El hombre de la sonrisa impresa | Juma Paredes

Por Juma Paredes

(Colaboración especial para Máquina Combinatoria desde Perú)

El niño de la sonrisa impresa se acercó a mí una mañana lluviosa de invierno. Caminó despacio hasta el borde del tobogán mientras yo resbalaba viéndolo allí de pie, esperando mi llegada. Sacó una mano de su bolsillo para darme la mano. Me lo quedé mirando y saludé con la ceja, levanté un poco el mentón. Él comprendió y al instante dibujó el esbozo de una sonrisa que por entonces andaba ensayando a diario frente al espejo, convencido de su potencial para quebrar la voluntad más obstinada. Serio, dirigí la vista sobre ese agrupamiento de dientes en perfecta alineación, infinitos. Era nuestro primer día en la escuela. Confiado, él mantuvo el dibujo en su rostro y dijo: «Hola, hermanito, te cuento que tenemos algo en común, ninguno tiene papá».

Recordando la forma en que nos conocimos, converso esta noche con mi amigo, treinta años después. Lo encontré cruzando la avenida, despreocupado. Sigue vistiendo de forma tan pulcra como antes. Los mocasines lustrosos, las medias blancas resaltan bajo un pantalón de dril de basta demasiado subida. La hebilla de la correa casi iluminaba el camino que él recorría aún sin darse cuenta de mi presencia, pero directo hacia mí. La camisa blanca almidonada, salida acaso de algún comercial de detergente. El cabello sedoso danza al ritmo de sus pasos ligeros. «Habla, compadre», le dije. Fue cuando la vi. El hombre ha logrado dominar el arte de imprimir su sonrisa en perfecta formación. La dentadura nívea dispuesta en perfecta formación entre dos líneas oblicuas, naciendo un hoyito y muriendo el otro entre cada confín de sus labios: «Hola, hermano», me dijo, «qué haces acá», quiso decir. Sin atentar contra la impresión en la parte baja de su rostro, estrechó mi mano aquel ventrílocuo profesional de los ojos verdes, «vamos por unas cervezas».

Aquí estamos entonces. El hombre de la sonrisa impresa se balancea en una silla del bar. Hemos reído durante horas, hemos recordado nuestras historias escolares, los amigos entrañables, las mujeres que perdimos y volvimos a recuperar para volver a perderé. Sus incontenibles ganas de aconsejar cual confesor y guía, mis incontrolables ganas de fastidiar a los demás, incomodarlos. Y así, bromeando yo, sonriendo él, se pasó como un sueño nuestra niñez. «Espera, no sabes, no te he contado», me dice serio, bajo la sombra temporal de un rostro provecto que llama mi atención. Levanta una mano, pide otra ronda. Sube la manga de su camisa y me muestra la cicatriz de una herida reciente.

Ha salido de su casa esa madrugada, debe llegar temprano al trabajo. La empresa le ha regalado un auto, pero no sabe manejar. Camina hacia el metro mientras responde mensajes de su jefe que ansioso le recuerda la presentación ante el directorio. Le pide detalles previos, estadísticas, resultados. Deben convencerlos de alguna propuesta comercial que no comprendo, a pesar de que mi amigo ha detenido su historia para beber un poco y explicarme el secreto de sus ganancias «Es fácil, mi hermano», me dice, y también «si tienes un pedido simple, pasas el doble y a la mierda». Ante él se levanta solitario un puente peatonal. Debe usarlo si quiere cruzar la carretera para tomar el autobús que lo llevará a su destino. A pesar de su actitud optimista hacia la vida, de su confianza extrema en las personas, guarda la billetera en el bolsillo interno del saco y ajusta la gabardina hasta ocultar parte del rostro. Sube los escalones encorvado por el frío matutino. Camina nervioso, cruza los brazos. Fue cuando llegaron.

Uno está detrás, se acerca trotando desde el fondo del puente. Al instante, otro delante, a su lado, le muestra una navaja. Insulta, empuja, revisa sus bolsillos. «Entonces, lo supe», me susurra, su aliento huele a cerveza y galleta, limpia sus labios con una manga de la espuma chorreante, «los años no pasan en vano, era tiempo de enfrentar mis temores, de nada me servía sonreír… así que le di una patada en los huevos». Sorprendido, con la risa contenida, imagino la contracción espasmódica de los músculos faciales del delincuente, su grito de dolor contenido. Mi amigo se abalanza sobre él, golpea con los ojos cerrados, presiona los labios, patea, araña, lo hace retroceder hasta el borde del puente. Casi caímos, hermano, me dice pasando el índice por la cicatriz, pero el de atrás me clavó la navaja aquí.

