Por Rubén Darío Buitrón
(Colaboración especial para Máquina Combinatoria)
William dejó a un lado el libro que un compañero le había recomendado y tomó su teléfono celular. Definitivamente, se dijo, esto debe ser mucho más divertido.
Vio en la pantalla que un hermoso rostro de mujer con el nombre de Milena le pedía que lo aceptara como amigo en su cuenta de Messenger. Se la veía joven, sensual, fresca.
Chequeó los datos que Milena había colocado bajo su retrato: nacida en Venecia, Italia, 24 años, vive en París, Francia, es socióloga y trabaja como estilista en Le Parq.
Aunque confusas (¿una socióloga italiana que trabaja como estilista en París?), las referencias le parecieron sensatas.
Pensó en París, donde dicen que habitan las mujeres más bellas del mundo. Recordó que, según lo que había visto y leído, la capital francesa estaba colmada de artistas, modelos, pintoras, escultoras, cineastas, escritoras…
En un ambiente como ese, reflexionó, tan hermoso, pero tan competitivo, tiene que ser difícil que una socióloga consiga trabajo en una universidad. Por eso, que su trabajo sea estilista y que tenga 24 años parecía comprensible, razonable. Milena ya encontrará empleo en la especialidad que ha estudiado en la universidad.
Hizo click, esperó unos cinco minutos y apareció un saludo: “Hola”. William dibujó una amplia sonrisa. Afuera, la noche avanzaba como un lento tren silencioso y sugerente. La ventana de su habitación, que daba a la calle, era la cómplice de siempre, cuando en la semipenumbra él se masturbaba mientras revisaba revistas porno.
En la habitación de al lado, separada solo por un tabique de madera, dormía su madre, Enma. Pero ella tenía el sueño liviano y cualquier sonido la despertaba, por imperceptible que pareciera, así que debía ser muy cuidadoso con los ruidos.
A la derecha del cuarto de William, también en una estrecha habitación separada por otro tabique, descansaba Victoria, la hermana adolescente. Con ella no había problema: sus sueños eran tan profundos que ni siquiera la interrumpían un fuerte sismo o el retorcido crujir del motor de un camión que intentaba trepar la empinada vía donde se encontraba la casa de un piso donde habitaban Emma y sus dos hijos.
Hacían ya unos siete meses que William consiguió empleo como reportero de un pequeño periódico local y, gracias a que aportaba al hogar una parte de su salario, la situación había mejorado. Emma trabajaba en el mercado municipal como vivandera y Victoria estudiaba en un colegio fiscal cercano.
Por su trabajo, y porque era uno de sus deseos secretos desde que uno de los amigos del barrio presumía ser el único que tenía un teléfono celular con servicio de internet, William decidió comprar uno que le ofrecía todos los servicios, incluidos wifi permanente, acceso a las redes sociales y tiempo ilimitado de llamadas.
El servicio le costaba cada mes una quinta parte de su salario, pero lo disfrutaba mucho, en especial cuando descubrió que en YouTube había cientos de videos porno, en especial (nunca se preguntó por qué) de relaciones lésbicas.
Para él mirar esas minipelículas era como si se cumpliera otro de sus sueños: tener sexo con dos bellas mujeres que, en medio de la cotidianidad de sus vidas, se besaban, se acariciaban, se susurraban a los oídos y juntaban sus bocas.
“Hola”, respondió William. Y Milena, de inmediato, empezó a preguntarle cosas, por escrito, en un idioma castellano un poco enredado. Y él, impactado por el diálogo que había empezado, respondía con monosílabos: sí, periodista, Quito, 28 años, soltero.
Ella lo hacía también, aunque no era necesario porque sus datos ya estaban registrados bajo su nombre.
Milena avanzó sobre William. ¿Le gusta sexo oral? ¿Quiere tener relaciones conmigo? William no podía más. Era emocionante que una mujer tan bella, italiana, le propusiera sexo que él respondía a todo sí, sí, sí, por favor, gracias.
Ella le dijo que él podría mirarla desnuda y luego dejar que le hiciera una felación, pero que antes de empezar necesitaba que hiciera un depósito bancario con su tarjeta de crédito en una cuenta que Milena le pondría en el Messenger.
William aceptó, claro, porque deseaba con intensidad que Milena lo masturbara, sin importar que ella estuviera en una pantalla, e hizo la transferencia. Milena le pidió que hiciera una fotografía del depósito y que se la enviara. Así lo hizo. Para él era mucho dinero, pero creyó que solo por una vez no estaría mal.
A partir de entonces, el resto lo hizo ella. William sería una marioneta de Milena y lo sabía, pero no le importaba. Milena apareció en la pantalla. Tan bella como su fotografía. Él tenía en una mano el teléfono celular y en la otra, el pene. Ella estaba desnuda y William disfrutaba como nunca antes lo había hecho. Ella iba despacio, sabiendo lo que hacía, sabiendo lo que decía, sabiendo lo que mostraría. Él había perdido el sentido de la distancia, de la virtualidad, del entorno.
