Por Rubén Darío Buitrón
(Colaboración especial para Máquina Combinatoria)
Cuando todos se fueron, la mayoría en estado de borrachera o semiborrachera, Claudia me abrazó, se acercó a uno de mis oídos y me pidió que me quedara con ella.
Fernando, su marido, se había marchado de allí hacían unos treinta minutos con Valentina y era poco probable que volviera, al menos hasta mañana, porque así se habían acostumbrado.
La noche se había vuelto confusa y una decena de ideas circulaban a mi alrededor, como empujándome a un lado y al otro. Durante la reunión los invitados fueron soltando las amarras de sus lanchas y canosas y poniendo rumbo a sus deseos.
Unos se despedían presurosos, un poco avergonzados. Otros, sin rubores, se tomaban las manos o se abrazaban y se tocaban como ejerciendo el derecho a la posesión que pretendían tener.
Éramos unos 12 0 13 amigos y compañeros de la universidad y muchas veces se formaban apasionadas parejas entre quienes, en la cotidianidad, solo había amistad y camaradería.
Parecía que ninguno de ellos tenía planes de estabilidad (yo tampoco, pero debido a mi timidez reverencial) o de formar una relación permanente.
En mi caso, que Claudia me pidiera quedarme fue como una revelación, como si los años que nos conocíamos y habíamos compartido con su esposo y ella tantas cosas hubieran sido un telón falso, un paisaje despintado, una velocidad distinta a la que cada uno no parecía dar a su vida.
No sabía para qué ella deseaba que no me fuera, pero no había que escudriñar demasiado como para entender que se sentía sola, que una vez más su marido la había humillado y que ya no podía soportar su rabia contenida.
Esa noche, para colmo, Fernando, que había pertenecido a un grupo de danza folklórica, puso música tropical y se la pasó con Valentina, que era bailarina y costeña, todo lo contrario de Claudia, chilena, de clima frío, poco conocedora de ese tipo de melodías basadas en mover las caderas.
Yo vi en ella, siempre, a una mujer hermosa. Me lo pareció desde la primera vez que Fernando nos invitó un sábado a comer cangrejos y tomar cerveza en su departamento, mal decorado, pequeño, con objetos que no tenían ninguna relación entre sí colocados en las paredes o en los muebles de la sala, pero con una enorme ventaja: estaba en el tercer piso de una casa grande y contaba con una terraza amplia a la que el casero les había cedido a Fernando y Claudia por 50 dólares más, aparte del pago de la vivienda.
Pasábamos desde el mediodía hasta la madrugada allí y creo que desde entonces empecé a amarla en silencio, con miedo pero como si estuviera de pie al filo de un precipicio, sin medir las consecuencias de lo que sería un salto al vacío o una permanencia inmóvil, en cámara lenta, hasta que ella —lo cual me parecía imposible, aunque a veces, como ahora que me dijo lo que me dijo— diera algún paso hacía mí desde el otro lado del abismo.
Claudia disfrutaba de estas reuniones porque eran espacios distintos, cálidos y, sobre todo, porque la hacían sentir persona y que rompían su monotonía: durante la semana pasaba encerrada en casa, salía a lugares muy cercanos para comprar o pasear un poco, porque no contaba con pasaporte en regla y temía que la detuvieran o la deportaran.
Decía, además, sin rubor, que si no existiríamos nosotros ella no vería nunca a Fernando, que parecía haberse casado con sus compañeros de universidad y no con ella.
Por eso disfrutaba de ver a su esposo preparar los crustáceos, el canguil, el plátano maduro, el ají, y mientras él se esmeraba en la cocina ella se encargaba de repartir la cerveza brindando con cada uno de los asistentes, cruzando conversaciones de cualquier tema, sonriendo de una manera tan dulce como nadie lo hacía, buscando un poco de cariño y atención.
En uno de aquellos sábados largos y cálidos, Claudia y yo nos cruzamos en la puerta que daba al baño. Ella salía y yo esperaba para entrar. No había nadie más por ahí y sin que mediara ninguna introducción me dijo, en voz baja, “tú eres muy lindo”. Y se fue hacia la terraza donde estaban Fernando, los invitados, la música, las ollas, las tablas de picar, los cuchillos, las cucharas, las botellas, los vasos…
Pero, ¿era lindo yo? ¿Qué quería decir, exactamente, ser lindo?