Despierta, el cuerpo le duele. Lo han golpeado. En la oscuridad, toca su hombro húmedo de sangre, lo presiona e intenta ver algo alrededor, sentir algo, está atento. Oye una conversación confusa, siente el motor de un auto en movimiento. Le duele la cabeza. ¿Dónde está? Muerde un trapo, respira con dificultad. Suda. Se abre la puerta de la maletera y él puede ver algo de luz en una noche de luna llena. El auto se ha detenido en un descampado. No es un descampado, es un basural. Lo conducen con golpes y más insultos al asiento trasero. Más golpes, más insultos; es como si el asalto volviese a ocurrir. Quiere gritar, no puede. La cabeza le duele, el fastidio de un mareo apagándose.

Una cachetada lo despierta, me vas a dar tu tarjeta. Le han quitado la mordaza. Otra, no tengo, señor. Otra más, cuál señor, blanquito, cuál señor

—¿Jefe tal vez…? —titubea, restriega sus ojos. La tarde agoniza.

—Este blanco es imbécil.

—Entonces, cómo quieren que les diga —dice el hombre sin la sonrisa impresa, imagina aterrado la forma en que murió su padre: el asalto, el cuerpo sin vida hallado una mañana como hallaron el cuerpo del mío y él escondido bajo la mesa y yo escondido en un vientre: solo en la calle. Tiembla de frío, de temor. Su casa roza el asiento, le raspa. Está sumido en un llanto silencioso, como el de nuestras madres al lado del ataúd: él está metido en el ataúd con los ojos cerrados y a su lado las personas lo lloran, se despiden, lo olvidan.

—Vas a darnos tu tarjeta, mierda.

—Ya les dije, no tengo, no uso tarjetas. No me juzguen, les explico —traga saliva, tiene la garganta seca, solloza—, al usarlas estaría avalando el abusivo sistema financiero de nuestra ciudad. No imaginan la cantidad de intereses que cobran estos bancos abusivos, no señores, yo prefiero cash, aunque últimamente no cargo mucho, verán, estuve estudiando mi maestría de Finanzas durante dos años en Estados Unidos. He vuelto y la cosa está complicada, no consigo trabajo, dicen que es porque hablo mucho y…

—Dale otro golpe —y al recibirlo, el hombre sin sonrisa calla.

—¿Es todo? —me dice, pide dos más, al polo— ¿Es todo lo que tienen?

—¿Eso les dijiste? —dije.

—Eso quise decir —me dice—. Debí hacerlo, hermano.

—No me maten —sí dijo—. Se los pido.

—Todo el día dando vueltas para nada. No usa tarjeta este blanquito de mierda. ¡Quémalo ahorita!

—¡Por favor! —atado de pies y manos, desesperado, siente el caño del arma presionando su paladar, el clic del pulgar delante suyo, unos ojos extraviados delante suyo. No logra controlarse, lo intenta. Siente una presión en el pecho que baja despacio, le han ordenado agacharse, él no quiso, conoce su trastorno funcional digestivo. Es cuando sucede.

—¡Puaj!, ¿y ese olor?

—Un pedo, jefe, el blanquito se está pedorreando.

—¡Perdón!

—Apesta, ¡te estás muriendo, carajo!

—Lo siento, es que tengo gastritis.

—Ya basta

—No puedo, ¡por favor!

—¡Tíralo por la ventana!

Es oscura la noche sobre las faldas de un cerro inmenso de basura. El hombre sin la sonrisa impresa mira hacia arriba como calculando sus pasos. Al voltear, ve la estela de polvo que dejan sus captores. Sube un poco, cojea, el cuerpo le duele. Contempla las luces de su ciudad, señala el lugar donde se le ocurre puede estar su casa. Debe ascender entre desperdicios para volver, ¿al trabajo o a casa?, solo él lo sabe, no me lo dice. Camina en la oscuridad descalzo. Seca sus lágrimas, forma un puño con la derecha. Imprime una sonrisa.


Juma Paredes nació en Lima en 1977. Estudió Ingeniería de Sistemas y ejerció la carrera por quince años antes de dedicarse a la docencia y la literatura. Actualmente escribe en un blog de relatos (“Inmaduro Narrador”) y ejerce como docente en cursos relacionados con comunicación y escritura. Cursa la Maestría en Escritura Creativa de la Pontifica Universidad Católica del Perú. Ha publicado un relato en la complicación de cuentos Superhéroes de Ediciones Altazor.


Foto portada tomada de: https://bit.ly/3u9w32S

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