El rastro del rayo | Julio Miguel García V.

Por Julio Miguel García V.

(Colaboración especial para Máquina Combinatoria)

 

—¿Te da miedo el abismo? —le preguntó Siagle a su hijo Táleir al borde de ‘Tulag —Batulsug’, los Acantilados Largos. Su tono de voz fue suave y tranquilo, casi un susurro, pero la vibración que traspasó sus dientes bailoteó en cada una de las cuerdas del aire, pues la cima donde año a año se celebraba el ‘Rádelgar’ estaba asentada en el punto exacto donde confluyen el pasado y el presente y se reparten todos los vientos, todas las historias; alientos que aquel día inflamaron los pechos de cada criatura que hubiese existido, apilando generaciones en los engranajes del tiempo.

Era invierno. Las nubes habían comenzado a posarse en el diáfano cielo de la tarde, cobijando a la colorida multitud que, a esa hora, pasado ya el momento más álgido de las ceremonias diurnas, aún seguía congregada entre risas, cánticos y música de tambores. El césped estaba teñido por los intermitentes destellos de un sol desfalleciente, y una manada de perros, entre olisqueos y gruñidos, se disputaba los restos del último banquete. Año a año, representantes de las tribus galcas se reunían al filo de los Acantilados Largos para cantar, rezar y competir en las olimpiadas del Rádelgar. En su mayoría, los participantes eran los guerreros y cazadores más experimentados, pero había una prueba que incluía niños desde los siete años. La llamaban el ‘Kaigar’, la luz del abismo, y consistía en atravesar a saltos ocho postes de siete metros de altura colocados uno frente a otro en el centro de una explanada. El Kaigar era una prueba amada y respetada por requerir resistirse al magnetismo del vértigo, habilidad fundamental en cualquier galca de respeto. Era una prueba venerada por los galcas, pero también peligrosa, y terminaba casi siempre con huesos dislocados o rotos.

Táleir, el hijo de Siagle, había cumplido siete años, y como era la costumbre para los niños de su edad, estaba obligado a participar en la competencia por primera vez. El día en que su padre le hizo esa pregunta lo había intentado por la mañana. Siagle estaba orgulloso de que él, al igual que sus demás hijos, lo hubiera hecho al borde de los Acantilados Largos, pues no todas las tribus de la pradera podían darse el lujo de llegar al portentoso paraje. El pequeño no supo nada del reto hasta poco antes de enfrentarlo, y de haberlo sabido, probablemente no hubiera podido conciliar el sueño; pues desde siempre fue un chico de movimientos torpes, extremidades débiles y comportamiento timorato. Además, los ancianos aconsejaban no contarle nada a los nuevos participantes: ‘El miedo se supera mejor cuando se enfrenta sin previo aviso’, decían, y en todas las familias existía un pacto de silencio que se rompía a riesgo del desprestigio público. Los niños descubrían la naturaleza de la prueba sólo cuando les llegaba su turno, en la tienda de acceso; y dicen que les resultaba imposible no ponerse a temblar ante las miradas de la concurrencia.

Pero el día del Rádelgar, todos los niños de siete años lograron alcanzar al menos el tercer o cuarto poste, excepto Táleir. Vaciló justo al momento de saltar al segundo, fracción de segundo que le hizo resbalar y rasparse los antebrazos y las mejillas. Minutos después, el chico recordaría el dolor punzante que escaló desde sus tobillos hasta sus caderas; pero reconoció que no fue ese dolor sino el otro, más completo y contundente, producido por las risas de los espectadores y de sus primos mayores, el que le lastimó con más intensidad. Táleir detestaba las risas burlonas de sus primos mayores; su vibración era como un lazo de espinas que le oprimía el corazón.

Dos hombres altos revestidos en mimbre lo llevaron hasta la tienda del curandero, exhortándolo a que sanara sus heridas para antes del atardecer. Poco más tarde el chico salió con los antebrazos vendados, la mejilla derecha untada en pomadas y un par de muletas que apenas le ayudaban a caminar. No quiso regresar a ver el lugar donde las divisiones mayores competían aún en el Kaigar, tomando un atajo que lo llevó de manera directa hasta el acantilado. Ya sobre el filo se sentó sobre una redonda roca, y con las rodillas dobladas y las manos entrelazadas entre las piernas, puso su vista a divagar.

