El último concierto | Fabián Núñez Baquero

Por Fabián Núñez Baquero

(Colaboración especial para Máquina Combinatoria)

El maestro busca a Dios en su último concierto. Todos se acurrucan, se cobijan, castañeteando los dientes, del alarido del viento y de la borrasca tempestuosa que flagelan la sabana y encienden las lámparas de aceite temblorosas para espantar la noche. Solo el viejo concertista entrega impertérrito, magnánimo y osado en cada cuerda el objeto de su búsqueda. Con su limpio, aunque vetusto uniforme de director de la Banda del pueblo y su gorra clásica permanece con extraña insistencia frente al órgano de la pequeña pero sonora iglesia de Santa Rosa del Olmo. Solo alguien en la noctívaga y temerosa vigilia común puede percibir que en la Tocata y Fuga que interpreta don Antonio hay como un llamado secreto de auxilio y de esperanza, de confianza suprema y de adiós hasta siempre, todo mezclado, de una criatura entregada hasta los tuétanos a la música eterna.

El pueblo es tan pequeño pero la naturaleza es demasiado grande en su tempestuosa presencia del invierno. Y nadie hasta el momento puede escapar al relámpago, al aluvión celeste inmisericorde pero tampoco a la avalancha del órgano, a esas terribles imprecaciones que escuchan viniendo de las manos, del cuerpo, de todo el ser del pequeño organista de la iglesia con sus desproporcionados e inusuales acentos en tales horas de la noche. Todos se persignan y dicen casi automáticamente, sin pensarlo siquiera:

—Jesús, don Antonio parece llamarnos a una misa a fin de tiempo.

—Pero si ya terminó la vigilia de Viernes Santo…

—Dios santo, el organista está demente… en estas horas de la noche…

—Algo quiere decirnos el maestro organista que no entendemos.

El pueblo teme lo insólito, el devenir de lo desconocido.

El pueblo apenas se resume en unas cuantas docenas de casas, y bien amurallado, como una ciudad sitiada por pencos y cactus y unos pocos descomunales eucaliptos curvándose hasta la tierra por el vendaval violento.

Juan Sebastián Bach es llamado desde el polvo de las centurias, desde su hábitat sempiterno para escuchar esta mezcla de tempestad y de energía, la suya, en su partitura interpretada por este pequeño y sólido ser que se niega a dormir, como si se opusiera a la muerte, a su propia muerte, en momentos cuando los elementos desafían la existencia del hombre en plena cordillera andina. Es posible que ni siquiera el cura Prudencio –párroco del lugar– pueda entender estos extemporáneos e incomprensibles desafíos de don Antonio a la propia todopoderosa e implacable naturaleza.

Nadie duerme en Santa Rosa del Olmo y todos esperan un desenlace de no se qué, en un tiempo de no sé cuánto y en un lugar de no sé dónde. Pero todos saben que don Antonio es terco, perseverante, inflexible, una especie de místico irreconciliable con la temporal y efímera manera de ser de las personas del contorno. Lo conocen muy bien y aunque es solo un músico saben que es irremplazable. Es el director de la banda, organista de la iglesia, y le han visto tocar por lo menos unos diez instrumentos y escribir pentagramas y pentagramas como mandar telegramas a los ángeles o preparar las oraciones de Semana Santa. Saben que jamás ha tomado una sola gota de licor y que tiene un carácter de los diablos y que los otros maestros de la banda le respetan y le temen. Todos le han visto abrirse el último botón dorado de su chaqueta verde cuando va a empezar la clásica retreta del domingo, un gesto usual, casi de rito o de hábito inveterado y conocen que cuando ha faltado algún miembro de la banda él lo ha reemplazado con la misma o mejor eficacia en ese instrumento.

Y todos se han percatado también que cuando don Antonio entra en la iglesia; cuando se sienta frente al órgano; cuando empieza a modular los primeros compases; no solo que se transforma en otro, sino que a todos contagia un sentimiento de pánica concepción cósmica, de temblor religioso, de un no sé qué irradiado en toda la atmósfera del templo y sus alrededores. Muchos que pretenden quedarse amodorrados o desidiosos en sus lechos los días domingo y de fiesta de guardar, no son convencidos ni siquiera por el claro y ceremonioso timbre de las campanas que se oyen en la lejanía de bronce, arisca y pintada de neblina; no recuerdan las insistentes recomendaciones de no dejar de asistir por parte del párroco Prudencio, ni siquiera perurgidos por el necesario bautismo del hijo o la nieta, sino atrapados por el clamor de la melodía inefable, del sonido pleno y ditirámbico del órgano de don Antonio.

