El observador | Mayeli Espinosa Ríos

Por Mayeli Espinosa Ríos

 

En octubre del 2019 una bola de fuego se vio surcando los cielos de la China y luego se consumió en el horizonte. Hay quienes dicen que era un meteorito del espacio y hay quienes afirman que aquella roca incandescente —un mal presagio, sin duda— traía consigo lo que hoy se conoce como SARS-CoV-2.

En las miradas de hoy —limpias, robustas y llenas de nuevos significados— se lee un cambio en la gente. También se percibe una sensación de hastío ante la adversidad que no acaba de llegar, porque el virus supo dejar de ser espectacular para volverse reiterativo y soso, y poco a poco adquirir más tintes de ficción que van sobreponiéndose a la realidad. Aparecen unas voces anónimas que hacen eco en nuestras cuatro paredes e invocan al orden mundial, las 5G, laboratorios subterráneos o inclusive a extraterrestres que nos envían pandemias ancladas a meteoritos, como si fueran palomas mensajeras. De tantos rumores, hasta parece que Schrödinger se acordó de su gato encerrado y los demás —ahora que tenemos tiempo de sobra— queremos saber si está vivo o muerto, exigimos saber qué le sucedió.

Con el pasar de los días asumiendo una realidad completamente nueva, la sensación de develar los misterios del mundo allá afuera tomó la forma de una necesidad imperante.

Porque del mismo modo en que un año atrás nos fue imposible prever lo que vivimos ahora, imaginemos que estamos presenciando un examen sorpresa, a punto de dar el gran salto para avanzar un escalón más en la historia de la evolución y las civilizaciones. Sentimos que alguien toca la puerta —el guardia del edificio no avisó nada— y cuando abrimos el observador nos encuentra en pijama, en medio del dolce far niente, leyendo Twitter para paliar el sopor y alimentarnos de fábulas conspiranoicas sobre el último grito interestelar que nos puso a prueba como planeta.

El visitante está en nuestra puerta, nos ofrece respuestas, una cerveza fría, caricias y todo lo que se nos ocurra desear. Ya pasó todo chico, estás bien. Por nuestra cabeza pasa que no tiene tapabocas o que quizás sea uno de esos marcianos que iban en el mismo maldito meteorito que vieron los chinos cruzando sus cielos a finales del año pasado. Ese sujeto esconde algo, pensamos. Damos un paso atrás, similar al que hoy damos al costado cuando caminamos por las calles y vemos a alguien acercarse. Resolvemos que todavía no, afuera no, miau, no estamos listos y cerramos fuerte con llave.

Habrá puertas que ni siquiera se abran. Entonces es probable que el aura de misterio se replique al otro lado de las paredes, esas que continúan entonando secretos en eco, y el observador nunca podrá observar nada ni saciar su curiosidad. Nosotros hemos decidido conformamos con historias ilimitadas de cinco segundos, y aunque tampoco sabremos quién toca, bien que hemos aprendido a inventar relatos de lo que no fue, mientras el sentido común común decide emanciparse y perderse un rato por los exteriores que hace meses dejamos de visitar.

Son tiempos extraños y menos fantásticos de lo que quisiéramos, pero de seguro cuando volvamos a salir —a salir en serio y con ganas—, encontraremos a nuestra cordura a la vuelta de la esquina, asustada y recogida en llanto, atrapada en la mirada de un extraño que a su vez se esconde bajo el tapabocas.

 

 


Foto portada tomada de: https://www.pxfuel.com/es/free-photo-erzgk

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