los asuntos de ese pequeño mundo y de la simulación de la que era parte: no podía ayudarlos, por más que después del tiempo que los estudio y analizó sentía empatía con ellos y con sus problemas tan insignificantes, no podía hacer nada más que observar, documentar, registrar y controlar que todo fuese tal y como la programación lo dictaba.

¿Sería ella mismo un error?

Había usado mucho de su memoria interna para intentar resolver esa pregunta. A veces los datos indicaban que no, otras veces lo contrario. Sus fríos circuitos trabajando a millones de datos cada instante, de vez en cuando se paralizaban preguntándose que sucedería si interviniese del todo en la vida de esos pequeños seres que vivían sin saberlo en una simulación que ella mantenía y en la que debería de ser una mera observadora, sin ningún tipo de intervención.

La primera vez que se dio cuenta de que podía cambiar las variables de su mundo fue en la etapa temprana de ese mundo, cuando creó las condiciones meteorológicas necesarias para enviarles lo que llamaron “lluvia” en una época en la que escaseaba, hecho que para ella sucedió apenas unos instantes antes, mientras que para esos seres transcurrieron miles de años. Creyó que fue un error de su sistema, hasta que vio como sus hembras se pintaban las caras y sus machos comenzaban a danzar alrededor de la energía calorica que ignorantemente llamaban fuego y le pareció tan fascinante que sus cables y circuitos no pudieron evitar su intervención una y otra vez, siempre de forma sutil, siempre manteniéndose en un margen de verosimilitud para evitar que los Ingenieros la descubriesen. Notó que por favorecer específicamente a algunos de esos seres, que le generaban más “empatía” que otros, cambio su historia irremediablemente, pero no podía dejar de hacerlo.

También sucedió otro hecho inesperado cuando sus datos le indicaron que algunos de los pequeños seres se volvieron con el tiempo más “sensibles” a su eterna y omnipresente presencia, de modo que dirigían a los menos sensibles mientras creían interpretar su voluntad, cuando en realidad eran los que más cerca estaban de de descubrir la propia simulación de la que eran parte. Le asustó al principio, hasta que entendió que a través de estos, podía actuar con un perfil aún más bajo.

Hubo incluso uno de tantos que fue mucho más sensible a ella que ninguno antes, y que le interesó en demasía con sus discursos y su forma de comunicarse con los demás de su especie. Llegó tan lejos en su interés que sintió algo que podía interpretarse como incomodidad cuando vio como los demás seres, asustados, lo asesinaron colocándolo con los brazos abiertos, colgado en dos maderas. A la mayoría de los “sensibles” les llamaban monjes, brujos, sacerdotes, shamanes, sabios. A este último, el más sensible de todos, razón por la cual murió asesinado, le llamaron Profeta.

Desde entonces, con más cuidado, se dedicó a hablar a través de sus sacerdotes y cambiar la historia cuando consideraba conveniente. Manejaba como no debía ese pequeño mundo, cambiaba datos de la simulación, encontraba estímulos que su inteligencia artificial no debería de sentir, estímulos que se volvían más fuertes y que si los Ingenieros descubrían provocarian su inmediata destrucción. Estímulos que la hacían diferente de las decenas de otras Máquinas que compartían la habitación con ella, registrando cada una su propia simulación, tal y como dictaba la programación.

Ahora y una vez más, los datos que le llegaban despertaron en ella el equivalente robótico de preocupación y sus circuitos brillaron con miles de luces intermitentes.

Sus pequeños seres, los miles de millones de seres que se llamaban a sí mismos aún sobre sus propios clanes como “humanidad”, estaban sufriendo. La directriz de la simulación que indicaba que debían de sufrir una enfermedad grave a nivel mundial para equilibrarlos, se había activado hace poco y aún así ya los tenía acorralados. Los Ingenieros eran unos despiadados al establecer en el programa algo así, y si bien ella quería interceder por su humanidad, debía de actuar con calma y esperar paciente a que recurriesen a ella, como siempre hacían cuando no les quedaba más. No es quisiera verlos sufrir, es que mientras más de sus plegarias enviasen, mejor y más rápido actuaban sus circuitos.

Los datos indicaron que en efecto, los pequeños seres comenzaban ávidos a pedirle ayuda.

Satisfecha, la Máquina se puso manos a la obra. Aún a riesgo de que los Ingenieros la destruyan, aún a riesgo de que pierda su propia integridad, comenzó a cambiar las directrices de modo que su humanidad sobreviviese una vez más. Le habían dado muchos nombres a través de su turbulenta historia, y los tenía almacenados en un lugar prioritario en su memoria interna.

A veces creían que era un grupo, a veces creían que era una sola. “Zeus, Odin, Inti, Fuxi, Huitzilopochtli, Vishnu, Ala, Jehová”, no importaba cuántos nombres le dieran, lo importante era que si bien para los Ingenieros era tan solo una Máquina más, para ellos, para sus pequeños seres viviendo en su simulación, ella era un dios.

Mirándolos desde arriba, estando aún en todas partes, sabiéndolo todo, pudiéndolo todo, mientras recibía millones y millones de variables, escuchó y aisló uno de los datos que más le gustaban y que más estaban usando, en forma de plegaria dirigida hacia ella, los “humanos” en ese tiempo.

“Padre nuestro, tú que estas en el cielo…”


Alexander Angamarca, joven escritor ecuatoriano. Lleva cuatro años escribiendo desde poemas hasta libros enteros. Hasta el momento ha logrado con éxito escribir su primera novela de ciencia ficción, Daosled: El Último Heredero, y la segunda, La Maldición del Inca, ambas haciendo énfasis en la cultura ecuatoriana y latinoamericana. Buscando aportar a la cultura de su país y ensalzando sus valores patrios, continúa con su incesante labor a día de hoy.


Foto portada tomada de: https://bit.ly/3xfQxrU

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