Fue entonces cuando su padre le hizo esa pregunta. Al sentirle acercarse, el pequeño se limpió los párpados húmedos con el dorso de la muñeca, agarrando al mismo tiempo un grupo de piedras que lanzó al precipicio como si hubiese subido hasta ahí solamente para jugar.

—De mirarlo mucho tiempo, a cualquiera le atemorizaría —le respondió Táleir un tanto a la defensiva. Siagle emitió una condescendiente risita, admitiendo para sus adentros que su hijo tenía razón: la pared de roca descendía infinitos metros, filosa y escarpada, hacia un fondo azul que todos, más por costumbre que por certeza, catalogaban como el mar. En ese momento eran las cinco de la tarde, y el límpido aire del litoral estaba aún despejado, poblado nada más por dispersos cúmulos de vapor.

—Es verdad, si lo miras mucho tiempo, la caída te atrapa —le contestó su padre—. Por eso es mejor no llevar la vista hacia abajo sino hacia el frente, hacia cualquier cosa que te haga olvidarla—. Los galcas, sobre todo los jefes, solían tratar con severidad a sus hijos, pero Siagle era un padre piadoso que prefería no recurrir a los regaños. Mientras le hablaba, pensaba en una manera de levantar el ánimo de su hijo, eligiendo las palabras indicadas y buscando, en el fondo de su mente, alguna enseñanza que lo pudiera alentar.

—Lo dices por el Kaigar, ¿no? —interrumpió Táleir lanzando otra piedra con inusitada fuerza. La pequeña circunferencia describió una parábola perfecta, abriendo un orificio en una finísima nube. A lo lejos, se oyó el estruendo de unos aplausos—. Si tienes algo que reclamarme, dímelo sin dudar.

Siagle sintió el impulso de exhalar otra risita, pero se contuvo, lanzando una piedra también.

—No es eso —dijo luego—. Soy el menos indicado para reclamarte. Hasta ahora no he podido contarte como me fue en mi primer intento. Recuerdo como se me revolvió la barriga cuando vi a la gente sentada en torno a los postes, mirándome. Sentía que iba vomitar el banquete del medio día. Me demoré más de un minuto en animarme a dar el primer salto, y no pude avanzar más allá del segundo poste.

—Pero por lo menos te atreviste a saltar—. espetó Táleir mientras arrojaba una nueva piedra.

—Me atreví, sí, pero cuando perdí el equilibrio una parte de mi ropa quedó atrapada en una hendidura, dejándome colgado en la punta. Miré a todos gritando por ayuda, pero estaba demasiado alto como para que me alcancen. Alguien tomó un palo y empezó a empujarme para que pueda soltarme. Sólo entonces caí, pero mi peso hizo que la tela se desgarre, y para cuando toqué las colchonetas que ponen bajo los postes un trozo de mi taparrabos se había rasgado.

Cuando Siagle terminó de contar su anécdota, los labios de Táleir habían trazado una expresión extraña. De repente, la expresión tomó la forma de una sonrisa. Volvió a lanzar una piedra que pasó entre dos nubes, luego su padre lanzó otra, y sin darse cuenta se encontraron compitiendo por quien las arrojaba con mejor puntería. El pequeño ya había accedido a mirarlo cuando le hablaba, pero justo en ese instante las pruebas del Kaigar llegaron a su fin. Un hombre viejo, cuyo pecho estaba revestido por una coraza de colmillos, garras y cuernos, colgaba collares de plumas en el cuello de los ganadores. Táleir se detuvo unos segundos a presenciar la ceremonia, y cuando resonó una nueva ronda de aplausos, su ánimo se volvió a ensombrecer.

—¿Olvidará la gente la competencia de este año, padre? ¿Podremos volver? —preguntó entonces.

—Trataremos, hijo, pero nuestro campamento tendrá que moverse algo lejos de esta zona, así que no puedo asegurarlo —respondió Siagle. Los galcas eran una federación seminómada. Se movían de un lado a otro siguiendo a las manadas de rumiantes, criaturas indefensas que vagaban por parajes remotos, huyendo de los coyotes. Además, debían escapar de los incendios, marejadas de fuego que al año número siete de Táleir habían devorado los territorios de Siagle y su comunidad. —De todas formas, celebraremos el Rádelgar al interior de nuestra tribu —concluyó.

