Por Carlos R. Tobar
(Publicado originalmente en el libro De todo un poco. Quito: Imprenta de la Universidad Central, Carrera de García Moreno, 1896. Págs. 60-69)
Una noche señor lector, me acosté, por malaventura mía, excelentemente dispuesto para una congestión cerebral: con el estómago repleto de las viandas de una gran comilona, y el sistema nervioso sobrexcitado por el jerez, el tocay, el champagne, el café y la, cartuja del supradicho festín.
Trabajo y grande me costó sujetar la importuna imaginación, refrescar algún tanto la encendida cabeza, disminuir los fuertes latidos del corazón y conciliar el sueño.
¡Ah! Dios mío, sueño eterno…
Sí, señor; me morí.
No sé si por propia ascendente fuerza aerostática, o si llevado en volandas por el ángel de la guarda y los dos o tres demonios que diariamente nos asisten, la verdad es que llegué en un santiamén ante el trono de Su Divina Majestad.
Quizá con motivo de lo peliagudo del trance, o acaso por estar despojado de la flaca carne, vehículo y socapa de todo lo malo, yo me sentí con un valor extraordinario y resuelto, en consecuencia, a quemar el último cartucho —debí de haber estado pensando en esta frase cuando me quedé dormido—, en defensa de mi suerte eterna.
Después de las generales de la ley, el Señor, bañándome en una infinita mirada de luz, llenó de claridad mi pensamiento y, sin aguardar a que yo hablase, leyendo en él me dijo:
—«Vamos Álvaro, fuiste un pecador empedernido: tu alma está cubierta completamente de las manchas de tus delitos, y como descargo de ellos o para incitar mi inagotable misericordia, estoy viendo que vas a decirme: “he sido desgraciado”. ¿Desgraciado?
»¿Cómo desgraciado? Vosotros los hombres tenéis siempre en la punta de los labios esta muletilla para disculpar las culpables decisiones de vuestra voluntad o los desvíos de vuestra libertad presuntuosa.
»¡Desgraciado! ¿De qué manera?
»Quisiste riquezas, te las di; mas, luego las disipaste en los vicios y en atrevidos negocios, efecto de la codicia desenfrenada.
»Aspirabas a la tranquilidad y al propio tiempo buscabas placeres, y dabas pábulo a la ambición…
»¡Desgraciado! Cierto. Envidiabas a tus vecinos, creías que la dicha moraba en la casa contigua a la tuya. ¡Ah! En verdad desdichado, baja la vista, dirígela allá a las profundidades de la tierra, mira con los ojos ya perspicuos de tu alma, mira te digo al ser envidiado».
Impelido irresistiblemente a obedecer el supremo mandato, miré… Vi… Como mi muerte era ignorada aún por mi familia y naturalmente por los vecinos, vi, vi a Mateo, a mi vecino, al que yo en efecto envidiaba, le vi revolviéndose insomne en su lecho, envidiando también ¿Y envidiando a quién? Pues, envidiándome a mí:
—“Las comodidades —decía—, la tranquilidad, los goces de Álvaro…”
—«¿Lo ves? Agregó el Señor, sonriendo compasiva y dulcemente. ¿Lo ves? ¿Con que tú envidiabas la envidia que inspiras?
»Adelante —prosiguió leyendo siempre en la congoja de mi espíritu—. ¡Desgraciado! Absorbido en pensamientos fatuos, en inspiraciones necias, en planes fantásticos, en irrealizables proyectos, en deseos vagos cuando no criminales, no prestaste nunca la atención a la felicidad que te rodeaba: mientras tu familia pretendía leer en tus ojos el motivo de tu desasosiego para calmarlo, tú estabas naufragando en un océano negro de imaginaciones perversas; mientras tus hijos pequeñuelos te tenían asidas cariñosamente las manos, mientras tus servidores esperaban un signo de tu fisonomía para complacerte, mientras la espléndida naturaleza, el brillante Sol, la diáfana atmósfera te sonreían, tú seguías abstraído en vanas fantasías de torturadora soberbia, de odio venenoso, de mezquina codicia, de… Me callo porque estoy mirando tu rubor y tu tormento, y soy juez y no verdugo.
»¡Desgraciado! Te concedí un puesto envidiable en el mundo: pudiste en él derramar el bien a manos llenas. Los desgraciados, los verdaderamente desgraciados, acudían a ti para recibir de tus talentos, de tu ciencia, de tu caudal algún socorro, alguna protección, algún consejo, y tú les aconsejabas en tu provecho no en el de los infelices; protegías tu insaciable amor propìo con tus arrogancias y magisterios, no lo que requerían los menesterosos; les negabas una moneda miserable, o se la arrojabas al rostro con impaciencia, o la dabas no para saciar su hambre, sino para hartar tu vanidad. ¡Desgraciado!
»¡Desgraciado! Tonto, inicuo, debes llamarte, no desgraciado.