Me arriesgué, para mí mismo, a pensar que Claudia había dado el primer paso hacia el vacío, hacia la nada, hacia lo que podía ser o no podía ser. Si yo daba también mi primer paso nos encontraríamos, nos protegeríamos, nos amaríamos. O quizás caía al abismo.
No hice nada, finalmente, porque podía ser que no era un primer paso de Claudia sino que su bello piropo era el exceso de cerveza. Fue un paso que yo tendría que descifrar si fue casual o planificado.
Mientras orinaba en el inodoro me percaté de cuánto me habían impactado las susurrantes palabras de Claudia. Me di cuenta de que nunca más podríamos ser amigos. Que, aunque ella no lo hubiera dicho en serio, yo era una paleta de helado bajo un sol quiteño de mediodía. Me estaba desliendo.
¿Por qué no lo había hecho yo? ¿Respetaba su relación con Fernando, quien era, entonces, mi mejor amigo y compañero en la universidad? ¿Por qué no dije nada, ni siquiera “gracias”, al suave dardo que ella me había clavado en el momento y en el lugar adecuados?
Claudia no era una mujer astuta, pero parecía tener mucha intuición, como si poseyera el don de adelantarse a los hechos. Y yo, sorprendido, ruborizado, confuso, sin abrir la boca frente a quien, quizás, sabía exactamente lo que quería.
Desde entonces todo cambió en mi relación con Fernando y Claudia. Quien más los visitaba era yo porque con mi amigo y compañero hacíamos los trabajos de la universidad, estudiábamos juntos para los exámenes y repasábamos algunas clases para adelantarnos a los malos profesores y dejarlos en ridículo.
Sin embargo, cambió también porque algunas noches yo llegaba puntual, como habíamos acordado con Fernando, pero él no lo hacía, dejaba espacio a la especulación y a la pena y casi siempre tenía un buen pretexto para fallar.
¿Le importaba a Fernando que Claudia estuviera sola? ¿La valoraba? ¿La amaba?
A la espera de Fernando, ella me invitaba a sentarme a su lado para mirar alguna película o uno de los noticieros en la televisión, traía cosas para picar (queso, jamón, aceitunas) y una botella de vino chileno, por supuesto.
Habían pasado algunos semanas de aquel “tú eres muy lindo” y una de esas noches en las que Fernando demoraba o, simplemente, no venía, decidí que era el momento de que las cosas se aclararan.
—¿Por qué me dijiste que soy muy lindo?
El silencio de segundos que hubo entre la pregunta y la respuesta me sirvió para darme cuenta de mi torpe forma de preguntar.
Y la respuesta fue lo que a un novato de estas lides del amor le correspondía:
—Porque lo eres y no te das cuenta.
Ella no me miró cuando me respondió. Siguió con sus aceitunas, su vino, su pantalla de televisión, pero hizo un gesto que no supe si fue a propósito o casual (¿era posible una segunda casualidad?).
Se acercó. Me miró sin que yo me atreviera a hacerlo. Tomó mi rostro con una de sus manos. Me besó entre la mejilla y la comisura de los labios. Se quedó arrimada a mi hombro, sin decir nada más, y siguió mirando hacia el televisor.
¿Qué debía hacer yo? Mi candidez pudo más que la temeridad que no poseía. Sin acercarme, sin ningún gesto con las manos, sin mirarla, solo alcancé a decirle tú eres más bella, muchísimo más bella.
Ella sonrió. Jugó con las frases. Aclaró que ella me había dicho “eres muy lindo” y que yo acababa de decirle “tú eres más bella”. Excepto el sonido del televisor, no se escuchó nada más por algunos minutos.
Con una sonrisa suave y tierna, me preguntó cuál era la diferencia entre ser lindo y ser bello y yo le respondí que, seguramente, lindo o linda es una buena persona, mientras que bello o bella es un adjetivo que va más al fondo, que implica una forma rotunda de contemplación y deseo. Es decir, con “lindo” puedes quedarte a distancia, pero con “bella” las cosas podían tomar un camino inexorable.
