“Frankenstein” de Mary Shelley | Fabricio Guerra Salgado

Por Fabricio Guerra Salgado

 

“Eres mi creador, más yo soy tu dueño”, le espeta el monstruo al doctor Víctor Frankenstein, científico brillante que, tras dotarlo de vida, lo abandona a su suerte, sin tener conciencia de que el cruel rechazo marcará el surgimiento de una pulsión aniquiladora en ambos personajes, que están unidos de modo inexorable, conformando el anverso y reverso de una misma moneda, que ha sido lanzada ya al aire para determinar un destino irremediablemente común y fatal.

La corriente mainstream y la industria del entretenimiento han empobrecido la idea original de esta potente novela Frankenstein, el moderno prometeo (Austral, 2015) escrita por Mary Shelley en el siglo XIX, simplificándola a una pueril historieta en la que un ser creado con partes de cadáveres se transforma en asesino serial. De manera intencionada o no, se han dejado de lado las complejas resonancias de un relato que se vale de la alegoría para poner en el tapete algunos de los conflictos de nuestro tiempo, tales como, la arrogancia humana, la insuficiencia ética o la soledad espantosa.

El monstruo carece de nombre, de identidad y de los códigos culturales básicos, pero anhela con fervor establecer vínculos y ayudar a la gente, aunque es siempre repudiado y agredido por su aspecto deforme. Está solo, y esa ausencia de alteridad, lo condena a renunciar a cualquier proyecto vital, por lo que decide exigirle una compañera a su hacedor, que mostrándose otra vez torpe y mezquino, se niega a complacerlo, desencadenando la ira y venganza de la criatura, que en adelante se dedicará a exterminar a la parentela del científico.

Esos homicidios rompen con los imperativos categóricos de Kant, es decir, con aquellos valores que pretenden ser universales más allá de ideologías teológicas o laicas. Matar, es pues, la única opción a la que las circunstancias han abocado al engendro, imponiéndose entonces, al menos en parte, el pensamiento penal de Foucault, para quien el criminal es generado por el sistema social dominante, constituyendo a su vez, el crimen, “una protesta resonante de la individualidad”, a la que, por cierto, el monstruo ha quedado confinado de manera definitiva.

Por otro lado, al ser asumida y aplicada de forma radical, la ciencia termina convirtiéndose en objeto de fe, arrasando con todo en su afán por imponer sus axiomas en nombre de la razón y el progreso, prescindiendo de paso, de las más elementales consideraciones éticas. En tal sentido, la obra de Shelley es también una advertencia al secularismo occidental que, empeñado en superar los oscurantismos religiosos, ha consagrado al orden cientificista como nuevo tótem.

Desde la orilla contraria, sobre todo en épocas de incertidumbre y desesperanza similares a las actuales, el lector teísta puede verse tentado a conjeturar que, al igual que el doctor Frankenstein a su monstruo, los dioses creadores han abandonado a sus criaturas a merced del mal y el dolor. Lo cierto es que, de uno u otro modo, y dos siglos después, la voz de Mary Shelley sigue vigente, interpelando las aspiraciones, comprendiendo los temores y apiadándose de las miserias del hombre posmoderno.

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