Por Fabricio Guerra Salgado

Una equívoca llamada telefónica solicitando los servicios profesionales de un tal Paul Auster, detective privado, involucra en un extraño suceso a Daniel Quinn quien, tras la muerte de su mujer e hijo, permanece alejado del mundo escribiendo novelas de misterio, que firma con un pseudónimo y publica a través de un agente.
Quinn es contratado para seguir a Peter Stillman, un sexagenario que acaba de salir del manicomio por encerrar a su hijo en una habitación durante nueve años, con la trastornada idea que, en estado de total aislamiento, el niño debería aprender a hablar un supuesto lenguaje natural. Aquel niño es ahora un adulto disminuido y dependiente de su esposa Virginia, que ha decidido buscar al detective en prevención de una probable venganza del padre.
En la biblioteca universitaria, Quinn lee la tesis doctoral de Stillman, en la cual se afirma que, después de comer Adán y Eva del árbol del bien y el mal, las palabras adquirieron connotaciones morales, se volvieron ambiguas y se separaron de la esencia de las cosas. La caída del hombre implicó también la del lenguaje, por lo que resulta lógico pensar que deshaciendo la caída del lenguaje quedará sin efecto la decadencia de la humanidad. Con tal propósito, en Norteamérica, tierra elegida, se erigirá una nueva torre de Babel, en la que, a la inversa del relato bíblico, los hombres olvidarán sus múltiples lenguas, adquiriendo a continuación el único y verdadero idioma de Dios, requisito indispensable para la dicha definitiva.
Entre tanto, Stillman, se ha alojado en un hotelucho y vagabundea todas las mañanas por las calles neoyorkinas, mientras recoge objetos sin valor, colillas aplastadas, tornillos oxidados, con la finalidad de asignarles otros nombres. Quinn registra en un cuaderno rojo las rutas que toma el viejo. Al ordenar las anotaciones y garabatear con un bolígrafo los recorridos, cree distinguir letras y un mensaje: Tower of Babel.
Decide abordar al anciano y este admite haber asumido la misión de crear un nuevo lenguaje, que por fin exprese lo que necesitamos decir, puesto que las actuales palabras ya no se corresponden con las cosas y con el caos vigente. Por ejemplo, manifiesta, un paraguas desgarrado, inservible para proteger de la lluvia, sigue llamándose “paraguas”, por lo que las palabras en vez de revelar, más bien ocultan y confunden.
La única salvación posible, insiste Stillman, es hacer que el lenguaje vuelva a responder a nuestras necesidades y se aleje de cualquier artificio, recalcando de paso, la pura potencialidad del hombre, como un ser que aún no ha alcanzado la concreción, a la manera de un huevo, que al caer quedará roto quizás de forma irremediable.
Entonces, Quinn pierde el rastro del viejo y, desesperado, logra localizar al genuino Paul Auster. Lo visita, le confiesa que ha usurpado su nombre, contándole todo lo ocurrido y pidiéndole ayuda. Pero descubre que Auster nada tiene que ver con el oficio detectivesco, es escritor y está trabajando en un ensayo especulativo acerca del recurso cervantino de adjudicar la autoría del Quijote a alguien más –Hamete Benengeli– presentándose el manco de Lepanto como un mero transcriptor de la obra. Curiosamente, desde La Mancha hasta Nueva York, se ha replicado el mismo juego de espejos y una similar fórmula metaficcional, lo que torna intercambiables las identidades y fusiona realidad con ficción.
A continuación, Quinn telefonea al departamento de Virginia y su esposo sin hallar respuesta, por lo que resuelve mudarse a un callejón contiguo desde el que puede vigilar la puerta de entrada al edificio, extremando así la protección a la pareja. Luego de vivir varias semanas escondido en un contenedor de basura, tomando apuntes en el cuaderno rojo y sin lograr observar a ninguno de los involucrados en el caso, hace una llamada a Auster y se entera que meses atrás, Stillman se mató lanzándose de un puente.
Harapiento, no se reconoce al mirarse al espejo. Regresa a su propia casa y la encuentra habitada por una persona desconocida. Sus muebles, sus libros, su ropa y su identidad han desaparecido para siempre. Tan solo le queda escribir de modo compulsivo en el cuaderno rojo, en el que antes de desaparecer del todo, Quinn ha resumido su precaria situación en la pregunta que consta casi al final: ¿Qué sucederá cuando la última página en blanco se haya agotado?