Para evitar que su madre lo escuchara colocó una gruesa cobija sobre él y consiguió una oscuridad total con la luz, la única luz de Milena, Milena con un consolador en primer plano de la imagen, Milena sin rubores ni prejuicios diciendo cualquier cosa como ronroneando, como disfrutando de un helado de sabores, haciéndolo con tal destreza que desde el punto de vista de William parecía que era su pene el que estaba en la boca, en los labios, en la lengua de Milena.
William soportaba las ganas de gemir, de gritar, de decir cosas sucias como ella se lo pedía, William le pedía que lo hiciera despacio, le decía que quisiera que no terminara nunca, le decía muchas cosas en voz baja, casi inaudible, hasta que estalló y le pareció que Milena también, un orgasmo intenso, único, en bajo volumen para no despertar a la madre, un orgasmo con el que William humedeció la pantalla mientras se mordía los labios y ella le decía que quería más.
Acordaron conectarse al día siguiente a la misma hora. William no sabía cómo pagaría el segundo encuentro, pero Milena le dijo que sería más barato, que él ya era un cliente fijo, lo cual tenía sus ventajas.
Al despertar, William retiró las cobijas, corrió a la ducha y se masturbó bajo el agua. Deseaba que Milena no se fuera nunca de sus pensamientos y de sus emociones.
Pasó el día pensando en el encuentro de la noche anterior, pero más inquietud sentía por lo que podría ocurrir esta noche. Le costó mucho concentrarse en el trabajo.
En la noche hizo todo lo que debía hacer para conectarse con Milena. Hola, dijo ella, de nuevo. William estaba a punto de creer que ella se había enamorado de él, aunque sabía que era estúpido pensarlo, que el oficio de ella era, justamente, lograr que el cliente perdiera el control de la situación.
Antes de que ella apareciera en pantalla, William leyó que Milena (¿sería Milena?) le pedía que hiciera otro depósito bancario, esta vez por el doble de lo que había pagado la noche anterior.
William no supo qué responder. Milena le había dicho la noche anterior que habría un precio especial, más barato, por ser la segunda vez. Y así escribió a quien estaba al otro lado del Messenger. Desde allí le insistieron que hiciera el pago solicitado y él dijo que no podía, que no le alcanzaba.
Entonces se vio en la pantalla. Él. El montaje y la edición eran perfectos. Miró a Milena haciéndole la felación, se miró a sí mismo gimiendo de placer. ¿Cómo era posible que lo hubieran grabado? Le insistieron. Él estuvo a punto de pagar, pero era como traicionar a la familia, porque tenía poco dinero y era para entregarle a su mamá la mañana siguiente para que hiciera las compras quincenales en el mercado.
Del otro lado seguían mostrándole escenas y le escribían que no tenía salida. Si no pagaba lo que le pedían, colgarían ese video en cuentas de Facebook y le enviarían a su mamá, a su jefe en el diario, a su novia. Era una amenaza grave. Decepcionaría a su familia, podía perder el trabajo y quedarse sin su enamorada. Y hubo más: le dijeron que estaba haciéndoles perder el tiempo y que triplicaban el monto.
William parecía un niño. Bajo las cobijas escribía que no, por favor, que no le hicieran eso, que la noche anterior ya había pagado y que no tenía más dinero.
Del otro lado del Messenger le dijeron que le daban una hora para que hiciera la transferencia bancaria. William se puso a llorar. Ni siquiera tenía esa cantidad de dinero y, lo peor, no se permitiría traicionar a su madre, a quien le prometió que la vida mejoraría con su trabajo y el salario mensual.
La persistencia de quien le escribía era una pesadilla. William leyó que le darían más plazo: un día. Y que, si en la noche siguiente no hacía lo que le pedían, cumplirían la amenaza de colgar el video en Facebook y algunas cosas más, porque en el primer encuentro con Milena había dado todos los datos de quién era, dónde trabajaba, cómo se llamaban su mamá y su hermana.
Cuando se desconectaron del Messenger, William siguió llorando, casi en silencio. Las imágenes que le enviaron eran reales, de él y de Milena, aunque no entendía la manera cómo habían editado el video donde se veía a dos personas tan distantes haciendo lo que hicieron sin tocarse de verdad.
Pero era inútil preguntárselo. Tendría que decidir algo y, además, jurar que no lo haría nunca más. Hizo algún movimiento brusco, el teléfono cayó al piso y la mamá preguntó qué pasaba.
—Nada, mamá, nada —dijo William, mientras se aprestaba a pasar despierto, mirando el tumbado y con los ojos húmedos, la noche más larga de su vida.
Rubén Darío Buitrón es poeta, periodista y docente. Es el director-fundador de los www.cronistas.org
Foto portada tomada de: https://unsplash.com/photos/Kfs-rQB6dl4