Flores negras | Henry Bäx

Por Henry Bäx

(Colaboración especial para Máquina Combinatoria)

 

Jueves 7:26 A.M.

José se había despertado con sus enormes ojos pardos convulsos e inyectados de sangre. La noche anterior había sido intranquila, su camastro duro y frío no le brindaba la comodidad que tanto deseaba, su cuartucho desproporcionado en tamaño no hacía más que colar luz por todas partes, las ventanas rotas hacían bailar frenéticamente a las cortinas sucias y rasgadas con el viento fresco de la mañana, el cuarto aunque generoso en ventilación, olía a una mezcla de sudor y orine, al lado del catre se hallaba una pequeña mesita totalmente destartalada, se notaba en cualquier caso que el insignificante mueble había cargado demasiado peso, pero de culpas ajenas, porque sobre ella estaban unas filas muy finas de un polvo blanco que seguramente José inhaló horas antes.

Los recuerdos de esos momentos le son muy vagos, es que la realidad misma a José se le había diluido cual tierra que se lleva el viento, sus manos estaban manchadas de grasa y sangre, aunque hacía un esfuerzo enorme por recordar él no atinaba a adivinar porqué sus manos estaban así, solo venía a su mente de manera constante la imagen de unas cucarachas que le salían de sus brazos y de la conversación que tuvo con el extraño individuo del mil colores con cientos de cuernos que siempre salía de aquella mancha que estaba impregnada en rincón de esa pieza inmunda.

Pero ahora, su verdadera inquietud era saber por qué tenía las manos tan sucias, no lograba acordarse de nada; cada vez que ese daba sus toques perdía por completo la noción de la realidad. El hombre famélico se dirigió hasta donde estaba una sucia y derruida cocineta, atisbó dentro de una olla para ver sí había algo de comer, pero lo que encontró fue una nauseabunda masa verdosa, estaba llena de moscas y gusanos deleitándose de aquel festín inmundo, su caminar vago e inconsciente lo llevó hasta un grifo que miserablemente escupía unas pocas gotas de agua, se acercó hasta la llave y la succionó cual pezón de mujer, logró sorber la suficiente agua hasta calmar su sed y atontar su terrible hambre. El olor que emanaba dentro del cuartucho era insoportable, pero por haber permanecido dentro de la pieza casi no percibía el enrarecido ambiente, o tal vez se debía a que no salía totalmente del efecto de la droga que horas atrás había inhalado.

La calle, cruel como siempre, daba gritos de angustia, el tráfico enloquecedor aullaba como un lobo enloquecido, la silueta producida por las construcciones viejas parecían sombras de demonios que acechaban a los incautos, desde la ventana del cuarto de José se lograba divisar unos fierros viejos y oxidados de una construcción a medio edificar, ellos se semejaban a las púas de algún monstruo ideado por mentes torcidas, en frente a su paupérrima pieza se dejaba entrever un pequeño edificio de dónde se podía ver con claridad como vecinos curiosos le observaban desde sus límpidas ventanas, las antenas sobrepuestas en los techos de tejas no hacía más que sobrecoger el deprimente paisaje urbano de una ciudad llena de polución tomada por el vicio, en tanto que un enorme sol rojo lanzaba sus rayos sin piedad a todo aquel que osara caminar sobre las calles sucias, inmundas, corruptas, sobrepobladas de miseria.

José, en medio de esa inmundicia por unos breves segundos cerró sus ojos pardos, ellos expresaban confusión y vaguedad, muy en el fondo se podía apreciar la inocencia de una infancia alegre y feliz, se podía ver muy claramente como un rapaz correteaba tras una pelota, las hojas del campo brillaban con esplendor esmeralda, un aire suave jugueteaba travieso con las cometas, mientras que el día brillaba generoso, calentando el ambiente de un atardecer tranquilo. En la lejanía se veía como otros niños lúdicamente se divertían en resbaladeras, columpios, retozaban alegremente en la hierba fresca, él mismo no dejaba de reír tras su pelota. Pero esa misma mirada a la vez que fría y confusa dejaba ver la dureza de una realidad cruel como la vida misma, en ese mismo parque se veía cómo unos muchachos grandes alejados de las miradas curiosas inhalaban cemento de contacto, y así mismo se veía José acercándose a ellos, que por su propia inocencia y curiosidad se inició desde pequeño en el vicio.

