Por Mayeli Espinosa Ríos
Cada generación vive diversas formas de encierro que, con el tiempo y luego de superadas, se vuelven parte de la identidad de la época, marcan hitos y mitos, e invitan a una nueva reflexión cultural.
Por ejemplo, a partir del siglo XVI las costas americanas ya reconocían a leguas el olor del encierro esclavista, nauseabundo, de una pestilencia tan penetrante que según cuentan no había método eficaz para purgar la madera. El hedor, así como el encierro, trascendían. Por más de tres siglos siguió arribando en forma de barcos cargados de negros, encadenados contra su voluntad y de los cuales uno entre cada seis moría, bien fuera por enfermedad, suciedad, inanición o suicidio, cuando no debido a la reprimenda pedagógica impartida por los traficantes. Al descender, aunque los esclavos se encontraban con un paisaje nuevo y completamente ajeno, en el fondo sabían que su destino permanecería imperturbable, que los barcos se convertirían en plantaciones de azúcar, los traficantes en amos y que la supervivencia continuaría atada a la suerte.
Pero no solo los hombres aprisionan a otros hombres, a veces la propia carne impone sus límites a la libertad de forma mecánica e irreflexiva, y es que quizá nada se compare al encierro que ejerce un cerebro enfermo. En Europa de 1918, además de la desolación posguerra y a la par con la gripe española, se propagó un fenómeno extraño que luego sería denominado como encefalitis letárgica o la enfermedad del sueño. Hoy sus causas siguen siendo materia de estudio, pese a que sus secuelas hayan sido contundentes: muchos pacientes quedaron reducidos a un estado de mutismo absoluto, con movilidad limitada y sin habla; eran apenas cuerpos con la mente dormida o simplemente extraviada entre los abismos del cerebro.
Pasaron décadas hasta que en el verano de 1969 Oliver Sacks decidió utilizar un medicamento para el Parkinson en algunos de los pacientes que aún sobrevivían –siempre en perpetuo letargo- padeciendo dicha enfermedad. Casi de inmediato los cuerpos huérfanos se reencontraron con la voluntad de moverse, tenían deseos de bailar o cantar, y aunque sabían que había pasado mucho tiempo, se sorprendían al verse envejecidos. Sí, habían sido conscientes durante esos años, a pesar de estar reducidos a meros espectadores de un mundo en el que se prohíbe interactuar. El despertar que vivieron entonces no logró ser más que un free trial que duró poco, pues para la llegada del otoño todos habían vuelto al encierro custodiado por la encefalitis letárgica, incapaces incluso de llorar.
Por suerte, existen otros aislamientos menos arbitrarios. Hace pocos días, a finales de marzo pasado, se celebró en Bali el año nuevo, denominado “Nyepi” o “Día del Silencio”: por 24 horas la isla cierra los mercados, el aeropuerto para, no se permiten carros en la vía, las mezquitas –en un acuerdo con el gobierno local– cesan sus cantos diarios y de esa forma, lo único que queda abierto es un hospital para los partos y las emergencias. Como si fuera poco, ya en casa se deben apagar las luces, la televisión, la música y el internet. Lo que para muchos turistas es un día insípido y hasta molesto, para los hinduistas en Indonesia equivale a la ceremonia más importante del año, además de una gran oportunidad para la introspección espiritual. Aislarse es una tradición que se practica de generación en generación y la forma del encierro en Bali se torna orgánica y bella porque más allá del miedo a quedarse solos, callados y rodeados por la selva, prevalece un aura de respeto hacia la naturaleza y de tranquilidad ante lo misterioso, ambos elementos ascendientes sobre su cultura.
Y en el abril de ahora llegamos nosotros. Una aldea global con identidades imprecisas, con la ilusión de ser libres y especiales. El confinamiento parece obligar al planeta entero a buscar refugio virtual, a dejar de consumir más de lo necesario, pero sobre todo a escuchar al fin las voces internas que nos dicen sin filtros lo que somos. La forma del encierro que tiene la pandemia del Covid-19 sorprende: nunca imaginamos que el mundo -precisamente este mundo- tuviera un botón de Stop.
Hoy cada ser humano está dentro de su casa y, por más diferente que sean las condiciones, sentimos al unísono algo en común e indefinido. Es un nuevo tipo de angustia que tiende a caer en la frivolidad pasajera hasta que, a medida que pasa el tiempo y se alargan las cuarentenas, nos vamos dando cuenta de qué tan real es el momento en el que vivimos y de cómo prepararnos para ocupar un espacio relevante en la historia. Dentro de nuestra clausura ya no se trata del virus, se trata de decidir si el después será distinto al antes o tal vez exactamente igual, porque les digo: conseguir una reunión privada con nosotros mismos ha sido difícil, fue muchas veces aplazada y es probable que nunca se vuelva a dar. De este diálogo depende que el encierro no se justifique en el miedo sino en la posibilidad del cambio y que estas fechas sean recordadas porque aprendimos a crear más libertad con poco espacio y a crecer por fuera de cualquier molde, incluso por fuera de lo que no podemos ver.
Mi voluntad y mis deseos me acompañan, y ahora mismo juntos compartiremos un café.
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