El lenguaje de los murciélagos | Rodrigo Torres Quezada

Por Rodrigo Torres Quezada

(Colaboración especial para Máquina Combinatoria desde Chile)

 

Lucy y Carmen se pararon para ir al baño, en tanto Julio y Martín hablaban sobre un proyecto de levantar un nuevo edificio y Samuel fumaba a la entrada del pub junto a Katy. Mientras, apegado a la esquina de la mesa, junto al muro, Alberto bebía su caipiriña, alegre, distraído en la música del wurlitzer, contagiado por el movimiento de un par de mujeres atractivas que imitaban con sus voces un coro pop.

—Creo que estoy llegando a ese momento…

Alberto, de forma disimulada, siguió aquella voz y vio tras suyo al grupo de personas de la otra mesa. Quien hablaba se notaba ebrio, pero con una seguridad que se reflejaba en sus ojos, inyectados de un sentimiento muy parecido a la impotencia. Los amigos del hombre no distaban mucho de la imagen de este. Cabizbajos, aunque no ensimismados, escuchaban con atención.

—Ese momento… O sea, cuando crecer es volverse aburrido, cuando tus ojos se empañan y no ves nada con claridad, ese instante en que eres el primero en quedarte dormido en los carretes, ese momento en que dices: ¿Y tanto sacrificio para llegar a lo mismo a lo que llegan todos? ¿Y si mejor hubiese hecho lo que de verdad me gustaba? ¿Y si hubiera sido yo alguna vez en la vida?

Entonces el hombre movió con brusquedad un brazo y pasó a llevar su vaso con cerveza, empapándose. De ese modo sus palabras tan sentidas dieron paso a las risas de sus amigos que con ello se animaron levantando las cabezas.

—El típico borrachín triste —dijo Samuel sentándose al lado de Alberto. Este movió las cejas dándole la razón—. Toman un vaso de cerveza y ya hablan hueas.

Katy, al lado de Samuel, apoyaba sus palabras meneando la cabeza como si la tuviese suelta. Julio y Martín interrumpieron su plática para integrarse con los demás y el par de amigas volvió del baño. El grupo estaba reunido de nuevo.

—¿Y tú, viejo? —preguntó Martín a Alberto— ¿No te tincaría invertir con nosotros en las nuevas oficinas? Juntamos nuestras partes y pedimos un crédito comercial y con eso estaríamos tiqui taca.

Todos los rostros apuntaron hacia Alberto.

—¡Por supuesto! —exclamó sin pensarlo demasiado.

Entonces Martín levantó su vaso de whiskey y propuso un brindis. Al chocar todos sus vasos, Alberto miró de reojo y vio al hombre ebrio describir figuras en la mesa con el líquido derramado.

Luego de la reunión con sus amigos, Alberto llevó a Carmen a su departamento. Al verlo pasar, el conserje del edificio le cerró un ojo.

—No soy la primera, ¿verdad? —preguntó ella con un tono inocente.

Alberto sólo movió la cabeza y sonrió.

—Tú tampoco, nene. Tú tampoco —contestó Carmen tomándole de la cintura.

El departamento era un lugar espacioso para un hombre que vivía solo. Decorado con lo justo y necesario, mostraba un aspecto sobrio y práctico. Un cuadro que imitaba las pinturas de Picasso adornaba el living. Carmen miró la obra pasándose una mano por la barbilla.

—¡Qué buen gusto tienes, nene! No tengo idea de qué se trata, pero muy buen gusto.

Los dos rieron a destajo y pasaron de inmediato a la pieza. Alberto tomó un vodka y lo sirvió en unos vasos que guardaba en su bar personal. Ambos dieron un brindis. Bebieron. Luego, un beso. Pero ella se apartó.

—Ya, oye. Déjame conocer tu habitación un poco, que mañana como mucho me voy a llevar tu olor.

Alberto se rio.

—Eres bastante poética.

—Me carga la poesía —dijo. Alberto guardó silencio.

Carmen recorrió la pieza posando su mano en todo lo que había a su paso. Alberto se apoyó en la almohada y desde ahí, admiraba la silueta femenina que osaba inmiscuirse en su intimidad. De pronto, ella hizo algo que le descolocó: abrió un cajón de su cómoda.