—No es lo mismo —replicó Táleir —La celebración de hoy parece algo… importante.

—Y lo es —continuó Siagle—. Pero la altura de los postes es siempre la misma, y el temor a caer, igual de aterrador. La gente olvidará lo que pasó hoy, hijo. Y no debes preocuparte por superar la prueba en una ceremonia grande y fastuosa, pues, a veces, los mayores logros se realizan cuando no hay nadie a tu alrededor.

—Yo quiero que cuando logre atravesar los ocho postes estén presentes todos los que me vieron caer hoy día —continuó Táleir—. Sobre todo, mis primos mayores… Algún día podré hacer la prueba con los ojos vendados y ellos serán los primeros testigos. Me convertiré en el mejor de los atletas y no me volverán a molestar.

—Es un buen propósito, hijo; pero te será muy difícil conseguir el respeto de cualquiera si te obsesionas demasiado con ello —argumentó Siagle—. Te sorprendería saber el tiempo que puede tomar convertirse en un hombre respetado —Su voz había adquirido un tono serio, como si las últimas palabras de Táleir hubieran activado en su mente una imagen, una reflexión que no quisiera dejar escapar. Una solitaria gaviota voló hacia la pared del acantilado, aterrizó en una saliente de roca, luego en otra y después en la que le seguía hacia arriba, ascendiendo de a poco hasta no muy lejos de donde conversaban los dos. Siagle miró sus alas agitarse justo en el instante en que los festejantes desocuparon la explanada para meterse en sus tiendas. Poco más tarde saldrían con sus instrumentos para dar inicio al festival de la noche, y el jefe se preguntó si tendría el tiempo suficiente para contarle a su hijo la historia que acababa de recordar. Además, no sabía si era el indicado para contársela; por lo común esa tarea era encomendada a los memoristas, pero un chico así, tan inerme y desalentado… Quien mejor que su propio padre para ayudarle a encontrar la salida del agujero donde creía estar.

—Te contaré una historia, hijo, pero tu abuela no debe saber que fui yo quien lo hizo; tampoco tus tíos, tu hermano ni tus primos —le dijo —. Es la historia de una gran aventura, y del hombre que la realizó.

—¿Era un atleta? —preguntó Táleir. Le gustaban las historias de atletas.

—No exactamente —repuso su padre —Podría más bien decirse que, al menos en sus primeros años, era lo más lejano a un atleta que pudieras imaginar. Sufría de un defecto inusitado, lo acompañaba a todos lados la mala suerte, y en el inicio de su vida caminó siempre con la mirada gacha, como si temiera marearse con la sola idea de levantarla de sus pies.

—Jamás me habían contado historias de tullidos. Cuéntamela, padre, la quiero escuchar.

—Antes debes prometerme que no se lo dirás a nadie.

—Y a mamá, padre. A ella sí se lo podré contar, ¿verdad?

—A Mamá… —hizo una pausa, suspiró—. Solo a ella, hijo, a nadie más.

—Lo prometo, padre.

—Siendo así será mejor que tomemos asiento. La historia es larga y abarca muchos años, pero te la contaré de tal modo que conozcas su final hoy.

Entonces padre e hijo se sentaron sobre la redonda roca, y mientras el sol descendía, en la punta de aquel barranco, los sonidos de aquella vibración se empezaron a expandir.

 

**

—El hombre del que te hablo se llamaba Álaran, y vivía en Munmbura, un archipiélago selvático, muy lejos de aquí —dijo Siagle— Sus islas no lucían rocosas y amplias como las que nosotros conocemos: eran estas tan pequeñas como el más grande de nuestros campamentos, y las cubrían espesos bosques que en muchas regiones escondían la luz del sol. Estaban tan pegadas las unas a las otras, que las copas de los árboles juntaban sus ramas, dándole al espacio de en medio el aspecto de un intrincado laberinto de bajos, arrecifes y manglares. La inmensidad del lugar impedía que los Munmburianos se conocieran, pero había puntos, como el Mercado de los Matapalos, en que solían reunirse para comerciar. Era esta una feria levantada sobre palos de copaiba, larga, colorida, que bullía de gritos desde el alba hasta el atardecer. Lo atravesaban canales surcados por canoas construidas con la madera de los Frutipanes; pequeñas embarcaciones rebosantes de fruta, madera, carne de pescados, monos, serpientes, tortugas y especias de los sabores más exóticos que pudieras imaginar. Cabañas tan altas como cuatro de nuestras tiendas se erguían enredadas contra las ramas de los árboles en las riberas; cabañas bullentes todas de voces, vapores de cocina y alaridos de monos negros como el carbón. Por supuesto había también espacios silenciosos; taciturnas playas por las que nadie, hasta el último de los días, alcanzó a navegar…