En realidad, en tiempo se había detenido por unos segundos en la vida de José, porque su corazón empezó a latir nuevamente, allá afuera todo seguía igual, mientras que él no podía saber de dónde habían salido aquellas manchas de sangre, que no hacía más que torturarle su atormentada cabeza.

 

II

Miércoles 22:58 P.M.

Tamara, aquella chica de mirada triste y vaga, un día antes de su muerte había hecho lo que solía hacer por rutina todos los días, maquillarse exageradamente y embutirse en el pequeño vestido negro, (de a poco dejaba notar unos pequeños cúmulos de grasa en su delicada cintura), calzarse unas medias de seda negras y ponerse unos zapatos de tacón alto, así es como salía todos los días a ganarse la vida. Lejanos se ven los momentos en la que ella alegremente y sin preocupaciones estudiaba en un colegio de monjas dominicas, ella jamás pudo imaginar que se quedaría huérfana de padres, y que, debido a ello, su niñez y juventud sería una constante pesadilla, un ir y venir por casas de tíos, primos y parientes que no hicieron más que desestabilizarla hasta que llegó el día que su primo abusó de ella.

Su caminar elegante y sensual por las calles del barrio de tolerancia la hacía una de las chicas más cotizadas debido a su delicadeza, su educación, su belleza, pero su alma y corazón estaban vacíos por su atormentada adolescencia, tan solo le sostenía la ilusión de un amor puro que sentía por José, un cliente que habitualmente la visitaba y que le había cautivado sus enormes ojos pardos y desde luego, por las noches de intenso placer que habían tenido. Ella sabía que él tenía adicción por la cocaína, pero eso a ella no parecía importarle mucho; lo que buscaba en José era el amor que jamás pudo sentir por un muchacho, tal vez, ese cariño y protección paternal que no lo sentía desde niña. Pero este amor era a ratos excesivo en bondad e inocencia, a ratos, posesivo y venenoso; los dos se necesitaban mutuamente, ella porque en él creía encontrar la redención del amor mismo a pesar de su adicción. En cambio, él, hallaba en ella la calma y la paz de las islas boreales, la tranquilidad de un cielo oscuro y sereno a su vicio, y porque cuando no estaba volando, caía bajo el influjo de aquellos ojos negros, de su piel de seda, su curvilínea silueta, de su cautivante belleza.

Tamara, consciente de toda aquella vorágine, comenzó a reunir algo de dinero para internarlo en un sanatorio para adictos. Sabía con certeza que sí lograba superar el problema de José, ellos podrían formar una familia. Ansiaba con desmesura, dejar aquella vida de altibajos y llena de humillaciones, de tratar con beodos, con hombres de complejos y gustos extraños y hasta con proxenetas, quería salir de ese mundo cruel y vacío. Como cualquier mujer, tenía sueños: sentir el calor de un hogar, los pasitos de niños correteando por su casa, sentir en el lecho al amor de un esposo, ser respetada.

Estaba cansada de salir todos los días y lidiar con depravados que solo querían saciar sus bajos instintos, quería por momentos abandonarse por completo de este mundo, pero había que esperar, ya que tenía por quién vivir y por quien dar su vida.