No sé dónde lo leí, pero esta vez me sentí muy bien haberlo leído. Lo dije con las palabras exactas, la entonación exacta, la dimensión exacta.
Pero ella, siempre, fue más temeraria y anticipatoria que yo:
—¿Quieres decir que para ti soy bella y me deseas o solo soy bella y me contemplas?
La contemplación de la belleza de una mujer es, para mí, el más alto, reverencial y profano de los sentidos. Un culto, pero también una actitud de pertenencia. Al mismo tiempo, era reverencial porque jamás lo dejaría de hacer mientras creyera que esa contemplación sería suficiente para satisfacer mis sentidos.
Ese momento saltamos los dos al precipicio, cada uno desde el borde en que se encontraba. Y todo dio vueltas. La luz de la lámpara de la mesita de noche del lado de la cama de Claudia titiló, se apagó, y ella tomó el control del televisor y los puso en silencio.
Una boca que sabía a vino se me acercó y yo cerré los ojos. Pensaba que si los abría no sucedería nada más, que era solo una ilusión, una escena imaginada.
Pero Claudia me besó con la destreza de una lengua experta que yo nunca había probado en ninguna mujer y quise que la noche se llenara de oscuridades maravillosas como la luz intermitente, pero incansable, de las luciérnagas.
Yo me esforzaba para que los gestos lo dijeran todo sin necesidad de palabras, que la noche se colmara de sabores, olores, texturas y visiones mientras afuera la luna intentaba inútilmente cuadrar con lo que estaba pasando y quise que los besos y las caricias, las de ella audaces y sorprendentes como una emboscada, no terminaran jamás.
Y eso fue todo. Porque el departamento estaba en una tercera planta, pero la puerta de la calle tenía el don (sí, el don) de rechinar cuando se abría y Fernando tenía el don (sí, el don) de gritar algo así como “Claudia, ya llegué”.
No sé cuánto duró el encuentro antes de que escucháramos llegar a Fernando, pero cada instante para mí fue una lucha para responder a Claudia como suponía yo que ella deseaba.
Descubrí que el placer no venía solo, sino que se procuraba, aunque tenía sus riesgos. Descubrí la relevancia de un olor, de la sensación de lamer y morder un par de labios carnosos, de estremecedores y expertos movimiento de lengua, de respiraciones agitadas, de abrazos angustiosos y desesperados, de una mirada, apenas una, capaz de expresar todo lo que la angustiaba y la desesperaba.
Fui al baño y desde allí escuché un largo suspiro, entre jadeante y armonioso. Claudia se preparaba para recibir a Fernando.
Salí y Fernando ya estaba allí. Y, Claudia, como si nada hubiera pasado. Él comiendo algo pequeño en la cocina contándole a su esposa que se demoró porque alguien le había llamado para un trabajo.
Ella lo escuchaba cuando yo irrumpí y le dije a Fernando que aplazáramos el estudio que teníamos previsto para esta noche, que no me sentía bien (no podía decirle que me sentía muy bien, era una maravillosa paradoja lo que vivía ese momento).
Miré a Claudia y ella miró a Fernando. Me percaté de que ella no tenía temor de que una noche o un día de estos la descubriera haciendo el amor con alguien, aunque si fuera conmigo las cosas se volverían muy complicadas.
Entre ella y él había una extraña relación de necesitarse para ciertas cosas y no requerirse para otras.
Fernando era tan descomplicado que no tuvo problemas en decirme que estaba de acuerdo, que podía ser mañana, pero más temprano, y este “pero lo más temprano que puedas”, frase con la que él decía todo lo contrario y era un pretexto para no llegar pronto, para mí se volvió un tsunami de emociones, sentimientos, esperanzas, aturdimientos, miedos.
Aun así, decidí, ese mismo momento, de alguna manera inconsciente e inmadura, que Claudia pasaba a ser lo más importante de mi vida y que mañana yo vendría a las tres de la tarde, lo cual me daba (o nos daba) unas cuatro horas para estar solos, cuatro horas para que su fuego y mis recelos se extinguieran juntos en una suerte de incendio avivado por aprendizajes y exaltaciones.