—¿Por qué haces eso?

—Soy curiosa, ¿algún problema?

En el cajón que había abierto, descubrió una serie de papeles con asuntos de oficina. Desilusionada lo cerró.

—Carmen, ven conmigo —dijo serio.

—No, no, no, no, no.

Entonces la mujer abrió otro cajón. Aquí había más papeles, pero no eran cosas del trabajo. Había dibujos.

—¿Qué es esto? —preguntó encogiendo el rostro a la vez que sostenía un dibujo hecho con lápiz grafito. Una criatura de cuerpo alargado se tragaba lo que parecía ser una ciudad ardiendo. Alrededor del monstruo, cuatro planetas desolados observaban con curiosidad, pero también con rostros de preocupación.

Alberto se levantó de la cama, sacó el dibujo de entre las manos de Carmen y lo volvió a guardar en su cajón, el cual cerró con fuerza.

—Apuesto a que ninguna fue tan curiosa como yo —bromeó Carmen—. Cuéntame, ¿qué era eso?

—Cosas que dibujaba cuando era más chico.

—¿Y por qué así? Es como feíto eso.

—Supongo que estaba triste.

Carmen abrió los ojos y se llevó una mano a la boca.

—¿Triste tú? ¿Y por qué?

—No sé, la gente adolescente siempre está triste. Tiene carencias. Adolece de algo…

—En todo caso —respondió ella—. Menos mal que maduramos.

Alberto miró a través de los ventanales del departamento. Las luces de los edificios se engullían la noche.

—Yo conozco casos, atroces, atroces —prosiguió ella—. De gente que nunca supo madurar. ¿Te imaginas a una vieja de treinta y tantos o cuarenta años vestida como esas que andan siempre de negro? ¡Ay! ¿Cómo se llaman? ¿Punks? No sé, esa gente rara medio psycho que usa los pelos parados y se viste oscuro.

—Ah, punks. O quizás góticos —respondió Alberto.

—Bueno, la cosa es que con las chicas de la oficina siempre vemos a una vieja vestida así en el edificio, allá cerca de Manquehue, en Rosario Norte. Debe ser de esas que trabajan en el call center del lado. Pobre tipa, ¿nadie le dirá nada? Su tiempo ya pasó, ¡next!

Una niebla espesa se apoderaba del horizonte, en lontananza, pero los edificios seguían ahí, poderosos. Alberto imaginó que podría venir el fin del mundo y esas construcciones continuarían de pie. Se llevó una mano a la vista.

—¿Qué tienes? —preguntó Carmen.

—Me duelen un poco los ojos.

—Es el vodka, nene.

—No —Alberto se restregó la vista—. Creo que estoy volviéndome cegatón.

Como recordando algo, tomó con fuerza la mano de Carmen.

—Vamos a la cama.

—Obvio, si a eso vinimos, nene.

Tuvieron sexo. Mientras lo hacían, la niebla siguió creciendo.

Alberto trabajaba en el tercer piso de un edificio que poseía la particularidad de tener a su costado una pequeña plaza en la cual crecía un enorme árbol de más de diez metros. Se había acostumbrado a verle por más de dos años (lo que llevaba en la empresa) y le gustaba ese detalle natural pues era algo distinto y característico de su edificio. Incluso, llegaba a sentir lástima por quienes solo veían tras las ventanas a los otros edificios que tenían en frente. A veces se quedaba largos minutos observando aquel árbol. Como era otoño el color de sus hojas, entre cafés y anaranjadas, le entregaban a su panorámica una sensación de añoranza. No sabía de qué. Pero ahí estaba, inspirado por un árbol a reflexionar sobre su vida. No le había pasado hacía años, pues se sentía un hombre resuelto, pero con las palabras del ebrio de aquella noche con sus amigos en el pub, quedó dándole vueltas en la cabeza algo que no sabía definir bien.