Esa noche, como las demás, había recogido a un cliente que la llevó hasta una pensión en donde el alquiler de un cuarto no costaba más allá de unos cuantos dólares. Se encerraron en una pequeña pieza que apenas tenía luz, una cama destartalada, una silla vieja, una lava cara con agua y un sucio espejo era la decoración que existía adentro. Su cliente era un muchacho que a pesar de su mediana edad tenía la sombría sonrisa de un depredador sexual. Estaba listo para abordarla, cuando sarcásticamente el muchacho le preguntó con un tono irónico y déspota:

—¿Alguna vez te abusaron o siempre fuiste una puta?, ¡perra!

Aquella experiencia fue brusca y terrible. Se vio obligada a defenderse con un pequeño frasco de gas pimienta para que no sufriera daño alguno. Indignada le dijo:

—¡Parece que tu madre jamás te enseñó modales, infeliz!

Se miró en el borroso espejo, se pasó un poco de labial en su boca, antes de irse lo miró despectivamente, veía con inusitado placer como se revolcaba en el piso agarrándose sus ojos dando gritos de dolor, le lanzó una patada entre las piernas e insultándolo una vez más dejó tras de sí aquel traumático momento.

Menos mal que ya he reunido el suficiente dinero —se dijo a sí misma— sin terminar de decir lo que estaba pensando, y dando pasos seguros y sensuales se alejó para siempre de aquel lugar, mientras una luna coqueta y tímida desde una esquina alumbró su regreso a casa.

 

III

Jueves 10:43 A.M.

Onías era un policía cincuentón de una enorme barriga. Tenía el grado de sargento y estaba a punto de jubilarse, él era corrupto como la mayoría de los policías de la zona, quizá por el mísero sueldo que percibía se veía obligado a trenzar tratos con ladronzuelos a los que atrapaba, generalmente les exigía la mitad del botín robado para dejarlos en libertad, así era como manejaba su sector y al menos no había delincuentes peligrosos en su zona que le fastidiara la vida, por lo demás, era un policía tratando de hacer cumplir la ley a su manera.

El Puesto de Auxilio Inmediato que comandaba era un sitio relativamente tranquilo, jamás lo habían llamado para algo grande o grave, había veces que por medio de su radio patrulla se comunicaba con sus compañeros para gastarles bromas. Todos sus compañeros y hasta sus subalternos le tenían cierto grado de respeto, porque en su juventud había sido condecorado por haber salvado a dos de sus colegas en un tiroteo con unos ladrones, y es que Onías tenía muy buena puntería, que incluso había ganado algunos trofeos en concursos que la entidad policial había organizado, pero medallas, diplomas y trofeos no son suficientes para vivir si no se tiene un buen sueldo, su incómoda posición era desesperada, ya que tenía dos familias que mantener. Todos los días lidiaba con ladrones de poca monta para tratar de salir y completar el mes, los tiempos de uniformes limpios y lustrosos, de juramentar en contra de la delincuencia, de luchar contra la corrupción y demás boberías había pasado, su dura realidad era otra, y el Sistema no reconocía méritos ni sacrificios, mucho peor pagar bien a un héroe de hacía décadas.

Cada día que pasaba más se repudiaba a sí mismo por lo que hacía, pero no tenía alternativa, estaba a meses de su jubilación y sabía que su fondo de cesantía le permitiría vivir una vejez sino digna al menos no tan desesperada de lo que él mismo imaginaba. Quería irse a vivir a las orillas del mar, lejos del ruido de la ciudad en la tranquilidad de un pueblo costanero olvidado por los demás, dejar atrás su vergonzoso pasado y su desordenada vida sentimental, quería simplemente huir de todo y disfrutar de la vida, pero esos eran solo sueños y habría que esperar un poco, porque aquella mañana justamente recibió un llamado de auxilio a su PAI. Se le había notificado que un individuo aparentemente drogado había asesinado a una mujer, Onías en su interior sintió un escalofrío que le recorrió todo su adiposo cuerpo, hace mucho tiempo que no había tenido un código rojo, así que preparado para lo peor, subió en el destartalado patrullero y con un policía de menor rango se dirigió hacia la dirección que le habían dado.