Al día siguiente estuve allí, golpeando la puerta del departamento, mirando abrirse una puerta que se movía despacio, coqueta, intrigante.
Y ahí estaba Claudia, vestida con ropas ligeras de muchos colores, como traídas de la India.
Nos besamos sin palabras previas. Nos tocamos. Nos abrazamos. Avanzamos por la sala sin despegarnos y nos tumbamos sobre el sofá más grande.
Mientras la desvestía y me desvestía le escuché decir “te quiero” y era como si las dos palabras me conmovían demasiado. De pronto sentí ganas de llorar, ella vio mis ojos inundados de lágrimas, sonrió, me limpió las mejillas con sus dedos y me dio a entender que nunca le había pasado algo así.
“Vas a enamorarte de mí”, dijo, apartándome un poco con sus manos. Yo le respondí que sí, que todos los caminos me conducían a eso.
Ella se sentó sobre el sofá, se acomodó la ropa y me miró, invitándome a hacer lo mismo.
“Si vas a enamorarte de mí lo mejor es que Fernando lo sepa. Y podemos decirle hoy. No quiero nada a escondidas. No deseo mentirle, porque, al fin y al cabo, es mi esposo, aunque estoy segura de que él no me quiere y que no se conmoverá demasiado”.
No supe qué responder. Me imaginé algunas escenas, cada una distinta, de lo que podría pasar. Lo peor sería que Fernando se exaltara y me desafiara a golpes o tomara un cuchillo para amenazarme por, supuestamente, quitarle su esposa.
Pero esa tarde ocurrió lo contrario de lo que sucedía casi siempre. Fernando llegó muy temprano mientras Claudia y yo tratábamos de hallar las palabras adecuadas para decirle lo que estaba pasando.
De pronto, Fernando la abrazó con fuerza y le dio un beso en los labios.
“Vamos al cine y a comer, mi amor, que tenemos que hablar de muchas cosas”, le dijo y me pidió, por favor, que me quedara adelantando la tarea para mañana.
Claudia, sonriente y sorprendida, le dijo “vamos”. Se arregló y maquilló un poco más. Fernando fue al clóset, eligió una chompa, le tomó de una mano y se despidió de mí, al igual que Claudia, cuya mirada era de entera incertidumbre pero, al mismo tiempo, de una desconocida alegría.
Me puse a armar el rompecabezas: Claudia amaba a Fernando, Fernando se amaba a sí mismo y yo era para ella una pieza de recambio. Muchas veces las relaciones amorosas que no funcionan se sostienen, paradójicamente, en una tercera persona, una suerte de futbolista apasionado y capaz de jugar con calidad, pero con la mala suerte que el técnico del equipo no lo valora.
Dejé que transcurriera una hora, pensé, con mucho cuidado, lo que debía hacer y decidí irme.
Con el paso de los días y las semanas, fui alejándome de Fernando. Antes o después de clases él me buscaba y yo lo eludía argumentando que tenía otras ocupaciones.
Dejé de pensar en lo lindo o lo bello. En sus diferencias o semejanzas. En la importancia o no de cada concepto. En la ligereza con la que unos los usamos y en la seriedad con la que otros los asumimos. ¿Yo era lindo? Y si lo era, ¿de qué servía? No tenía sentido hurgar en esas problemáticas de adolescente.
Meses después me contaron que Fernando y Claudia tuvieron una hija y luego se divorciaron. Era la oportunidad para recuperarla y seguir con lo que habíamos empezado. Pero algo había cambiado en mí y no la busqué. Aunque tenía muchas ganas de hacerlo, porque sería más fácil el reencuentro, no quería recoger los pedazos del corazón derrotado de Claudia. Ya fue suficiente haberlo hecho con los míos.
Rubén Darío Buitrón (Quito, 1966) es poeta, periodista y escritor. Es director—fundador de www.loscronistas.net
Foto portada tomada de: https://pixabay.com/es/photos/oscuro-luz-hombre-persona-sesi%C3%B3n-1853545/