Días después de aquella junta, sucedieron dos cosas que le descolocaron en su lugar de trabajo. Estaba analizando documentos y enviando correos electrónicos, cuando un ruido en la ventana lo sacó de su concentración. Se levantó del asiento y fue a mirar. La primera cosa fue ver a dos niños liceanos, muy rubios, tirar piedras al árbol. Podrían haber sido los hijos de cualquiera de sus amigos o de otros compañeros de trabajo. Niños que parecían ángeles, pulcros, con el último botón de la camisa cerrado y una corbata impecable, estaban ahí perdiendo el tiempo en algo propio de otro tipo de personas. Lo segundo que le descolocó fue la razón de los niños para lanzar piedras. Ahí, en una rama que daba con su ventana, un murciélago dormía, o quizás se hacía el dormido, acurrucado con sus alas. Estaba apegado entre el tronco y la rama del árbol. Era pequeño. A Alberto le pareció que temblaba y es que el viento, aunque no era fuerte, hacía que la extraña criatura se bamboleara. Lo primero que dejó a Alberto intrigado fue que el animal, de por sí extraño, presentaba una característica muy rara: no yacía colgando como se suelen presentar en la televisión, sino que permanecía posado como un búho o como un ave cualquiera. Alberto abrió la ventana y asomó la cabeza hacia fuera.

—¿Qué hacen? —gritó reconviniendo a los niños.

Estos le levantaron los dedos medios de las manos y se tomaron la entrepierna. Luego se fueron corriendo. Alberto alargó su brazo hasta por fin dar con la rama donde se apoyaba el murciélago. La movió de un lado a otro para que este se fuera hacia otra parte. La criatura hizo ademán de estirar sus alas, pero permaneció en el mismo sitio. Alberto le miró por varios segundos. ¿Qué hace ahí ese animal?, se preguntó. Había escuchado de plagas en poblaciones o barrios marginales. Pero ahí, en ese sector exclusivo era inverosímil. Pensando en que de un momento a otro el animal se iría, cerró la ventana y volvió a su trabajo. Sin embargo, al día siguiente, el murciélago seguía en la misma rama. Por un momento Alberto pensó que estaba muerto pero sus temblores decían otra cosa. Reparó mejor en su forma: su cuerpo oscuro tenía zonas más claras y brillantes; sus alas frágiles que intentaban cubrir su cuerpo del viento, hacían recordar la textura del papel higiénico y sus largas orejas, sobresaliendo de las alas, eran lo único que se veía con claridad de su rostro también oscuro.

—Oye, ¿aún vives? —le preguntó Alberto luego de abrir la ventana— ¡Hey!, ¿me escuchas?

Tal como el día anterior, el animal hizo un pequeño movimiento con las alas pero no salió de su lugar. Entonces tocaron la puerta. De inmediato Alberto cerró la ventana y fue a abrir. Entró Martín junto a un junior, un hombre un par de años mayor que ellos dos, el cual sostenía una carpeta de documentos.

—Déjelos ahí encima —ordenó Martín con las manos en los bolsillos y observando la oficina.

—¿Y eso qué sería? —preguntó Alberto.

—Son unos balances y estados de resultados de una constructora. Le estuve viendo los índices de liquidez y creo que tiene más pasivos que activos. ¿Podrías echarle un ojo, viejo? Me interesa saber tu opinión.

—¡Claro! —exclamó Alberto.

—Ah, y sobre nuestro negocio: el viernes vamos al banco. ¿Te parece, viejo?

—Sí, no habría problema —dijo Alberto animado.

El amigo le palmoteó la espalda y conminó al junior para irse.

—Oye, Martín, una cosa… Hay un murciélago ahí afuera.

Alberto indicó la ventana. Martín colocó un rostro de repugnancia y miró al junior el cual imitó su gesto. Martín abrió la ventana y dio un vistazo. Al igual que su amigo, movió la rama, aún con más fuerza, pero no logró sacar a la criatura.

—Esas cosas son peligrosas —dijo Martín—. Tienen rabia.

—No se le nota— respondió Alberto. Pero no parecía hablarle a Martín.

—Oiga, busque veneno y se lo damos al bicho —ordenó Martín al junior—. O por último se lo rociamos. ¡Como sea!

—¿Pero no hay que llamar al Servicio Agrícola y Ganadero? ¿O a alguien de la municipalidad? —preguntó Alberto.

—Viejito, no vamos a estar perdiendo el tiempo.

