Por Iván Rodrigo Mendizábal
Hay una escena en un viejo filme de Hal Ashby, Coming Home (Regreso sin gloria, 1978) en la que Jane Fonda, en el rol de Sally Hyde, casada con un oficial del ejército que lucha en Vietnam, tras enamorarse de un excombatiente parapléjico, tiene relaciones sexuales con este, interpretado por Jon Voight. Este excombatiente, aparte de su condición que le obliga a ir en silla de ruedas y cargar consigo una bolsa con su orina que tampoco puede controlar del todo, tiene traumas de guerra; con la ayuda de Sally, trata de superar lo que ha vivido y juntos deciden tener relaciones sexuales. La escena, rodada por Ashby, reflejando lo humano de una situación compleja, al mismo tiempo quería expresar que para un parapléjico es difícil tener una erección, a menos que se pueda estimularlo por vía oral. La situación termina siendo memorable porque Sally sí tiene un orgasmo y el excombatiente en cierta medida supera su miedo. Fuera de esta descripción, sin embargo, lo que prevalece en el filme de Ashby es presentar la fuerza del amor, pese a las condiciones adversas de los cuerpos, a las contingencias que implica sobrellevar la carga de la discapacidad y, por otro lado, representar la sexualidad y el cuerpo desde lo libertario. La película es claramente política al denunciar la guerra.

El libro que comentaré en cierta medida tiene que ver con el filme de Ashby. El título: La mancha mongólica (Cascahuesos/Surnumérica, Arequipa, 2019) del escritor ecuatoriano Paúl Puma. ¿En qué se emparenta? En la representación de cuerpos otros, muchos de ellos relacionados con la discapacidad, con condiciones especiales, en contextos de relaciones íntimas.
En La mancha mongólica leemos e imaginamos mujeres y hombres, adolescentes y jóvenes, los cuales, pese a sus limitaciones o sus problemas intentan apostar en el contexto de la sexualidad y del erotismo. Tarea harto difícil de hacernos imaginar por parte de Puma estas situaciones, a nosotros que estamos acostumbrados –y no se lea esto como un desprecio o como algo parecido– a ver e imaginar cuerpos, digamos, “normales”, relaciones sexuales entre personas que lo tienen todo y nos les falta nada. La fotografía y el cine han permitido una explosión de las corporalidades “normales”, la desnudez, el erotismo, las relaciones humanas, al punto de llegar a las fantasías más convencionales o a las fabulaciones más o menos edénicas en el mundo moderno. Puma, por el contrario, con La mancha mongólica propone una perspectiva distinta de las relaciones humanas, del amor, de la sexualidad y el erotismo ya que sus personajes tienen siempre alguna disfunción, alguna discapacidad, algún trastorno, algún síndrome, etc., las que hoy en día se entienden como condiciones especiales.
La mancha mongólica es un libro de cuentos cortos, organizado al modo de un catálogo. Cada cuento es una letra del alfabeto, pero ninguna letra es el significado o la apertura de lo que puede implicar cada cuento. Se puede decir que, organizado así, es un catálogo que la literatura erótica o la literatura incluso pornográfica ha dejado de lado.
El libro de Puma, hay que reafirmarlo, pertenece a la literatura erótica, una literatura que apela a lo sensible del lector, a volver literatura el goce y la perversión, el deseo y la transgresión. Alguna vez Georges Bataille ha escrito en su ensayo “La felicidad, el erotismo y la literatura” (en La felicidad, el erotismo y la literatura (ensayos 1944-1961), Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2004) que tal literatura “siempre hace aparecer una irregularidad, angustiante o risible”. Para él tal irregularidad es la desnudez. Puma va más allá, pues la irregularidad es, además –y eso es lo que aporta–, algo que tal vez no está en la literatura convencional erótica: la belleza abyecta de los cuerpos otros o quizá la belleza abyecta de la desnudez de los cuerpos otros. Y con ese tipo de belleza abyecta, con esa irregularidad, quiero decir: un tipo de hermosura que habría en esos cuerpos discapacitados, en esos cuerpos que sufren y tienen las marcas del trastorno, de la enfermedad, o que han sido deformados por algún accidente o por alguna anomalía genética. Su desnudez no está solo en la piel, sino en esas marcas que aparecen mediante la lectura. Lo abyecto acá no lo empleo en sentido negativo, sino, tratando de invertir su significado de infame o de repugnante, a algo que implica que hay en ellos: algo de “glorioso”, de sublime; es la irregularidad del cuerpo enfermo que se torna sublime y, al mismo tiempo, extraordinario. Se trataría de cuerpos donde el bien y el mal, la salud y la enfermedad están en una tensión que el Yo trata de dominar de diversos modos. Puma hace una declaración quizá política de esos cuerpos que para el mercado pueden ser de freaks, de monstruos, objetos que en realidad sí despiertan la perversión del capital.
