“La escalera de Bramante” de Leonardo Valencia | Fernando Endara I.

Por Fernando Endara I.

(Colaboración especial para Máquina Combinatoria)

 

“Una escalera en donde se condensan y se expanden las historias de [los] mundos”. La Escalera de Bramante no es aquella escalera de doble hélice de los museos vaticanos, aquella fue construida por Giuseppe Momo en 1932; aunque inspirada sí, en el diseño original de Donato Bramante. La verdadera Escalera de Bramante, una serie de círculos cóncavos y convexos que se expanden hacia arriba y abajo de un círculo central, se encuentra en el centro histórico de Quito, a la entrada/salida de la iglesia de San Francisco, conectando con barroquismo el mundo divino con el mundo terreno. Diseñada por Bramante en Europa, la escalera fue construida en Ecuador por Cantuña, hombrecillo que según la leyenda pactó con el diablo engañándolo para terminar la obra y salvar su alma en el proceso. La Escalera de Bramante (Seix Barral, 2019) del ecuatoriano Leonardo Valencia, es una novela total, un espacio circular desde donde se expanden cóncavas y convexas las historias; una obra que sigue el rastro de 3 artistas plásticos: Kurt Landor, Raulito Coloma y Álvaro Abugatas, arrojados al devenir del tiempo y sus desgracias. Una novela ecuatoriana de dimensiones universales que conecta, o más bien que evidencia las conexiones del país; no hay territorios aislados como no hay personas sedentarias, vivimos dispersos, en nomadismo conectado por hilos invisibles de causalidad y memoria. Una novela erudita y conmovedora, una estructura compleja, una narración en espiral, una apuesta por la amistad, el amor, el desarraigo, el arte, el esfuerzo, la inmanencia, el cambio, el recuerdo y el caos. Una novela redonda que se parece a la vida: estamos inmersos en ella armando rompecabezas del pasado, sin saber bien que buscamos del porvenir. Personajes redondos que se parecen a nosotros, llenos de paradojas, signados por la contradicción, percibiendo indicios de algo inalcanzable, arrojados a tientas, al trabajo sin descanso o inmersos en la quietud, pero siempre, tarde o temprano, atravesados por una existencia infausta que nos sucede, una desdicha inevitable que nos marca: la violencia de la especie convertida en carne trastocándolo todo, una bomba, un secuestro, una guerra, un campo de concentración, un asalto; o la violencia de natura convertida en tempestad, huracán, terremoto, pandemia, inundación.

La vida es una encrucijada, un cruce de caminos con el diablo en las alturas tentándonos con sus poderes. Robert Johnson pactó para su voz y su guitarra, Cantuña pactó para terminar la iglesia, Valencia ¿Pactó? Asimismo, el diablo desde el cielo se atraviesa con sus delicias tentadoras en las vidas de Landor, Álvaro, Raulito y sus lectores. “Kurt Landor nació en 1937 en Kriebethal”, estudio pintura en Dresde, deambuló por el mundo pintando árboles y retratos, dictando clases y conferencias, visitando museos, aprendiendo e interpelando a los maestros. Su último ciclo, casi póstumo, referido como Walding, lo llevó a terminar obras inconclusas de antaño, a recordar aciagos episodios de perseverancia y de duda. “La heterocromía de Dora Lerner” es el retrato de la mujer con ojos bicolor que perdía su mirada en la bruma, que trastocada por su experiencia judía de infancia en la II Guerra al lado de Robert Desnos, arrastraría a Milos su hermano, y a “Peer” Dieter, el de los bichos,[1] a un trasunto transatlántico de militancia ecuatorial. Landor fue un pintor realista, incomprendido por su generación que precisaba lo desfigurado, lo abstracto; un artista que fugó de Alemania antes del muro sin querer, que encontró en Magdalena la compañera perfecta, que confundió a sus intérpretes escondiendo en sus árboles el trauma más profundo sin saberlo: observar entre los bosques la ruindad del vencedor: la violación que deviene tras la victoria bélica, ¿la violación de la propia madre frente a sus ojos?, o la violación de cualquier otra que refleja el eros pervertido cubierto de la sangre thanatoria de batalla, rusos y aliados devorando las sobras de la matanza, carroña de deseo, abuso y perversión. ¿Será por tantas agresiones? ¿Será por la bruja Baba-Yaga de los bosques? o ¿Será por los titanes?

