Por Carlos Enrique Saldívar
(Colaboración especial para Máquina Combinatoria desde Perú)
Hubo una vez un ser humano que, al nacer, no percibió el entorno que lo rodeaba como sus padres hubieran querido que lo hiciera. Lo amaban, pero ante la imposibilidad de obligarle a ver las cosas a su manera lo dejaron tal cual y quedaron con una incierta pena. Aquel niño era lindo, sonriente, dormía en una enorme cama de seda, a menudo se desvelaba leyendo y se acostumbró a oír a su abuelo contarle interesantes relatos de todo género, narraciones tan tristes como el ambiente a su alrededor, con personajes, vidas y finales tristes. Una noche su abuelo no llegó para narrarle el cuento de ocasión y el niño supo inmediatamente que el anciano había encontrado al fin una historia feliz, con personajes, actos y finales felices, de modo que el nonagenario se conmovió tanto con su propia historia que se sumergió en ella y se embarcó para siempre en un viaje a un mundo lejano donde ya no existía la melancolía.
El niño creció, se hizo joven, luego hombre, y adoptó la costumbre de contar historias, de desamor, odio, aventuras o relatos cotidianos. Nunca las escribió, las tenía grabadas en su cabeza; a veces volaban, en algunas ocasiones las atrapaba de nuevo, en otras se perdían para no regresar. Nunca puso peros a la hora de narrar una ficción ni nunca cobró por ello, aunque sus historias tenían una particularidad: todas era tristes, con personajes, desarrollos y finales tristes. Se las relató a sus familiares, amigos enamoradas, con aquellas historias seducía a las mujeres y se ganaba la confianza de los hombres, incluso, cuando veía a un forastero, pasar por su región, la de la Luz Intermitente (ubicada al sur del país, cuna de grandes artistas), no podía contener las ganas de sumirlo en un universo simbólico, paralelo y llamativo, aunque triste, el cual cambiaba por completo la vida del oyente, lo volvía reflexivo, profundo y romántico. Era difícil crear así, era un don improbable y él lo poseía.
A veces se decía que un humano podía dar la vida por salvar a alguien que ama, eso era un gesto puro y hermoso, pero era infausto. Así eran los temas de sus fabulosas narraciones.
Con el tiempo, se dio cuenta de que su vida se oscurecía por la infelicidad contenida en sus cuentos y decidió transformarlos en relatos con vidas, tramas y desenlaces felices; descubrió de esta forma que su existencia se hacía muy colorida y brillante, además lograba mayor acogida. Se tornó alegre y optimista hasta que una noche, de tanto contar historias felices, se le ocurrió ingresar dentro de sus propias narraciones para perderse en ellas. No obstante, tuvo temor y lo postergó. Sucedió que las comparó con el mundo real, que no era tan bello. Vio muchas cosas a lo largo de su vida, penosas, denigrantes, olvidables, y sus discursos, ahora renovados para ser optimistas, eran otra cosa, planteaban el tipo de tierra en la que deseaba vivir. Pensó mucho en su abuelo, quien hacía varios años pudo crear una ficción hermosa, en la cual se sumergió. De esta forma, el cuentista siguió navegando en inacabables mares de emoción y placer, así quería sentirse él, al menos por un tiempo más.
Decidió ingresar dentro de sus propias historias felices. Lo hizo una tarde de primavera, cuando los arboles sonreían y las mariposas se besaban tímidamente en complicidad con el cariño de los jardines. Sus padres, su familia entera y los que le conocían y apreciaban lo buscaron sin descanso, mas no le hallaron. Al pasar mucho tiempo, seguían recordándolo contándose algunas de las narraciones que el hombre solía inventar, y así, entre historia e historia, algunos de sus seres queridos lograron distinguirlo en algunas de sus aventuras armoniosas en las que él era feliz, vivía en un mundo feliz y tenía el gozo de confiar en un final consistente con lo imaginado, que, aunque no era real, poseía un poder fabuloso, el cual fascinó a muchos y aún hoy sigue convenciendo a lectores de todas latitudes, pese a que el autor de aventuras tan sublimes ya no se halla en este mundo… O tal vez sí, se ubica en el universo inasible (o tangible, depende cómo se vea) de la literatura que él mismo creó.
Carlos Enrique Saldívar (Lima, 1982). Estudió Literatura en la UNFV. Es director de la revista impresa Argonautas y del fanzine físico El Horla; es miembro del comité editorial del fanzine virtual Agujero Negro, publicaciones dedicadas a la literatura fantástica. Es director de la revista Minúsculo al Cubo, dedicada a la ficción brevísima. Es administrador de la revista Babelicus (literatura general). Finalista de los Premios Andrómeda de Ficción Especulativa 2011, en la categoría: relato. Finalista del I Concurso de Microficciones, organizado por el grupo Abducidores de Textos. Finalista del Primer concurso de cuento de terror de la Sociedad Histórica Peruana Lovecraft. Finalista del XIV Certamen Internacional de Microcuento Fantástico miNatura 2016. Finalista del Concurso Guka 2017. Mención honrosa en I Premio Literario Valle del Pillko. Publicó el relato El otro engendro (2012). Publicó los libros de cuentos Historias de ciencia ficción (2008, 2018), Horizontes de fantasía (2010) y El otro engendro y algunos cuentos oscuros (2019). Compiló las selecciones: Nido de cuervos: cuentos peruanos de terror y suspenso (2011), Ciencia Ficción Peruana 2 (2016), Tenebra: muestra de cuentos peruanos de terror (2017, 2018) y Muestra de literatura peruana (2018).

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