Cuando las visitas se fueron de la oficina, Alberto tomó la carpeta con los documentos y los dejó sobre su escritorio. Iba a inspeccionarlos, sin embargo, su mente estaba en el murciélago. Una ráfaga más fuerte que las acostumbradas hizo que el animal diera dos pasos. Alberto se levantó asombrado de su asiento y fue a mirar. Abrió de nuevo la ventana.

—¡Oye! ¡Vete que te van a matar!

El murciélago se acurrucó todavía más. Alberto volvió a su asiento. Iba a seguir con el trabajo, pero se decidió por algo que hacía tiempo no realizaba. Sacó de una resma una hoja de oficio. Tomó un lápiz pasta y delineó la figura del murciélago. También dibujó el árbol. Después de un rato observó lo que llevaba dibujado. No se parecía en nada al estilo que había logrado cuando era más joven. Ahora era como un niño pequeño intentando dibujar el sol y la cordillera. Se llevó una mano a la cabeza. Rio incrédulo. ¿Cómo es posible?, se dijo.

Al volver Martín junto al junior, estos traían veneno dentro de un espray. Martín mandó al junior rociar al animal, pero Alberto se opuso.

—Dejen eso ahí. Yo lo haré después, ¿bueno?

Martín miró extrañado a su amigo. Observó el escritorio. Vio el dibujo.

—¿Y eso? —preguntó despectivo.

—Un dibujo —respondió Alberto con notoria incomodidad.

—Está bien feo —dijo Martín y se fue secundado por el junior. Pero antes se detuvo—. Viejo, tienes que hacerlo pronto. ¿Qué pasa si viene algún cliente y ve esa cosa?

En la noche pasó en su vehículo a la casa de su amigo Max, donde se reunirían ex compañeros de universidad. Todos sentados en sillones cómodos alrededor de una mesa con vodka, pisco y whiskey, más los snacks de rigor, lo estaban pasando de maravilla.

—Qué gusto verte, man —le dijo Max—. Toma asiento.

Saludó al grupo y se sentó junto a Josefa. Le dirigió una mirada coqueta la que ella contestó con un guiño.

—Tan guapo como siempre, Alberto —le dijo.

—Tú igual.

Le sirvieron un vaso de vodka. Vio su reflejo en el vidrio. Parecía deforme.

—Tomaré poco —advirtió—. No vaya a ser que los carabineros me detengan por ahí y me saquen un parte.

El grupo de amigos sonrió entre sí.

—Este hombre desde nuestros días que ha sido muy cuidadoso —dijo Max apuntándole con un vaso—. Por eso ha llegado tan lejos.

Alberto bebió un pequeño sorbo. Sintió un ardor en la garganta más fuerte que el acostumbrado. Luego le sobrevino un dolor en la frente. Se pasó una mano por la vista y se restregó los ojos. Entonces bostezó.

—¿Pasa algo? — preguntó Josefa.

—No… Es que yo no… —Alberto no podía sacar las palabras. El grupo observó extrañado—. Uno… Uno no siempre ha sido así.

—¿Uno? —preguntó una mujer.

—Me refiero a mí —al ver la cara de los demás, prefirió sonreír—. Olvídenlo.

Los minutos pasaron volando. Los amigos, con el alcohol, hablaban y reían a toda voz. Solo Alberto lucía más callado, apenas bebiendo. Josefa se aferró a su brazo e hizo suaves masajes sobre su hombro con el rostro.

—Josefa —le dijo al oído, muy suave—. ¿Te gustaría ir a mi departamento?

—Sí, todo el rato— contestó mordisqueándole la oreja.

De pronto, la música del equipo paró. Max había bajado el volumen. Traía una guitarra en la mano.

—¡Llegó la hora de cantar! —gritó a todo pulmón—. ¿Quién quiere empezar?

Jorge pidió el instrumento y tocó algunos acordes. Sin embargo, debido a unos cuantos vasos de pisco, no coordinaba bien. Alberto se observó las manos. Restregó una contra otra. A través de la ventana se veía la piscina brillar con la luz de la luna. Pensó en el murciélago.

—Yo toco —levantó su mano.

—¿Tú, man? —preguntó Max, sorprendido.

—Cuando iba en el liceo tuve una banda de rock.

El grupo entero le observó confundido.

