Por Fabricio Guerra Salgado
“La muerte es amistad, comunión, resurrección”; “La muerte es Chile”, escribe con humo Carlos Wieder en el cielo santiaguino mientras pilotea una avioneta de la fuerza aérea. Es el año 1974 y se ha consumado el golpe militar que puso fin al gobierno socialista de Salvador Allende, estableciéndose a continuación una de las dictaduras más sanguinarias de la región. Se respiran aires funestos, los golpistas imponen a punta de plomo la censura, el exilio y la tortura.
Irrumpe así la enigmática figura de Wieder quien, hasta antes de la ruptura democrática y con otro nombre, frecuentaba talleres poéticos relacionándose con jóvenes estudiantes de izquierdas. Dueño de un peculiar magnetismo y encanto, no tardó en cautivar a varias mujeres del entorno literario, a algunas de las cuales asesinó luego a sangre fría.
Tras el golpe, Wieder sale de las sombras y asume su verdadera identidad: la del espía infiltrado entre la intelectualidad con el objetivo de detectar y eliminar a supuestos elementos sediciosos. Pero a la vez, el espía poeta se toma muy en serio su artística vocación, preparando una exposición de fotografías en la que, con su cámara Leika, ha registrado decenas de cuerpos desmembrados de mujeres agonizantes y asesinadas por él mismo. “Poesía visual”, denomina Wieder con convicción y desvarío a su macabra performance.
Ni sus amigos cercanos ni los altos jerarcas de la milicia, quienes han visto las imágenes, pueden admitirlas o justificarlas. Desde entonces, el piloto debe escabullirse, sumiéndose en una existencia aún más fantasmal. Muchos creen ver sus huellas infames en poesías y textos firmados con pseudónimos y publicados en revistas filonazis. Otros notan su presencia en la dirección fotográfica de películas porno de baja estofa.
Dos décadas más adelante, después de enmarañadas pesquisas, un obstinado detective -recurso bolañiano por excelencia- dará con el poeta aviador en un apartado rincón de Cataluña, en donde según se sugiere, tal investigador procede a eliminarlo, confirmándose al fin que “Wieder es un hombre y no un dios”.
En Estrella distante (Anagrama, 1996) literatura y barbarie comparten coordenadas, fundiéndose en una atmósfera opresiva en la que solo caben cruentas tramas y sórdidos desenlaces. Porque lejos de florituras, cantos de sirena y loas revolucionarias, la poesía también halla inspiración en lo protervo y lo criminal. Viene así Bolaño a desactivar la ingenua idea del supuesto carácter humanizante y liberador que suele atribuírsele al quehacer poético.
El mal emerge permeándolo todo, imponiendo sus éticas y estéticas, anulando cualquier utopía con su contundencia y radicalidad. Inexorable se torna el surgimiento de Carlos Wieder, encarnación del artista poseído por el mal total, signo y metáfora de una época en la que quizás, como sostuvo Theodor Adorno, escribir poesía tras lo ocurrido en Auschwitz, constituye un acto bárbaro. Corren tiempos aciagos.