«Sea como sea no ha existido lugar más fértil que Munmbura. Los cardúmenes revolvían sus mares durante todo el año y los arrecifes de coral estallaban bajo aguas cristalinas en chispazos de refulgente color. Durante muchos siglos, la vida en aquellas islas permaneció inalterada y pacífica hasta los tormentosos años, signados por inviernos cada vez más largos, en los que Álaran nació.

«Como ya te dije, Álaran tenía un defecto, pero no era un tullido. Sus piernas estuvieron siempre en perfecto estado. Lo que dificultó sus primeros años de vida fue su exagerado, inconmensurable tamaño. Era tan grande que su alumbramiento tuvo complicaciones, terminando por matar a su mamá. La partera hizo a la mujer elegir entre su vida y la de su hijo, y ella, quien durante la gestación había soñado varias veces con el pequeño, eligió sacrificar su vida para salvar la de él. Alcanzó todavía a escuchar su llanto al desprenderse de su cuerpo, a ver sus párpados abrirse con timidez ante el mundo y su luz. Abrazándolo contra su pecho quedó muerta, y desde que su esposo vio al bebé acurrucado entre los brazos del cadáver de su amada esposa, no pudo evitar mirar al recién nacido con enojo y desdén. Táligar, que así se llamaba, era uno de los jefes más poderosos de Munmbura. Podía tener cuantas esposas quisiera y sin embargo había elegido solamente una. Cuando falleció esta, jamás se volvió a casar… Culpó tanto al recién nacido que pensó en regalarlo a una tribu vecina, pero su fallecida esposa, quien al presentir su muerte le hizo prometer que lo cuidaría, lograba ablandar su corazón. Aun así, el rostro del recién nacido jamás le inspiró ternura, y tan pronto empezó a fallar en las tareas de la tribu se encontró a sí mismo azotándolo ante el más pequeño error.

«Quizá fue por eso que mientras crecía su espíritu fue invadido por una mala estrella, y su cuerpo, por una torpeza férrea que casi le costaría la vida derrotar. Tenía mala puntería para acertar a los monos con su cerbatana, le costaba demasiado esfuerzo abrirse paso entre los manglares de lodo, construir los techos de las cabañas, rastrear presas y hasta resistir el calor. Pese a su tamaño perdía siempre en los combates de lucha, y si sus hermanos llevaban una bolsa entera de pescados para la hoguera, Álaran atrapaba solamente crustáceos e insectos. Lo único que podía hacer con cierta destreza era subirse a los árboles, pero aún en eso era peor a los demás. El menosprecio de su padre creció al notar que se volvía cada vez más obeso; sufría constantes picaduras de culebra, el golpe de una fruta cayendo de un árbol o el tacto de una hoja irritando su piel. ‘A este chico no lo quieren los dioses’, pensaba Táligar para sus adentros, y mientras ese pensamiento cuajaba en su mente, la idea de deshacerse de él cobraba más vigor. En varias ocasiones estuvo por pedirle a sus guerreros que lo mataran con una flecha aparentando un accidente de caza, impulso que sólo la promesa hacia su esposa lograba frenar.

«La infancia de Álaran concluyó entre el aislamiento y los maltratos, y su décimo tercer cumpleaños coincidió con la época del ‘Átummbar’, una competencia amada por los Munmburianos tanto como nosotros amamos las olimpiadas del Rádelgar. Aquel pueblo vivía su vida en torno al océano, y todas sus creencias estaban emparentadas con él. Creían los seres vivientes provenían del vientre de Socolr, un kraken gigante que tras botar sus huevos se había recluido en el centro de la tierra para dormir y roncar. Sufrían erupciones y terremotos atribuidas a la respiración de la bestia, y vaticinaban que algún día, anunciando una transformación de las eras, ésta despertaría desordenándolo todo a su alrededor. La prueba era entonces una carrera de canoas con la que, según sus creencias, honraban el sueño de la criatura. Participaban casi todas las tribus, y recorría una gran parte de los laberínticos canales de los que te hablé.