—¿En serio? Pero si tú eres tan cuadrado… ¿Y por qué nunca nos dijiste? —preguntó Josefa.

—Porque nunca había salido el tema —respondió—. Además, no es algo tan importante… Uno cuando es más joven es distinto. Imagínense que yo usaba el pelo largo.

Max, que había estado de pie la mayor parte del tiempo, tomó asiento. Los demás amigos miraron a Alberto como tratando de transformarlo con la mente en un tipo melenudo.

—Sí, te entiendo —dijo Jorge—. Perro, yo antes les tiraba piedras a los autos.

—Y yo me creía emo —dijo una joven—. Me las daba de suicida y muy especial. ¡Uf! Qué power esa etapa.

—Sí, sí. Todos tenemos un pasado oscuro —agregó Max—. Pero, man, maduramos y le ganamos a la adversidad. ¡Ahora toca de una vez po, huevón!

Los amigos rieron. Alberto empezó a tocar. Era una melodía suave al principio pero que luego se volvía más rápida. De repente retomaba una cadencia pausada para retornar al ritmo agitado y terminar con arpegios lentos. Muy lentos.

—¿Qué fue eso? —preguntaron.

—Una canción que inventé cuando chico —Alberto admiraba la guitarra a la vez que se palpaba las manos—. No pensé que la recordaría…

—Era bastante rara, man — dijo Max—. Como triste. No me gustó.

—¿Y por qué no tocas algo de Black Sabbath, perro? Iron man, ¿ya?

—Claro —dijo mirando al suelo.

Entonces tocó esa canción.

—Na na-na na na-nananananana-na na-na na na —vocearon todos el riff del comienzo.

I am iron man/has he lost his mind?/can he see or is he blind? ¡Viva el rock! —gritaron Jorge y Max con voces guturales.

Al terminar de tocar, Alberto sintió un sueño pesado apoderarse de él. Dio un gran bostezo.

—Debo irme. Mañana es día de trabajo.

Todos lamentaron que Alberto se tuviese que ir. Sobre todo, Josefa. Esta le acompañó hasta la salida.

—Oye —dijo tomándose el pelo con suavidad—. ¿No me habías invitado a tu depa?

—Disculpa, no sé qué tengo —respondió Alberto—. De verdad que quería, pero me bajó un sueño terrible. Para la otra será.

De esta forma subió a su automóvil y partió. Tras suyo, Josefa se quedó en la vereda observando desilusionada.

El día viernes, en el banco, el trámite por el crédito comercial para las nuevas oficinas se cursó de forma rápida. La ejecutiva que les atendió aseguró que el dinero se les podría facilitar de uno a tres días hábiles.

—Cuando arrendemos esas oficinas tendremos la vida asegurada —le dijo Martín—. ¡Vamos como avión!

—Somos los mejores —contestó Alberto—. Ah, oye. Revisé los documentos que me pasaste. La constructora está bien posicionada. ¿Por qué la hallaste tan mal?

—No sé, viejo. Quizás te estaba probando —Martín rio— Ya, entonces me contactaré pronto con ellos.

Al volver a la oficina, se acercó de inmediato a la ventana. Ahí estaba. El murciélago continuaba en la misma posición. Pero parecía más débil que al principio. Alberto dirigió una mirada recelosa al espray con veneno que tenía a un costado del mueble. Lo tomó y lo botó en el basurero. Un momento, se dijo a sí mismo. Abrió el cajón de su escritorio y sacó el dibujo en el que estaba afanado. Con un lápiz pasta de color negro pintó el cuerpo del murciélago para luego con el dedo esparcir la tinta creando la sensación de contraluz, mediante la técnica del esfumado. Agregó unas líneas que reflejaban que había un viento moviendo las hojas del árbol e hizo parecer que había luna llena. Tomó la hoja con ambas manos y la admiró por un rato. Sus ojos brillaban. Emocionado se dirigió con la hoja hacia la ventana. La abrió y con el brazo alargado sosteniendo el dibujo, se lo mostró a la criatura.

—¡Mira! ¡Lo terminé! ¡Volví a dibujar!