El catálogo de cuerpos otros pueden sintetizarse en estos: cuerpos deformes, cuerpos afectados por alguna lesión o enfermedad, cuerpos accidentados, cuerpos imperfectos. La corporalidad es variopinta, así como los personajes encarnados. Cada cuento nos obliga a meternos en el cuerpo de esos otros y ser un cuerpo otro. Puma nos aleja del erotismo rosa de moda –el superficial que suele despertar el morbo– y nos introduce, sin aspavientos, en el erotismo de lo real. Recuérdese que existe la tensión del eros y del thanatos en la vida de cada uno de nosotros; es la tensión de la vida y la muerte, si se entiende, en general que el eros es la vida misma, es la sensibilidad vital, la sensibilidad para con la vida; pero su otra cara, por más que la separemos, es la muerte. En el erotismo está presente la muerte nos dice Bataille en Las lágrimas de Eros (Tusquets, Barcelona, 2007). Puma diría, que en el erotismo de los cuerpos que imagina, la muerte ha dejado alguna huella, aunque no ha socavado al espíritu que yace latente en el cuerpo mismo. Por ello, lo que representa es aún la pulsión de vida, pese a los traumas, en el mismo sentido que la película de Ashby.
Tomemos a pie juntillas lo que dice Bataille en El erotismo (Tusquets, Barcelona, 2013) en sentido de que “el erotismo es la aprobación de la vida hasta en la muerte”. El sexo en las relaciones entre humanos es eso: la necesidad de afianzar la pulsión de vida, pese a que la sombra de la muerte siempre está cerca. Por algo, el ser humano se reproduce y lo hace, según Bataille, en función de querer vencer a la muerte. Pero ¿qué pasaría si los cuerpos que aún no han llegado a compenetrarse con la vida, pero que han sido signados por un rasguño de la muerte, con la enfermedad, con el trastorno, con el accidente, se resisten a no admitirle? O, mejor dicho, ¿a enfrentarle?

Cada cuento, en este contexto, es una forma de mostrar ese enfrentamiento entre seres cuyas pulsiones eróticas, de vida, tratan de romper con la huella de lo sombrío. Puma describe la situación, pero no lo hace con el detalle. Hace honor a lo que Roland Barthes (en El placer del texto y lección inaugural, Siglo XXI, México, 1998) proclamaba como la escritura de lo erótico frente a lo pornográfico. La escritura erótica o de lo erótico implica el describir, el mostrar sin exhibir mucho, dejando que el lector imagine; contrario a lo pornográfico que es presentar todo desnudamente, sin esencia, pura maquinalidad.
Su libro, así, nos lleva a percepciones del sexo y de la sexualidad de modo diferente: una muchacha trata de enfrentar su trastorno obsesivo compulsivo conjuntando un piercing y, casi vencida, descubre el poder de su sexo; o esa otra que tiene el espectro autista y un eczema que le recubre cierta parte de su cuerpo, lucha por no encerrarse en su cuerpo, fijándose en sus piernas que le abren a su sexo; o la joven que, ha pasado por una terapia electro-convulsiva, pretende oír una voz otra como si fuera de la voz de la misma vida; y así. El mismo cuento sobre la mancha mongólica que tiene como protagonista a una mujer de nombre Anais, cree ver en su melanocitosis dérmica congénita hiperbólica el mapa de Hungría. Estamos tentados a pensar que Puma nos dice que Anais es la Anaïs Nin, esa mujer que hizo de la transgresión una bandera y que el mapa de Hungría tiene que ver con su amante June Miller, esposa de Henry Miller, quizá la obsesión que había desatado la relación tórrida entre los tres.