«Fue entonces que Táligar encontraría la oportunidad perfecta para deshacerse de su hijo. El Atummbar se celebraba al inicio de la época de los monzones, magnánimos diluvios que solían producirse justo tras la carrera, y que desde hacía algunos años parecían estar aumentando su caudal. Los participantes eran los hijos varones de los jefes, y como podrás imaginarte, Álaran era también en aquello un muy mal competidor. No sólo era lento para manejar el remo, sino también torpe para orientarse por los laberintos de agua, maniobrar entre los manglares y débil para resistir el dolor. El día de la carrera sus músculos perdieron fuerza no mucho después de haber partido, dificultando su avance y haciéndole perder de vista a los demás. No pasó mucho tiempo para que se diera cuenta de que estaba perdido, y atrapado en el naciente diluvio, cayera en la desesperación. Táligar había estado esperando cierto tiempo su llegada en la meta; pero tan pronto la tormenta se dibujó en el cielo como un marasmo de nubarrones oscuros, bastó un simple gesto suyo para que los guerreros y él abandonaran la orilla y regresaran a la tribu sin mirar atrás.

«Para entonces las playas del archipiélago ya habían sido invadidas por una poderosa lluvia. Álaran se encontró atrapado entre tumbos de mar que ondulaban como sábanas al viento, salvajes estremecimientos de agua que le impidieron alcanzar la orilla. Cuando la canoa se empezó a inundar pensó en la tormenta como el final de una vida de torpezas; como un suceso al que cualquier otro Munmburiano sobreviviría, a excepción de él. Dicen que la embarcación estaba ya casi hundida cuando un calor electrizante recorrió su cuerpo. Una fulminante luz encandiló sus ojos. Oyó un inaguantable grito sacudir sus tímpanos; su cabeza tocó la superficie dura de la canoa y todo a su alrededor se oscureció.

—¿Qué le pasó? —preguntó Táleir sin esperar la continuación de la historia.

—Un rayo le cayó encima —respondió Siagle.

Táleir sintió un nudo en la garganta.

—Si dices que es la historia de su aventura es porque sobrevivió, ¿cierto? —preguntó aprehensivo.

—Aunque no lo creas, sobrevivió —continuó Siagle—. Cayó desmayado en su bote, y justo después se levantó una ola que lo arrojó a la arena, salvándolo de ahogarse. Yació allí durante toda la noche, con la marea avanzando y retrocediendo muy cerca de su cuerpo. El costado izquierdo de su espalda estaba marcado por una profunda quemadura que se extendía desde la lumbar hasta el cuello, pintando su piel de rojo como un latigazo del cielo.

—Para haberle caído un rayo, una cicatriz me parece poco —opinó Táleir.

—La cicatriz no fue el único rastro del accidente —repuso su padre—. Al despertar al día siguiente, Álaran se encontró en un mundo de tinieblas. No se sabe cuánto tiempo estuvo inconsciente, pero dicen que nada más abrir los ojos escuchó a su lado la dulce voz de una anciana, la vibración de unos tambores, el pisoteo de unos pies y los murmullos de unas niñas. Los sonidos parecían venir desde muy cerca, y sin embargo, era incapaz de ubicarlos. Estaba seguro de que tenía los párpados abiertos, pero aun así todo estaba oculto por las sombras. Al palpar esa oscuridad, se apoderó de él un pánico inusitado. Frotó la cuenca de sus ojos, empezó a llorar y tanteó con sus brazos el aire vacío implorando por ayuda. Su malherido cuerpo cayó del camastro en el que yacía produciéndole un dolor punzante en la espalda; y comenzaba a arrastrarse por el suelo, agonizante de dolor, cuando la anciana cuya voz escuchó levantó su cuello, lo arrimó contra sus piernas y le dio a beber un brebaje que le sumió en una somnolencia profunda. Durmió sin moverse ni siquiera un poco, soñando con una canción sedosa, vital. Al despertar había olvidado el Atummbar y el dolor de sus heridas; pero cuando los recuerdos volvieron sintió el peso de la realidad aprisionar de nuevo su pecho, aceptando al fin, entre lágrimas, que había quedado ciego. Dicen que lo que palpo entonces fue un horror profundo, y deseó no seguir existiendo.

