Por María Cristina Dávila
(Colaboración especial para Máquina Combinatoria)
(En memoria del escritor ecuatoriano Ramiro Dávila Grijalva)

La creatividad musical es uno de los talentos más raros que existen. Puedo afirmar que son pocos los elegidos por los dioses. Siempre me ha inquietado saber qué es lo que siente un compositor al imaginar la melodía de su sinfonía; cómo será ese momento en que deciden violines acá, bajos allá, en el fondo los timbales; todo eso va resonando en su mente, hasta que ven el diálogo de la orquesta y, paso a paso, van plasmado en el blanco y negro de una extrañamente silenciosa partitura.
La música es un arte envolvente, basta con tomar un par de audífonos y escuchar cómo los sonidos se pasean… jugando con tu mente. La música es la máxima expresión del tiempo y el espacio, una forma de abstracción absolutamente efímera e inalcanzable. Es un talento que implica una gran capacidad de introspección que ni siquiera alcanzamos a comprender. Y así, solo me viene a la mente una pregunta: ¿Cómo se imaginan los sonidos? Es ahí que solo puedo pensar en uno de los momentos más sublimes de la historia de la música, y es cuando Beethoven, en el ocaso de su vida, práctica y literalmente sordo, pasó seis años componiendo su Novena Sinfonía. ¿Cómo habría sido estar en la mente de este músico? Dando a luz sonidos que jamás escucharía, pero, al mismo tiempo, haciendo gala de ingenio, construyó una obra tan vigorosa que no solo la podemos escuchar, sino que también la podemos sentir. En tal momento, Beethoven lo más cercano que podía estar de la música, era apoyando su oreja al piano mientras tocaba, para solo sentir la vibración. Es en ese escenario que revoluciona su época, tanto en estructura como en forma, tratando de alcanzar un imposible como tener un atisbo de su oído perdido. El primer movimiento tiene unos bajos tan profundos que sientes que la música sale de las entrañas de la Tierra, en el segundo te encuentras en medio de una danza frenética, el tercero es una meditación y, al llegar al cuarto, te elevas con unos agudos tan enérgicos que casi rasguñas el cielo. Me gusta pensar que la Novena es como una declaración de amor a la música, a la pasión por vivir y crear, es la única explicación que encuentro para una creación de esta magnitud. Es tan monumental esta obra, que se habla de una maldición post Beethoven, pues ningún compositor después de él puede llegar a componer más de 9 sinfonías… googleelo y verá.
Como bien decía mi madre fuimos hechos, amamantados y criados con música, pues mi padre es un melómano de la más pura cepa. Mi primer encuentro con esta obra se remonta a diciembre de 1974 un mes antes de mi nacimiento. Mis padres estaban de misión en Tokio y, como es habitual, la Novena Sinfonía se tocaba a fines de año en el auditorio de la NHK, donde estos jóvenes insensatos padres me expusieron a Beethoven.
Puedo decir, con certeza, que mi primera memoria musical es intrauterina y que en ese momento nació mi amor a la música. Esa noche el vientre de mi mamá estuvo de fiesta, no me cabe la menor duda, pues una ya adulta tiene ganas de hacer lo mismo en plena sala de conciertos. En mi niñez hubo otros encuentros musicales, uno muy particular del cual no voy a hablar para no sacarle el protagonismo a Beethoven. Mis recuerdos me llevan a una serie de historias. La primera es en la casa de Brasilia, cuando con mi papá, batuta en mano, dirigía la orquesta formada por mis hermanos y yo, simulando tocar instrumentos invisibles. Discusiones en casa sobre el mejor director Leonard Bernstein o Herbert von Karajan. ¡¡¡Obviamente en mi familia es Karajan!!! 1986, en México llegó el primer CD de mi papá: era, sin lugar a dudas, la Novena sinfonía, dirigida por Karajan en, obviamente, una edición de la Deutsche Grammophon con su inolvidable tapa con rayos dorados. 1992 en Buenos Aires ya adolescente en el teatro Colón, volvería a vivir la experiencia de la obra en vivo. Si bien la tecnología es maravillosa, nada se compara a escuchar la música en el mismo instante en que se produce: la música viva gracias a 120 músicos es un milagro. Asunción 1997 aproximadamente, en La sala Callas. Así se llamaba la sala de música, biblioteca y piano en casa de mi amigo Víctor. Un sábado después de almorzar, el postre fue la Novena Sinfonía. Para este fin, se preparó la sala con unas sabanas blancas sobre una mullida alfombra. Víctor, Gladys, Elías muy chiquito y yo, estábamos acostados, escuchando a todo lo que daba su equipo. Fue tan emocionante que terminamos haciendo “angelitos de nieve” sobre las sábanas, llegando a una conclusión y es que: esta es una obra que te lleva a “estados alterados de conciencia.” Unos años después de ese almuerzo se dio un proyecto en extremo osado: se iba a interpretar, por primera vez, la sinfonía en Paraguay, para lo cual se unieron varios, sino todos los coros de Asunción. Por esas cosas que tiene la vida, sin saber distinguir una fusa de una semicorchea, era yo parte del coro. Cuando vi la partitura, más allá de no entender nada, fue gratificante seguir la línea de las sopranos a puro oído. Fue un privilegio enorme que sin el más mínimo estudio musical haya podido participar de tal aventura.
En los últimos minutos de la película La amada inmortal (Bernard Rose, 1994) hacen un maravilloso flash back, en medio de la secuencia del estreno de la Novena: un adolescente Beethoven está huyendo de su padre, llega a un lago donde se esconde, encontrando paz al flotar sobre el agua y así contemplar un cielo estrellado. Considero que esta escena es una metáfora muy vívida de lo que significa la música en nuestras vidas. La música es refugio, es la abstracción, es el caldo de cultivo de las ideas es la forma más rápida de sortear el dolor. Y, si bien no hemos sido bendecidos con la capacidad de crear música, el solo hecho de poder vivirla es un privilegio. En un curso al que asistí decía que, si bien el oído es selectivo, es un sentido que siempre está abierto. No puedes escapar a los sonidos por que los sonidos están en todas partes. El año pasado escuche la sinfonía bajo una espléndida luna de verano en Quito. Es una experiencia altamente recomendable si desean comprender lo que son los “estados alterados de conciencia” según Beethoven.
La belleza como la muerte son inevitables, tarde o temprano sucumbes ante ellas.
Pd.: Esta es la versión con la que crecí: https://www.youtube.com/watch?v=JOaI93Ob2B4&t=1225s