Álvaro Abugatás (Abu) y Raulito Coloma son amigos entrañables. Álvaro es hijo de embajador, trotamundos, pintor monocromático, procrastinador de lienzos rojos que siempre estuvieron en blanco. “Uno nunca sabe exactamente lo que hace, casi da lo mismo lo que se pueda interpretar sobe tu trabajo, y las razones de fondo, o las causas que te llevan a pintar o a hacer cualquier cosa, a fin de cuentas son insondables, no se pueden rastrear con exactitud, es inevitable ser imperfecto y hacer un dispendio, un derroche quiero decir, necesario para saber qué es lo que estás queriendo sacar de ti mismo”. De manera que Abu irá de Quito a París, y de París a Barcelona, escondiendo en sus rojos monocromas la pesadez de los recuerdos, hablando con Biscay, con Kazbeck (el que fue instruido por Dacal)[2], con Raulito, intentando que su amigo revisite aquellos sitios donde fueron felices, y aquellos otros que los marcaron con la seña de Caín. “Los discípulos de la luz solo inventaron tinieblas”, las vanguardias artísticas devinieron en militancia, la militancia devino en un cóctel guerrillero de aspecto brillante con sabor a cianuro. Los idealismos forjaron grupos subversivos desalmados, organizaciones ambiguas manipuladas desde las tinieblas, fuerzas caóticas que abruman y atrapan a sus huestes (y a sus familias) en sus garras, que juegan ajedrez sobre tableros internacionales de corrupción. Rogelio, hermano de Álvaro caerá en jaque, será alcanzado por el diablo arrastrando a su familia al martirio incrédulo del honor mancillado, a los vericuetos de la tortura, la desaparición y la muerte, al escenario sangriento del Ecuador de los 80, de un Ecuador ficticio, tan cruel como el real.

Raulito Coloma es hijo de músico, perdió a su madre en su natal Guayaquil y por tanto, emigró a la tierra quiteña de su taita. Bebedor empedernido, iluminado por las sombras de Cantuña, que regresó de sus leyendas transformado en roca injerta con oro, como la Iglesia de la Compañía: piedra por fuera, oro por dentro. Oro fundido producto de la roca de la fragua del volcán, de la lava y la ceniza, de la incandescencia de los mitos, de los cantares populares; su hogar es el magma, el manto terrestre que nos sostiene: “la roca y el oro deberán volver a sus entrañas”. Estos fueron los últimos lúcidos pensamientos de Raulito antes de sumergirse en el mutismo, la enfermedad, la desmemoria y postración. Raulito quedó marcado por la orfandad, su padre alcohólico terminó de fragmentar su espíritu; más fue Laura, su prima, quien recogió los pedazos derruidos por el suelo, que juntó cada partecita con sus besos y caricias, que decidió quemarse en el lecho embustero del incesto. Raulito y Laura bifurcaron sus destinos: Coloma triunfó de improvisó con sus “cantuñas”; Laura marchó para Colombia con una compañía de teatro. Laura aprendió a vivir múltiples personalidades, registró en un diario cada identidad, amparada en su coartada, ingresó a las troyanas supervisadas por el gringo Markai. Las troyanas son una agrupación secreta femenina de élite asociada a grupos subversivos y paramilitares. La familia de Raulito quedará también marcada por la seña de Caín. Álvaro y Raúl, dos artistas conjugados, dos vidas disímiles unidas desde la adolescencia, uno fugado y el otro en placidez, dos formas de habitar el mundo en contraste, dos estados del ser, dos amigos que refuerzan el viejo axioma: los polos opuestos se atraen. Una amistad sin fronteras, sin principio ni final, una amistad que será el hilo conductor de esta novela; que es vino nuevo en odres nuevas.