—Herido y ciego, no me extraña. Parece que de verdad no lo querían los dioses, como dijo su papá —opinó Táleir con melancólica voz.

—No juzgues antes de tiempo —acotó Siagle. Porque no hay rayo que caiga en el lugar equivocado… y es fácil juzgar a la tormenta sin conocer el germinar de la hierba. Es aquí donde la historia de Álaran daría un vuelco, porque la anciana que le dio el brebaje era ‘Áulia Ceragal-Haila’, una tejedora de redes que, pasada ya la tormenta, lo encontró malherido sobre la playa. Estaba recostado boca abajo, apenas respiraba, y a su alrededor se habían posado una veintena de gallinazos que levantaron el vuelo cuando sintieron a la mujer acercarse. Ella auscultó con atención la cicatriz del hombre, comprobó que estuviera vivo y lo llevó hasta su choza en una desgastada carreta.

«No puedo continuar la historia de Álaran sin contarte un poco de la de Áulia, pues ambas estarían conectadas de maneras quizá un poco difíciles de descifrar. Como te decía, ella era la encargada de tejer redes para los pescadores, pero aquella no era su única habilidad. En la aldea la conocían también por sus dotes curativas y por su magia, la cual consistía en comprender el lenguaje de todos los animales que pudieran emitir sonidos, y practicar rituales indecibles replicando su voz. Sus dones, sin embargo, no eran del agrado de los aldeanos, pues la magia femenina se consideraba un arte oscuro entre aquella gente, razón para que la evitaran con desconfianza y temor. Sólo el jefe de la tribu, llamado Rialge, le tenía cariño y respeto. Áulia había sido esclava de su familia desde que fuera niño, y cuando este creció y tuvo su primer hijo, ella lo salvó de una mordedura de serpiente practicando un rito un tanto… especial. Desde ese día los aldeanos le temieron como si fuera la peste, pero el jefe de la tribu la liberó y ordenó se le construyera una choza donde pudiera perfeccionar sus artes y vivir hasta la vejez. Permaneció desde entonces recluida en ella, aislada de todos, pues además de su magia era bien sabido que no adoraba a Socolr sino a Bausi, la ballena. Para Áulia, la vida en Gaéligua no provenía del vientre del kraken gigante sino de todos los cetáceos. Decía haber soñado con una gran asamblea donde se habían reunido para hilvanar un imperecedero cántico. El resultado había sido una armonía entre cuyas notas emergió el vaporoso hálito de todo lo que existe. Bausi y sus hijas seguían reuniéndose en un océano de brumosas aguas, enhebrando vibraciones cuyos hilos nunca se tendrían que rasgar.

«Así pues, Áulia sólo tenía contacto con los emisarios de Rialge, quienes se encargaban de llevar y traer sus encargos. El resto del tiempo se la pasaba tejiendo, pescando y cuidando su huerto. Se acostumbró a una vida solitaria y silenciosa; realidad que cambió, no obstante, cuando encontró a las siamesas.

« ¿Recuerdas que al despertar, Álaran escuchó unas voces infantiles? Pues resulta que algunos años atrás la tejedora había soñado con unas niñas. Se llamaban Koti y Lora, y no puedo continuar la historia de Álaran sin hablarte de ellas tampoco. Su hallazgo fue también algo… inusual. Dicen que Áulia buceaba en sueños cerca de una costa arenosa cuando una vaina apareció a su alrededor, emitiendo una onda de vibraciones que arrancó hordas enteras de burbujas submarinas. Las pequeñas esferas revolotearon contra el traslúcido fondo del mar; algunas se reventaron y otras ascendieron hasta desvanecerse muy cerca de la superficie; pero una de ellas, más sólida que las otras, logró emerger convertida en un embrión dorado.

—¿Qué es eso?