»Aunque sí, desgraciado en realidad. Tu engreimiento confundía miserablemente las virtudes con los delitos, de los que ¡ciego! te preciabas: a la hipocresía llamabas buen ejemplo, al orgullo dignidad, al odio energía, a la ruindad modestia, a la tacañería economía, a la cólera fortaleza, hasta a la fea gula denominabas largueza. ¡Largueza contigo mismo, bribón! ¡Largueza! Y negabas el mendrugo al mendigo y regateabas el jornal al artesano…
»¡Desgraciado! Te concedí la única paz que merece tal nombre: la paz doméstica y tú, grandísimo… —no oí el calificativo, pues me a dar diente con diente— te declaraste a ti propio redentor de la especie humana, tutor y curador de tus compatriotas, hombre necesario para los destinos de tus semejantes, y convertiste tu alma, tu hogar, tu pueblo, tu nación en un infierno cual el que tú mereces…
»¡Desgraciado! La desgracia de todos vosotros consiste en que siempre estáis empeñados en andar en puntos con cuanto mi sabiduría hace u ordena, y muchas ocasiones en contrariarme declarada e insolentemente, ¡borriquillos!
»Digo mal, empleando vuestro presuntuoso lenguaje de reyes de la creación, ¡qué borriquillos ni qué bestezuelas! Ellos nada me dan qué hacer, y si algo me han enfadado alguna ocasión, el castigo los ha reformado, en vez de ensoberbecerlos más como acaece con vosotros: díganlo si no unos asnos que quisieron dárselas de filósofos y a quienes castigué convirtiéndolos en hombres; díganlo unas zorras, unas panteras y unos mulos que se entregaron al oficio de la política —esta es la tentación más común entre todos los animales—, y a quienes impuse la mismísima pena, con lo cual no han vuelto a delinquir.
»Sí, señor: la desgracia de todos vosotros depende de esa tenaz oposición a las pragmáticas providenciales y de esa heredada desobediencia a mis bien pensadas prescripciones. No hablemos de los mandamientos de mi santa ley, cuyos fierros os habéis calzado como espuelas, en vez de ponerlos do freno a vuestras pasiones.
»¡Desgraciados! No lo seríais si os contentaseis con la modesta posición para que fuisteis criados, y si no os irguieseis como los pararrayos sobre los techos, para recibir los relámpagos de ira de vuestros semejantes y de humillación de mi justicia divina; si no os parecieseis al mar en eso de vivir en perpetuos encrespamientos y bramidos; si no fueseis semejantes al teléfono en lo de trasmitir las palabras…, pero solo las ofensivas y calumniosas; si no vivieseis como los cañones cargados hasta la boca de malevolencia, de fatuidad, de concupiscencia, y si no os descargaseis de ellas con disparos mortales para vosotros mismos y para los demás; si no os asemejaseis al micrófono —vaya con este Edison, a quien estoy inspirando todos los días, que me trae sus descubrimientos a los labios—, en lo de agrandar los sonidos que desacreditan y hacen desmerecer; si el rico se satisficiese con lo que posee; si el casado se bastara con su cónyuge; si no abusaseis del poder que se os confió; si la imprenta sirviera para el bien; si gobernantes y gobernados no tuvieran siempre de por medio intereses personales opuestos; si el sabido no quisiese parecer sabio; si no engañaseis a las personas con quienes tratáis; si el pequeño no quisiera ser grande; si el menestral no pretendiese ser titulado; si el chisgarabís no se propusiese ser magistrado y potestad y omnipotente; si siguiendo el ejemplo de las hierbas, ocultasen los hombres los venenos que contienen, por imperfección de su naturaleza, y los dejasen servir solo a la sabiduría infinita, para que utilice de ellos en el laboratorio de su benignidad paternal».
Se calló un momento y prosiguió, resollando:
—«Hasta a la Divinidad quita el aliento decir lo malos que sois. ¡Desgraciados! No lo seríais si las mujeres se resignasen con el rostro que les otorgué y no lo embadurnasen de manera tan risible; si no pusiesen tanto empeño en casarse, lo cual les impide casarse, conforme mi deseo. Si los hombres no quisiesen… —vuelvo a los hombres porque no es ocasión de hablar de las tentadoras—, si los hombres no quisiesen libertad para esclavizar a los demás; si no hiciesen servir lo que apellidan sabiduría, mónadas imperceptibles del saber, que atrapan incompletamente, para nutrir su perversidad; si empleasen en sí mismos la tiranía que ejercen sobre los otros; si no fuesen socialistas cabalmente por egoísmo; si no fueran ateos por falsa credulidad; si no se entregaran a sus vicios lo que yo doy a sus necesidades; si no hubieren tornado la tierra de purgatorio en infierno; si la soberbia…
»¿Pero para qué me canso? Si en este instante mismo estás cavilando en la manera cómo te fuera posible convertirte en Dios…
»Te castigo… Ve al lugar de tormentos… Vuelve a la existencia terrena por algunos años más a pagar en la compañía de tus prójimos todas las hechas y por hacer».
Di un gran gemido y abrí los ojos.
Carlos Rodolfo Tobar y Guarderas (Quito, 1854-1920). Escritor, político y diplomático ecuatoriano, Doctor en medicina, académico. Además, se desempeñó como periodista escribiendo crónica y artículo de costumbres. Es autor de Timoleón Coloma (1888) y Relación de un veterano de la independencia (1891). (Fuente: https://www.biografiasyvidas.com/biografia/t/tobar_zaldumbide.htm)