Por Juma Paredes
(Colaboración especial para Máquina Combinatoria desde Perú)
Era gris la tarde de agosto en que Fausto desapareció, es lo que recuerda Coco sobre ese día.
Fausto tiene ocho años, es callado, arrastra los pies al andar. Extraña el colegio, ya no va. Acompaña a su padre todos los días. Se levantan temprano, viajan 3 horas en combi. Lo acompaña, aprende, se esfuerza. Conoce a Coco, un niño despierto de mirada inteligente y sonrisa sincera. Coco despierta, es sábado; se viste, se peina frente al espejo y sale corriendo a buscar a su amigo. Camina entre sacos de arena acumulados al lado de una pared de ladrillo a medio construir y tablones de madera dispersos por todas partes, le gusta mantener el equilibrio mientras camina sobre ellos. Se apoya en una de las columnas, la garúa pica sobre su rostro. Mira hacia abajo, al segundo piso. Silba y aparece la cabeza de Fausto que avanza dando brincos hacia la puerta de salida. Coco baja por las escaleras con la bicicleta.
—¡Dios mío! ¡No te vayas a caer!
—No, mamá.
—¡No regreses tarde!
¿A dónde se fue esta vez? Pregunta el señor Iturriaga. Su mujer le dice que no se preocupe, se ha ido a jugar con Faustito. Ya va siendo hora de que este muchacho se modere. Pero cariño…
Coco se apoya en su bicicleta BMX mientras camina, con cuidado de no mancharse el pantalón recién planchado, la camisa almidonada o las zapatillas que papá le regaló por su cumpleaños; están de moda, Coco las infla con infinita paciencia. Fausto lo espera subido en el montículo de arena, allí, en la puerta de la casa. Se mira las zapatillas de trapo, viejas, sucias. Coco le ha prestado la bicicleta de su hermana, con una canastilla delante y lazos de colores en el timón. ¿Ya terminaste? Empujan las bicis con disimulo, se miran de reojo. ¡El último es un huevo podrido! Pedalean con todas sus fuerzas, cruzan la pista de la esquina. Más allá, los carros avanzan por la avenida.
—¿Tu pelo es siempre así? —Coco pasa la mano por la cabeza de su amigo, sus cabellos resisten con rebeldía a moverse hacia cualquier parte, sucios. —Eres gracioso. ¿Quieres un helado?
—No me alcanza —Fausto mira el piso, busca algo que no ha perdido, cualquier cosa. Arrastra las palabras, sus labios tiemblan.
—No importa, hermano, yo te invito, ¿luego vamos a la casa del pino?
Un pino que en vida fue alto, frondoso y ahora yace de pie, sostenido por la costumbre. Caminan sobre las puntas de las rejas oxidadas de esa casa abandonada, investigan entre sus matorrales. Se acercan al pozo de agua vacío, huele a cemento fresco y humedad. Fausto cae de espaldas, Coco lo empujó y ahora se asoma asustado. Fausto lo mira sonriente, empapado, apoyado sobre los codos. Les entra un ataque de risa. Salen, trepan a un árbol gigante, ven los techos de las casas, el cielo, las nubes, el mar. Son grandes, nadie los puede alcanzar. Se buscan las miradas. Abajo, olvidada su grandeza, agarran un par de babosas y se las dan de comer a las hormigas. Durante la lucha, una babosa es capaz de eliminar con su secreción a cientos de hormigas, hasta que se rinde.
—Mejor nos vamos —en cuclillas, Fausto se rasca la nuca, cansado de ver la matanza.
—¡Pero si es temprano!
—Es tarde, si demoras, tu papá… —con el rostro enrojecido, Fausto tose, estuvo comiendo galletas y un pedazo lo asfixia. Pide ayuda con los ojos. No pide ayuda, levanta la mano ante Coco que se acerca asustado. Muestra la palma, tose un poco más—, tu papá te va a castigar.
¿Y el muchacho? Fuma el señor Iturriaga frente a la ventana. Su mujer le ha servido una taza de café, con dos de azúcar como le gusta. Intenta calmarlo, no comprende, no entiende por qué esa obsesión de los últimos días que tiene su marido con las cosas que hace su hijo. Antes no era así, los fines de semana se tiraba en el sillón, prendía la tele y se quedaba dormido, pero todo cambió últimamente. Cálmate, amore, debe estar jugando con su amiguito, como siempre. ¡Qué amigo ni qué ocho cuartos! Pero cariño… ¡Este muchacho va a moderarse, carajo!
Muere la tarde. Coco y Fausto han enterrado los pies en el montículo de arena en la puerta de la casa. Buscan avispas en los nidos construidos por ellas durante el día. La construcción del tercer piso de la casa de Coco, en Monterrico, le ha costado una pequeña fortuna a papá. Esa idea se ha repetido en la mente de Coco cuando juega con su amigo, su padre se lo ha dicho una y otra vez, con la manaza sobre su nuca que tanto le pesa. Le dice otras cosas incomprensibles sobre Fausto, las olvida rápido. Pero esta vez es distinto. Papá abre la puerta de improviso. Allí está Coco, abrazando fuerte a su amigo, despidiéndose uno frente al otro.
—Ya te había dicho que dejes de jugar con él —murmura entre dientes el señor Iturriaga, la mandíbula apretada, los ojos como platos reventados contra el piso. Fausto empuja a Coco, corre, trastabilla y entra en la casa, sube al tercer piso. Pasa sobre las tablas de madera, entre clavos y aserrín. Allí está papá, su espalda grande, su rostro sudoroso. Lo abraza, su barba le raspa—, ¡esta va a ser la última vez!
—¿Por qué, papá?
Era gris la tarde de agosto en que Fausto desapareció, camino hacia la avenida, de la mano de su papá. Es lo que recuerda Jorge sobre ese día —el pantalón recién planchado, la camisa almidonada—. Me lo dice como recitando, la mirada perdida, treinta años después: «Nunca más lo volví a ver, hermano».
Juma Paredes nació en Lima en 1977. Estudió Ingeniería de Sistemas y ejerció la carrera por quince años antes de dedicarse a la docencia y la literatura. Actualmente escribe en un blog de relatos (“Inmaduro Narrador”) y ejerce como docente en cursos relacionados con comunicación y escritura. Cursa la Maestría en Escritura Creativa de la Pontifica Universidad Católica del Perú. Ha publicado un relato en la complicación de cuentos Superhéroes de Ediciones Altazor.

Foto portada tomada de: https://bit.ly/3yif1SM