—El lugar donde nos guardan nuestras madres antes de que nazcamos. Áulia despertó muy temprano por la madrugada, bajo el arrullo de una voz que le pedía acercarse desde un punto más allá de donde rompían las olas. Con su pequeña canoa se acercó a un islote donde el voluminoso cuerpo de Bausi giraba exhibiendo su moteado abdomen. Entre las suaves ondas de agua flotaba una canasta con las niñas dentro, y la tejedora descubrió que, como negándose a soltarse, habían nacido pegadas. El antebrazo derecho de una se unía al antebrazo izquierdo de la otra, como una sola extremidad que terminaba en sus hombros y se doblaba en el medio. ‘Cuídalas’, pareció decirle la ballena cuando enfiló sus mandíbulas hacia ella. Luego se marchó.

«Áulia tuvo cuidado de esconderlas cuando las llevó de regreso a la aldea, pues los Munmburianos eran por naturaleza hostiles con los débiles, los tullidos y los deformes; y ella sabía que, de notar su presencia, considerarían a las siamesas como una maldición. Logró mantenerlas ocultas durante algo más de tres años, pero un día, por su ánimo inquieto, se alejaron de la choza más de lo habitual. Una mujer que recogía larvas en los árboles las vio, regando la noticia por todo el poblado, y pocas horas después una muchedumbre rodeaba la estancia de Áulia, poseídos por la ira, el miedo y el furor. Nunca hasta luego de muchos años sentiría Áulia un terror como el que sintió ese día, pues ninguno de sus conjuros le servía para protegerse de una amenaza como aquella. Su magia estaba hecha para curar y descifrar el curso del universo; no para combatir la violencia directa de una horda que deseaba calcinar su corazón.

«La tejedora se acercó entonces a Rialge, anegada en lágrimas, postrándose a sus pies. ‘Permíteme cuidarlas, Rangui[1], las alimentaré yo misma y les enseñaré lo que sé’ le rogó. ‘La noche antes de encontrarlas soñé con ellas; me las trajo Bausi. Los océanos han estado muy revueltos los últimos años, Rangui… No todos los días ponen una criatura suya bajo nuestra protección.’

Rialge escuchó atentamente sus palabras, y aunque le incomodaba contradecir la voluntad su gente, el respeto que tenía por Áulia y sus sueños prevaleció. ‘Podrás cuidarlas, pero tendrán que vivir separadas del resto, como lo has hecho tú’.

«Koti y Lora crecieron bajo el cuidado de Áulia, a quien llamaban Tibu[2], y cuando ésta encontró a Álaran, trató de convencerlas de que le ofrecieran su compasión.

«‘El Rangui me permitió cuidarlo, niñas. Le conté que los gallinazos me llamaron desde la playa porque se negaban a dejar que muera, aunque tuvieran hambre. Ellos son los guardianes del umbral que separa nuestro mundo del de los muertos. Si el ciego está aquí es por algún motivo. No sé cuál es; pero desde hace algunos años ya no puedo escuchar la música de las ballenas. Ni siquiera en sueños. Al principio sus voces sonaban rasposas, como si les hubiera agarrado un catarro; después sencillamente dejaron de cantar. No creo que se hayan marchado muy lejos porque cuando navego con mi canoa puedo sentir el agua vibrando por el avance lejano de sus cuerpos. No… pasa otra cosa. A lo mejor… a lo mejor se callaron porque quieren que escuchemos algo diferente… Algo sutil. Así que debemos estar atentas a todo lo que pase alrededor nuestro. Debemos considerar cada suceso como algo importante. Pero, sobre todo, niñas, debemos escuchar.’