En el trayecto, tomó nerviosamente un periódico para tratar de calmar en algo su ansiedad, lo que sucedía es que hace mucho tiempo no había visto cosas desagradables ni se había inmiscuido en casos ni hechos de sangre, tomó el diario amarillado por el sol, lo abrió al azar para disimular su nerviosismo, empezó a otear las hojas, no tenía consciencia de lo que aparentemente leía, el sol arriba no dejaba de castigar a los turbados transeúntes, un semáforo dañado tornaba torpe y lento en tráfico, el calor era insoportable, mientras Onías se detuvo al fin en una hoja que leyó con atención.

Leo. Pasará por una experiencia y un problema que le habría resultado difícil de resolver, Estará muy popular. Necesitará algo de paz y soledad esta noche…

Onías cerró bruscamente las hojas del periódico, lo arrugó entre sus manos y lanzó por la ventanilla mientras que el viejo patrullero se perdía entre la muchedumbre y el mundanal ruido de la cuidad.

 

IV

Jueves 10:21 A.M.

Gabriel había tenido una delirante noche con Elmer, su nueva pareja homosexual, se habían trasnochado y yacían juntos sobre una cama alborotada perdidos en un sueño profundo, los primeros rayos de sol habrían de llegar primero hasta el rostro de Gabriel, poco a poco se empezaron a abrir sus ojos verdes, la luz solar llegaba de lleno hasta su cara, él en vano trataba de ocultarse de la molestia de la luz lo que le obligó a levantarse y cerrar las cortinas que permitía aquella impertinencia, con su vista obnubilada torpemente se acercó hasta el ventanal abierto, una suave brisa arrojó su cabello rubio hacia atrás, el viento soplaba con delicadeza provocando que las cortinas dancen con inusitada coquetería, el aire hallábase enrarecido por la polución de la ciudad y en él viajaban ruidos extraños; algo que se asemejaban a gritos y súplicas le obligó a abrir bien sus ojos y mirar con atención lo que sucedía en el edificio del frente.

Desde el departamento se observaba como un individuo con extremada violencia golpeaba a una mujer, bofetadas e insultos iban y venían, cada vez él la golpeaba más fuerte haciéndola sangrar profusamente, Gabriel totalmente despierto llamó a su amante para que presenciara aquella escena violenta.

—Elmer… Elmer… despierta ven a ver esto…

La situación en el departamento del frente era cada vez peor, él la seguía golpeando sin misericordia, ella no hacía más que defenderse como mejor podía, tratando de esquivar la agresión y la vejación.

Elmer y Gabriel totalmente desnudos desde su departamento gritaban para que el individuo la deje de agredir, pero aparentemente él no oía nada ni tampoco tenía la intención de dejar de castigar a su víctima, las cosas iban empeorando. Los jóvenes amantes no sabían cómo ayudar a la mujer, lo único que atinaban a hacer era gritar con desenfreno para tratar de desviar la atención del fanático y lograr que deje de golpearla.

Llegó por fin el término de semejante suplicio, el individuo tenía a la mujer sobre el piso; de su cintura sacó una deslumbrante arma blanca, y procedió, sin el menor atisbo de remordimiento, a agredir sobre la humanidad de la mujer. Elmer había ido en alocada carrera hasta el teléfono a llamar a la policía y dar parte de tan atroz hecho. Gabriel desde la ventana gritaba y lloraba con desesperación tratando de que el hechor parara semejante atrocidad.

Una vez que el sujeto acabó de victimar a la mujer, con la mayor naturalidad y frialdad, tomó el mismo puñal y mirándolo con satisfacción, echó una demencial carcajada. Un enorme charco de sangre cubrió el sucio piso, en tanto que un manto de silencio cubrió por breves segundos la ciudad.