Solo he mencionado unas pocas tramas de cuentos iniciales para hacer que el lector se haga una idea. Lo que sí hay que decir es que en el conjunto de La mancha mongólica hay algo que he estado planteado: en la tensión entre la vida y la muerte el erotismo de Puma tiene que ver con la deformidad, la afectación, el accidente, la imperfección, la abyección, en suma, la enfermedad; se podría decir, por otro lado, que sería la enfermedad como dispositivo desnudo o desnudado. Y acá quiero decir que estoy entendiendo a la enfermedad como una huella que deja el hálito de la muerte en forma de mal. El mal es inherente al cuerpo y al ser humano: este es bien y mal, a la vez, a la par. Giorgio Agamben nos sugiere en Desnudez (Anagrama, Barcelona, 2011) que el contenido de la desnudez es el bien y el mal. Es que para que los cuerpos se manifiesten eróticos, la preexistencia de la desnudez es inevitable.
El cuerpo desnudo es opuesto al cuerpo vestido. Nosotros vivimos seguros porque los cuerpos nuestros están cubiertos, están acicalados. Incluso la eficacia de las relaciones sexuales depende del recubrimiento, del perfume, del acicalamiento. El erotismo se lo vive mediante los artificios del cuerpo cubierto que, a primera vista se muestra saludable, hermoso, bello. Sin embargo, se necesita de la desnudez para completar la figura erótica. Jean Paul Sartre –citado por Agamben– ha dicho que el deseo, que funciona como motor en el juego amoroso-erótico, hace aparecer el cuerpo en su dimensionalidad carnal. El cine lo hace con sumo detalle; la literatura debe hacer que ello aparezca.
Pero en los cuerpos de Puma, si bien hay desnudez, lo que importa es que esta se presenta no por la acción de los cuerpos, sino como el mismo acto que perpetra de antemano la muerte. En cierto sentido, Puma parece estar pensando en ese juego anticipatorio que tiende la muerte al ser humano en el sentido de Jean Baudrillard cuando habla de la seducción (en De la seducción, Cátedra, Madrid, 1994). En los cuentos de La mancha mongólica leemos eso: los cuerpos de sus personajes, desnudos por la enfermedad o desnudados por otredades similares a los protagonistas, estarían queriendo enfrentar a ese mismo mal. Vuelvo a Agamben: quieren llegar a la verdad; quieren llegar a conocer la verdad.
Y la verdad es que averigüemos en ellos, en sus cuerpos, pese a que sean distintos, que hay un secreto: “el erotismo es la aprobación de la vida hasta en la muerte” en el sentido de Bataille. La verdad es el mal, la enfermedad, pero no es una limitación, y más bien un poder por el cual el ser humano trataría de liberarse. Esto era también lo que estaba en la escena de la película de Ashby. He aquí la belleza de lo abyecto: no existen cuerpos perfectos, sino cuerpos que mediante el erotismo pretenden liberar de sí el mal y hacerse de la vida.
Iván Fernando Rodrigo Mendizábal. Doctor en Literatura Latinoamericana por la Universidad Andina Simón Bolívar – Ecuador. Magíster en Estudios de la Cultura por la Universidad Andina Simón Bolívar – Ecuador. Licenciado en Ciencias de la Comunicación Social por la Universidad Católica Boliviana San Pablo. Profesor invitado de la Universidad Andina Simón Bolívar – Ecuador. Autor (entre otros) de: Análisis del discurso social y político (junto con Teun van Dijk), Cartografías de la comunicación (2002) y Máquinas de pensar: videojuegos, representaciones y simulaciones del poder (2004), Imaginando a Verne (2018), Imágenes de nómadas transnacionales: análisis crítico del discurso del cine ecuatoriano (2018) e Imaginaciones científico-tecnológico letradas (2019).
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