Los lectores nos veremos arrojados a un maremágnum indetenible. Una narración impecable que nos sumerge en el mar de sus historias desde la primera página, que nos mantiene en vilo, buscando en sigilo a Talbitio en los resquicios, o a una troyana mentirosa en el saludo matutino. Una novela pictórica que, desde sus primeras líneas hasta las últimas, buceará en los abismos de la pintura, la plástica, la imagen, la luz. Las referencias a obras de arte y su análisis aparecen a cada instante, los pintores reales se mezclan con los personajes ficticios de Valencia: Magdalena, esposa de Lador, resulta una de las modelos de las “Anthropometry of blue” de Yves Klein. El catálogo continúa: Durero, Botticelli, van der Myn, Sydney Bechet, Monet, Rembrandt, Simonet, Chardin, por citar unos pocos. Más cuando la narración alza su vuelo a rumbos poéticos proverbiales, o se sumerge en la hondura de la reflexión, o cae al abismo del apotegma, surge la voz de Raulito: “Pendejo”, recordando que tanta palabrería es pura pendejada. Valencia ha confesado, para escribir esta novela se detuvo a pintar con pasión, con tanta que los colores casi lo absorben por encima de las letras. “La Escalera de Bramante” es una novela de conexiones, cada fragmento nos revela una parte de un total inabarcable, una polifonía de voces y narradores confunden sus cauces en un mar. El relato de vida de Landor en tercera persona se intercala con las conversaciones de Abu y Raulito, que van de la primera persona a la tercera, del presente al pasado, del diálogo indirecto a la interpelación: estas conversaciones nos recuerdan los momentos más altos de Vargas Llosa en la catedral, y van un paso más allá. La novela contiene también las crónicas de las troyanas, los informes de Taltibio que enlazan personajes, tiempos e historias, evidenciando un engranaje que lo mueve todo; e incluso un par de ensayos críticos sobre la obra de Landor, y sobre el diseño del museo Walding: una novela guía, mapa, maestra.

Leonardo Valencia tardó ocho años en escribir una obra que se inserta en lo alto del panorama narrativo hispanoamericano, que resulta ser la gran novela de Ecuador, la que sin buscar encontró los mismos elementos que los escritores tradicionales de la literatura ecuatoriana, por otros caminos, con una vuelta de tuerca: el habla local, la descripción de paisajes “ecuatorianos”, la crítica social y el compromiso político. Un habla local que no es la repetición fonética de las palabras hasta llevarlas a laberintos casi inentendibles, ni el calco del acento quiteño o guayaco, sino más bien es un ejercicio reflexivo del idioma, que ensancha sus posibilidades insertando al español acervos ecuatorianos de forma espontánea, natural. Un léxico que resulta exquisito, pulido, llamativo, ecuatoriano sin dejar de ser español (latinoamericano/hispanoamericano). Una descripción de paisajes que no es la pintura interminable de escenarios, donde las tramas son meros pretextos para describir las ciudades; es, al contrario, un recorrido por los sitios por donde caminaron los personajes, sean estos Papallacta o la Vicentina (Quito), Guayaquil, Cali, París o Barcelona, un recorrido sensorial descrito con el arrebato de quien “ha leído y viajado mucho”. Una crítica social que va contra el poder y la jerarquía, no solo contra las ideas hegemónicas, sino contra todo tipo de organización que pretenda reducir las libertades individuales, aunque estas sean el contrapoder. Y un compromiso político con la literatura, no con rancias ideologías, ni curules, ni izquierdas, ni derechas, ni centros, ni delanteros, ni goles, ni partidos, ni banderas; su compromiso es con la libertad, con la literatura como uno de sus caminos, quizá el único que nos queda. Leonardo Valencia es un narrador absoluto, con esta novela ingresa sin duda, al canon de los inmortales. Un único reclamo le hago a Valencia, o más bien a Abugatás, las tripas de la Vicentina no son hediondas, las tripas del Ecuador apestan sí, pero son nuestras, irrenunciables. Como esta novela es nuestra, de los lectores que volveremos a leer, a gozar, a interpretar en espiral una vez más. Gracias de nuevo Valencia por invitarnos a esta fiesta, la fiesta de la novela ecuatoriana, la fiesta de la novela total.

Notas

[1] En esta novela aparecen fugitivos Dieter, Kazbeck y Dacal, conectando la obra con el trabajo anterior de Valencia: “Kazbeck”, que bien podría ser un apartado más de esta novela total.

[2] Dacal es un personaje audaz, que casi tiene vida propia, aparece de cuando en cuando en los cuentos y en las novelas de Leonardo Valencia.

 


 

Fernando Endara I. Comunicador social. Maestrante en la Maestría de Investigación en Antropología en FLACSO-Ecuador. Director, libretista y productor del programa radial “Antropología en 35 mm” emitido por flacsoradio.ec.

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