 

V

Jueves 09:48 A.M

José había hecho todo esfuerzo por recordar porqué sus manos tenían manchas de grasa, algún recuerdo lejano le venía a su mente, ¿acaso un sueño o un mal presagio?

La calle fría y oscura, unos neumáticos o algo parecido, herramientas, un cuchillo en el vientre de alguien, sangre, huida, tropiezos, caídas sobre unos tarros de grasa, no atinaba a descifrar… Sueños, realidad, ¿una terrible pesadilla?

Una tremenda jaqueca comenzó a rondarle la cabeza, ese síntoma generalmente se le presentaba antes de que esa visión se le haga cotidiana luego de drogarse.

A José ya no le daba miedo en lo absoluto verle y conversar con él, al principio aquella aparición lo tenía muy atemorizado, pero su vicio hizo que con el tiempo se vaya familiarizando e incluso entable una extraña amistad.

Los ojos inyectados de sangre de José se habían posado sobre la pared, en ella grotescamente había una enorme mancha difusa de moho y suciedad, tenía una forma muy confusa, a ratos se asemejaba a un enorme pájaro negro con las alas semi cerradas, otras, parecía el rostro moribundo de una res con sus cuernos y ojos desorbitados, en ocasiones, parecía el cándido rostro de Tamara, su novia, y por la que él estaba dispuesto a cambiar si es que su vicio le dejaba. La mancha comenzó a moverse, era como si alguien en su interior estuviese habitándola. Poco a poco comenzó a tomar forma definida, aquella mancha empezaba a latir cual corazón excitado, cada latido lo iba formando, hasta que por fin se transfiguró en un ser repugnante, era algo parecido a un hombre, sus brazos se componían de retazos de piel, tendones y venas, tenía por dedos tres enormes cuernos de las que emanaba una pus amarillenta, su tórax era una mezcla de moho, cabello y púas en donde unas cucarachas negras festinaban su cuerpo escondiéndose en los agujeros que ellas mismas dejaban.

Su voz era profunda y gutural, con un tono lleno de burla e ironía se lo acercó y le dijo:

—José… se te nota cansado, ¿verdad?… puedo preguntar a qué se debe tu cansancio, ¡infeliz!

—Déjame tranquilo, hoy no estoy de humor para responder las estúpidas preguntas de siempre…

—¿Estás intrigado por las manchas de tus manos, no es así?… No me digas que se te olvidó cómo apuñalaste a ese anciano por robarle su radio de carro, ¿y a final de cuentas qué sacaste de eso?, ¡unas cuantas monedas! —lanzó una risa diabólica que retumbaba en el cerebro de José.

Aquella aparición revoloteaba mientras de las cuencas de sus ojos parecía que brillaban unas luces verdes, cada carcajada se incrustaba en la cabeza de José cual puñalada, cada frase que esa cosa pronunciaba lo impacientaba y lo volvía violento.

—¿Sabes algo, sucia aparición? me tienes harto, uno de estos días te atravesaré tu inmundo cuerpo con este puñal y te cortaré tu repugnante cabeza.

—No me digas muchachito vicioso… ¿seguramente has de esperar que te tenga miedo?… pues quisiera ver que ese día llegue… ¿sabes algo? Ese día no llegará nunca porque tu vicio no te lo dejará, además te hago falta…. Soy tú único amigo.

Una luna negra salía de su boca, cada carcajada lo enervaba cada vez más.

José tenía un miedo encubierto, a ratos esa visión lo atemorizaba pero en realidad era su confidente de las atrocidades que cometía, cada vez que soltaba su risa demente lo descontrolaba, un hervor de odio e ira comenzó a recorrer sus atormentados sentidos, desde el suelo y de una posición muy incómoda le lanzó la primera cuchillada, pero fue en vano, porque la puñalada fue de largo, aparentemente no había materia viva en donde hincar las cuchilladas, eso lo enfurecía más, descontrolándose completamente, pero él insistía en su idea y comenzó a lanzar una y otra vez puñaladas sin ton ni son hasta ver si podía en algún momento atinar a su víctima.