Cuando él está de organista a nadie se le ocurre pensar que don Antonio es el director de la banda y que recrea y festeja a la masa campesina y ciudadana a cielo abierto y cuando las familias salen para reconciliarse con la vida en los pocos momentos de la exigua vacación de fin de semana. No. Ven en él, más que en el cura, un motivo de veneración o de alto respeto por algo que puede ser un llamado a la oración o algo desconocido pero feliz, que no pueden modular con palabras pero que les salta con indecible expresión en los ojos y en los sentidos.

Don Antonio es contratado muchas veces a bailes y fiestas de matrimonios, de efemérides parroquiales, de aniversarios de escuela o colegios, de noviazgos, de inauguraciones de la nueva casa llamadas en quichua huasipichay. Sí, es cierto. Pero no bebe jamás ni siquiera por cortesía y a nadie se le ha ocurrido reclamarle o exigirle o perderle el respeto. Todos saben que –les guste o no– él es el organista de Santa Rosa del Olmo, el que les asiste con la música divina cuando se encuentran frente a la hostia o al interior de la oración o junto al hermano que les estrecha las manos y les desea la paz al concluir la misa.

Y ahora don Antonio está entregado, solo de su alma, con una unción y una claridad sin fin, a todos los poderosos vaivenes del órgano en medio del clamor del viento y la epopeya de la lluvia en la sabana.

El sacristán ha despertado, se ha puesto la chompa de cuero con felpa de piel de cordero por dentro, pero no se atreve siquiera acercarse, subir al coro. Pero teme y se santigua varias veces. Le gustaría que el párroco estuviese en el pueblo, en la iglesia, pero sabe perfectamente que él vendrá en dos días. Se arrodilla y reza una jaculatoria a la virgen María. Y entre sí, casi sin darse cuenta, no puede evitar también de comentar:

—Dios mío, él lo que está pidiendo es consuelo porque su hijo no vuelve ni creo que volverá jamás…

Tal vez sea eso: el dolor por la ausencia de su único hijo, nadie sabe. Nadie puede entrar en el corazón arisco e inhóspito de don Antonio. Pero puede ser. Tal vez por eso está horas de horas arañando con dedos sublimes las entrañas infinitas del órgano. Y doña Carmen, la santa y extraordinaria doña Carmen, a lo lejos, oye a su marido, a su Antonio del alma, se despereza, deja la almohada, despeja sus ojos, arreala al vuelo su cabellera abundante y casi llorando, perpleja y doliente también exclama:

—Le está pidiendo a Dios que vuelva nuestro hijo, que se discipline, que siga la carrera de doctor, él quiere que nuestro Agustín sea doctor, pero ni siquiera sabemos dónde está, nunca nos escribe y eso que es escritor, sí, nunca nos escribe…

Y se pone sus pobres pantuflas desgastadas, su bata de franela, su viejo pañolón de paño español y vacila entre quedarse dentro de la casa o salir a ver a su marido. Se sienta, al fin, en la silla de esterilla manabita –regalo de un admirador de don Antonio–, pone las manos sobre las mejillas y escucha la torrentera interminable del cielo y las voces formidables del viento que ni siquiera son capaces de ensordecer la diáfana y convulsa melodía que surge intempestiva, reiterada, insistente, del órgano de don Antonio, de su Antonio del alma…

La noche avanza y la borrasca amaina con apocado ritmo. El vendaval parece vacilar entre seguir sometiendo a la tierra a sus furiosas sacudidas y ablandarse en el despejo, en la ruta hacia la brisa y el silencio de la madrugada andina. Pero el clamor del órgano no cesa. Casi se toca con las manos y todos los sentidos la batalla entre el organista y su corazón atormentado. No es posible quedarse desatento y frío a los llamados de las síncopas, al contrapunto portentoso, a la musculatura colosal, insólita de Bach.

Don Antonio curva su espalda, ladea su cabeza como si quisiera recordar, traer desde el abismo, desde el trasmundo algo que él mismo no sabe ni comprende, como si quisiera evadir, alejar el llanto, la miseria, la incomprensión, la oscura guerra de todos los días, la ingratitud del único hijo amado hasta más allá de los huesos. Del hijo que ni siquiera le regala la limosna de una carta. Cierra los ojos, los aprieta y deja que sus manos, que su cuerpo respondan a los díscolos y porfiados latidos de su corazón cuando oprimen el teclado, cuando sus pies responden a los altos y a los bajos, para subrayar, insistir, clamar por algo que solo él conoce y comprende, que solo a él le convulsiona y le duele.