El animal tembló. Sus alas frágiles se descorrieron en un movimiento lento, denso, como si con ello alargaran la duración del tiempo. Sus patas dieron dos pasos en dirección hacia la ventana. La rama pareció moverse y unas hojas cayeron en un vaivén mustio, tal cual se veía en el dibujo. Movió sus orejas. Abrió sus alas y entonces la cabeza quedó en su totalidad al descubierto. Era un rostro oscuro, con dos ojos pintados negros, pequeños y profundos que limitaban con un hocico parecido al de un perro. Movió hacia su lado izquierdo la cabeza. Miró el dibujo. Miró a Alberto. Este quedó boquiabierto. El murciélago era hermoso. El viento, que aún hacía bambolear al animal, golpeó el rostro del hombre y meció de forma violenta la hoja con el dibujo. Luego, el murciélago regresó a su posición habitual, escondiendo su rostro entre las alas. Alberto retrocedió y cerró la ventana.

—¿Sabes qué me gustaría? —le preguntó Raquel en el restaurante. Era fin de semana y había una cantante interpretando temas de Frank Sinatra y Whitney Houston.

—¿Qué cosa? —dijo Alberto.

—Tengo ganas de viajar a algún lugar exótico donde no haya ido antes. Me siento tan fome. Ir ya dos veces a Islas Canarias es demasiado. ¿Qué te parece si vamos los dos a la India? ¿Qué dices, nene?

—Ya fui una vez —contestó Alberto—. Hace mucho calor.

—¡Eres lo peor! Ya, a ver, algo más clásico entonces… ¿Y si vamos a California?

Alberto movió la cabeza.

—Todos van ahí… Todo el mundo hace lo mismo —su voz tenía un tono seco.

—¿Entonces qué quieres? —Raquel se cruzó de brazos.

—Quiero tiempo…para mí. Necesito hacer cosas.

Raquel encogió el rostro.

—¿De qué hablas, nene?

—Necesito despertar.

La semana siguiente sorprendió a Alberto. Había llegado a su oficina como siempre. Se sentó en su escritorio, encendió el computador y sacó el dibujo del escritorio. Lo contempló con orgullo. Lo llevaré a casa, se dijo. Entonces, se percató que sobre su mesa llegaba más luz de la habitual. Se volteó a mirar la ventana. El árbol, se dijo para sí. El árbol, dijo en voz alta. Se levantó y tropezó. Abrió la ventana con desesperación. Buscó el árbol como si este se hubiese escondido, como si solo estuviera jugándole una broma. Abajo, un grupo de trabajadores estaba removiendo los troncos y ramas que ya habían despedazado. El murciélago, dijo en voz alta. Corrió hacia el primer piso. Llegó hasta la pequeña plaza. Sin dirigirse a los trabajadores, se abalanzó sobre las ramas cortadas y vio una a una.

—Oiga, amigo. ¿Qué hace? —preguntó un obrero.

—¡El murciélago! —exclamó—. ¿No vieron al murciélago? Estaba posado en una rama.

Los hombres se miraron y rieron.

—¿De qué está hablando, jefe?

—¡Había un murciélago! —Alberto se hincó sobre las ramas. Apretó con fuerza las hojas resecas y las deshizo entre sus dedos—. No está… No está.

—A lo mejor voló —dijo un hombre.

Alberto se puso de pie. Con lentitud subió hasta su oficina. En el pasillo se encontró con Martín.

—¿Qué te parece, viejo? La constructora ya está limpiando el terreno para las nuevas oficinas… Oye, ¿qué te pasa?

Alberto no contestó. Se encerró en su oficina dando un portazo. Se sentó. Estuvo observando su dibujo unos minutos. Luego se llevó una mano a los ojos. El celular sonó, tenía un mensaje:

—Oye, encontré una promoción para viajar a California. No seas pesado, nene. ¿Vamos?

Tomó su dibujo. Lo arrugó con fuerza y, temblando, lo tiró a la basura. Luego escribió en su celular:

—Vamos. ***

 


Rodrigo Torres Quezada (Santiago, 1984) es Licenciado en Historia titulado en la Universidad de Chile. Ha publicado los libros de cuentos Antecesor (2014) y Filosofía Disney (2018) bajo el sello Librosdementira.

 


Foto portada tomada de: https://pixabay.com/es/photos/la-depresi%C3%B3n-soledad-hombre-84404/

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