 

VI

Jueves 09:54 A.M.

Tamara había tenido una noche muy intranquila, las pesadillas habían hecho presa de su temor, por ello es que estaba mal dormida y sus ojeras las disimulaba con un maquillaje austero. Aquella mañana vestía un pantalón negro ceñido a su cuerpo y una pequeña blusa color verde que dejaba ver su pequeño ombligo, tenía su cabello cogido en un coqueto moño, calzaba unos zapatos de tacón no muy altos, colgaba de su brazo izquierdo una carterita llena de dinero; su caminar apresurado tenía un ritmo dulzón sobre el asfalto y cada paso que daba no dejaba de atraer las miradas de los demás; tenía prisa por llegar y darle las nuevas buenas a José, había por fin conseguido reunir el suficiente dinero para poder internarlo y comenzar una nueva vida.

Llegó hasta la casa vieja que albergaba el hogar de muchos desdichados, habitaban en ella ladrones, prostitutas, personas de mal vivir.

—Lo primero que haremos es cambiarnos de este inmundo sitio —pensó para sus adentros—, mientras comenzó a subir poco a poco los sucios y oscuros escalones en forma de caracol, su figura esbelta y espigada daban pasos firmes y apresurados. Al fin coronó el tercer piso, llegó hasta la puerta del departamento número 3—E, desde el interior se escuchaba ruidos de violencia, gritos, cosas que se estrellaban contra el piso, Tamara desconcertada se asustó y desesperada giró la perilla de la puerta, una vez adentro ella vio como José con un cuchillo en la mano lanzaba zarpazos al aire, ella no sabía lo que sucedía, él solo maldecía e insultaba sin cesar.

—José, José… ¿qué te pasa?, por favor, tranquilo.

Tamara en su desesperación trataba de acercarse, pero todo era en vano ya que el pobre infeliz no tenía consciencia ni tranquilidad para sí.

En su desconcierto, ella se fue acercando muy lentamente aprovechando que él había tenido unos momentos de sosiego, el hombre respiraba con inusitado cansancio. Con la cabeza gacha y con su cuerpo agazapado lloriqueaba, se sentía impotente por no poder matar al causante de su tormento. La tierna mano de Tamara empezó a acariciar su cabeza, comenzó a brindarle su ternura y decirle frases de cariño; delicadamente le giró su rostro y observó cómo los ojos de José los tenía llenos de lágrimas, el musitaba frases incoherentes. En el interior de sus pupilas desorbitadas se podía ver un mar de sangre que bullía odio, en ese mismo momento él lanzó un grito lleno de odio.

—¡Al fin te tengo maldito!

Ella, consciente de lo que iba a suceder se dejó llevar, trató al principio defenderse abrigando la esperanza de que él la iba a reconocer y la dejara de atacar, pero las cosas iban empeorando cada vez y fue demasiado tarde para cuando ella quiso reaccionar, demasiado tarde para huir.

Un verde prado se desparramaba sobre los pies de Tamara, en el horizonte brillaba un sol rojo, un enorme mar salpicaba con furia la playa, el viento cargado de voces y gritos estremecía el lugar, ella caminaba desnuda y garbosa con paso apacible por sobre el verdor, su rostro húmedo por el sudor lo refrescaba la brisa, por un momento se detuvo y miró al parco cielo, unas nubes negras oscurecieron todo, haciendo del día una tétrica y unánime noche, comenzaron a caer gruesas gotas de una agua roja, rayos y truenos caían sobre su humanidad, ella corría hacia unos fantasmales árboles a refugiarse, pero todo era en vano porque sintió cómo un rayo atravesó su espalda; un ardor metálico se ensartó en su alma, gritó de dolor; en eso, abrió los ojos tan solo para ver como José le apuñalaba con saña, para observar y sentir cómo la vida se le escapaba por sus heridas, para mirar en aquellos ojos todo el odio que ser humano alguno pueda profesar por alguien, para ver por última vez con ternura a su amado.