Y su música traspasa los corazones y todos ya no pueden dormir y todos se levantan y todos quieren ir y no ir a ver al organista, todos hacen preguntas e inventan respuestas, uno hasta se atreve a proclamar:

—Nunca se ha escuchado esta música, ni siquiera en todas las semanas santas que vengo oyendo a don Antonio, nunca, como si fuera su último concierto…

La señora Adela, que dirige el colegio principal del pueblo, aleja las mariposas blancas de la lumbre, prepara el perol para el café y comenta a su marido –que se ha puesto el poncho y la bufanda y ha terminado por sentarse en el poyo para oír el concierto de la naturaleza y del hombre–, comenta del organista:

—Alfredito, ya es mucho tempo que esta música divina nos conmueve a todos, pero me parece que algo debe estarle pasando a don Antonio, ¿no sería bueno que fuéramos a verle? o, si prefieres, mejor ir hablar con doña Carmenza.

—Puede ser —responde el marido—, pero dejemos que se serene el cielo…

El pueblo parece agolpado en las ventanas. Digo porque se han prendido —como si todos se pusiesen de acuerdo— las lámparas de todas las casas, las cabañas, los cortijos, los establos. Los mozos han encendido las linternas y hasta las ovejas balan de una manera soterrada y descomunal, queriendo abandonar sus rediles y los perros aúllan como si recordaran de pronto su condición de lobos. Toda la comarca está en plena vigilia y parece que todos los seres de la naturaleza han despertado al sonido inmensurable y fantástico del órgano de don Antonio, más todavía que al impulso de toda la naturaleza desbordada.

El sacristán ha salido a la puerta de la iglesia como si buscase a alguien con quien conversar, huir de la tormenta melódica que se ha instalado adentro. Quisiera que el cura Prudencio estuviese aquí ahora más que nunca. Pero no es así, qué se puede hacer. Ya ni siquiera pretende ver a don Antonio porque se le adueñado el corazón una mezcla de miedo y de incontrolable desolación.

Si ustedes quieren saber, esas son las palabras adecuadas para retratar lo que se ha desplegado en el alma de los vivientes de la comarca: el miedo y la desolación.

El sol lucha por romper la niebla, el viento, la lluvia ya menos procelosa, y los Andes majestuosos se retratan en la cautela semi-matinal con sus picos y ondulaciones de cara al firmamento. Y parecería que, al mismo tempo, de pronto, ha dejado de oírse el tumulto del órgano o como si este estuviese prolongando demasiado las mismas notas y el cansancio le obligara a entorpecer su camino y repetir sus pasos. Casi ya no se oye al instrumento.

La gente sale de sus cobijos arrebujados en ponchos y pañolones, sin dejar los sombreros o las sombrillas para protegerse de la intemperie. Todos se dirigen donde doña Carmen. Se ve que llegan y se agolpan a la puerta de su casa. El síndico del Club de Atocha y el Teniente Político de Santa Rosa entran, cuando doña Carmen les abre la puerta. Luego solo se les ve salir con ella y dirigirse a la iglesia acompañados de todo el pueblo. De la casa de doña Carmen a la iglesia es poco caminar en un sendero bordeado por el hilillo socorrido de la acequia del contorno. De modo que esta especie de procesión dura lo que dura el despertar de las begonias tempraneras.

Llegan, claro que llegan, solo para contemplar al sacristán llorando, inclinado junto a don Antonio, sosteniendo entre sus manos su cabeza, como si este estuviese durmiendo para siempre sobre el teclado del órgano ya en silencio.


Fabián Núñez Baquero (Tulcán, Ecuador, 1942). Poeta, escritor ecuatoriano. Ha publicado varias obras entre las que se destacan: La Uña de la Gran BestiaEn torno a MontalvoSolo de amor me rindoVoces errantesPura LámparaMorir de España dos vecesHomenaje al libro y al escritorMartes 13. Mantiene un blog donde se puede encontrar además sus ensayos: Umbral de voces: http://umbraldelasvoces.blogspot.com/


Foto portada tomada de: https://bit.ly/3e9ymhc

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