 

VII

Jueves 11:32 A.M.

La radio patrulla había advertido a Onías que un sujeto estaba armado con un cuchillo en el interior de un departamento y que había asesinado a una mujer; se sentía angustiado y nervioso, temeroso, pero tenía que ir. Al llegar al lugar, el ambiente estaba muy alborotado, había una muchedumbre en los alrededores, en el edificio del frente se veía a un par de jóvenes semidesnudos como gritaban y señalaban frenéticos hacia un departamento.

Los policías comenzaron a subir lentamente, sus manos temblorosas y sudadas sostenían unas viejas y destartaladas pistolas. Llegaron al tercer piso. La puerta entreabierta dejó ver de a poco un horripilante espectáculo, José estaba sentado en un sucio rincón, su mirada estaba como perdida; el sol alumbraba buena parte del cuarto, pero este se refugiaba en la penumbra, el subalterno no pudo ocultar su repugnancia por aquel cuadro y prácticamente vomitó sobre Onías, José regresó a ver para mirar de dónde venía aquel alboroto.

Alzó la vista y vio en su delante una luz muy brillante como si fuera una epifanía, una mágica quietud se apoderó del sitio, de aquel resplandor emergió un rostro lleno de bondad, se asemejaba a su amada Tamara, pero no era ella, era un ángel que lo llamaba con ternura. José absorto con aquella ilusión tan maravillosa se paró y sin pensar dos veces, comenzó a acercarse a esa luz; su rostro demacrado ahora comenzó a transfigurarse en una faz lúcida y pulcra, sus ojos ahora eran límpidos y llenos de vitalidad. Levantó sus brazos en señal de sometimiento y aceptación, del ángel comenzaron a salir unos haces de luz multicolores que se le iban clavando en todo su cuerpo, él no sentía dolor, solo dicha y alegría, sus gestos denunciaban placer, tranquilidad, paz; su alma sintió un gozo jamás experimentado.

Mágicamente se trasladó hasta un prado lleno de flores blancas, no hacía ni frío ni calor, el ambiente estaba lleno de una apacible claridad, y el aire estaba plagado por un aroma a miel y manzanilla, no muy lejos de donde estaba parado, vio una silueta delicada jugueteando con unas rosas, tocándose traviesamente su nacarado cabello: era su amada Tamara, arrebató del suelo unas cuantas flores formando un tímido ramillete y feliz corrió al encuentro de su dulce dama.

Onías había descargado su última bala en el cuerpo de José antes de que él acabe de caer de bruces, el viejo policía se incorporó de su posición de tiro, todavía tembloroso vio como la sangre de José corría por el piso. Entonces miró algo sumamente extraño y que le pareció milagroso; la sangre de los jóvenes amantes se mezcló, formando un delicado manantial carmesí; y de su centro vio como emergían entumecidas, dos flores negras.

Muy lejos de allí, en una calle cualquiera unos niños correteaban despreocupados, más allá una niña llevaba unos panes en su mano, un par de ancianos sentados en el banco de una plaza comentaban la situación económica, en el horizonte unas nubes pequeñas presagiaban una moderada lluvia al atardecer.

 

 


Henry Bäx (seudónimo de Galo Silva Barreno), escritor ecuatoriano (n. 1966), publicista. De vasta producción literaria, cultiva los géneros de la ciencia ficción, literatura policial, de terror, la poesía, etc. Sus obras, entre otras: El pergamino perdidoEl psíquicoEl libro circularEl último siloítaHungarian Rhapsody, etc.

 


Foto portada tomada de: https://pixabay.com/es/photos/zapato-de-impresi%C3%B3n-%C3%BAnica-3482282/

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