«Áulia siempre parecía querer enseñarle algo a las siamesas, pero sus palabras eran casi tan misteriosas como la conducta de las ballenas. Cuando hablaba así, las hermanas se limitaban a mirarla con sus enormes ojos almendrados, asintiendo con la boca abierta. Con ese mismo gesto habían recibido al ciego la noche en que la tejedora lo dejara sobre el camastro, y cuando este empezó a llorar y a quejarse, Koti abrazó a su gemela como si tuviera ante sí una criatura abominable y feroz. Huían siempre que el desconocido las miraba, como si temieran esos otros ojos que parecían no apuntar a ningún lado, o presenciaran algo más allá de toda comprensión. En nada ayudaban los escalofríos que el gigantesco hombre padecía durante las tormentas. Cuando caían truenos se arrastraba a refugiarse bajo el camastro; entreabría y cerraba los labios como si estuviera a punto de decir algo, y sus párpados aleteaban como las alas de un colibrí. Incluso cuando había buen clima parecía perderse en algún punto más allá de las nubes, estático, como si fuera un árbol caído esperando la descomposición. Semanas luego de su llegada ya nada más lo ignoraron, y mientras Áulia cuidaba el huerto o preparaba la comida, lo dejaban recostado contra la pared externa de la choza, víctima de un llanto silencioso imposible de contener. Dicen que durante todavía un tiempo esperó que su padre lo encontrara. A veces caminaba desorientado vociferando algo sobre tener que buscarlo, sufriendo estrepitosas caídas que remecían su espalda con un filoso dolor.

«Y, sin embargo, serían las siamesas, tras un suceso minúsculo, perdido entre aquellas tardes de remota calma, quienes lograrían sanar en algo la herida del abandono paternal.

El ciego descansaba contra la choza cuando, como un intrépido mono, intentaban escalar una rugosa palmera en busca de un coco que, según decían, era más grande que los demás. Álaran pudo imaginar sus delgados tobillos dibujando sombras en la tierra, sus cabellos negros ondeando al viento, sus rodillas sucias y las diminutas heridas de su piel. Toneladas de información inundaron su cabeza cuando el antebrazo compartido de las siamesas se estiró y comprimió decidiendo hacia dónde dirigirse; y tan pronto empezaron a escalar esa palmera, la memoria de un sueño futuro irrumpió en él como una briza fría y potente, una voz que le aseguraba que ya había presenciado aquello, que en algún momento ya había estado allí…

«‘Solo apóyate con toda la pierna’, reclamaba Lora a su hermana, quien se negaba a subir. ‘Es que… me da miedo’, respondía Koti luchando por alcanzar una hendidura en la cual sostenerse, temblando por el esfuerzo y sin poder ascender. El movimiento de sus cuerpos desestabilizó a Koti hasta que resbaló llevándose a Lora. Cuando cayeron, cundió entre ellas el llanto. Koti halo el cabello de su hermana, Lora respondió con una bofetada y luego giraron una sobre otras envueltas en el pegajoso lodo. Se rasguñaron la cara y lucharon entre mordidas y pellizcos, y dicen que casi se arrancaban sangre cuando Álaran se les acercó a trompicones, las tomó de los hombros y las separó.

‘¡Niñas, dejen de pelear!’, les dijo. Al saber que Áulia no estaba cerca para terminar la pelea sintió el impulso de ponerle fin y ayudarles a completar la misión en la que estaban envueltas. ‘Conseguiremos ese coco. Súbanse a mi espalda, escalaremos los tres’ —propuso. Las niñas dejaron de llorar ante la propuesta. Entre resuellos, se arrimaron a la espalda del ciego como si nada hubiese sucedido; estaban otra vez con la boca abierta, visiblemente sorprendidas, escépticas quizá.

Aferrándose a Álaran se dejaron llevar hasta la palmera y una vez ahí lo guiaron para que supiera dónde colocar los pies y las manos. ‘A la izquierda, no… ahora a la derecha, más arriba’, le dijeron, y así poco a poco llegaron hasta la copa. Lora golpeó la fruta con una pequeña estaca, Koti con un collar de tela que solía vestir; Álaran meció las ramas bajas hasta que los golpeteos y el movimiento constante lograron que cayera acompañada junto con varias otras. Cuando los frutos tocaron el suelo las niñas prorrumpieron en gritos de júbilo y ‘¿ahora, cómo bajaremos?’, preguntaron al unísono después. Su respiración estaba agitada, pero para Álaran no existía un arriba y un abajo, solo una inmensidad negra por la que descendió casi sin contemplación.

En lo que quedaba de la tarde su mirada lució un tanto más serena, su ánimo presente, la curva de sus labios dibujada en un ángulo de tímida satisfacción. Se había propuesto a darles a esas niñas un único coco, pero en su intento había conseguido casi una decena, un festín entero para disfrutar.

Desde ese día, Álaran y las niñas jugaron juntos. Cuando Áulia volvió del huerto, ellas la abrazaron entre los restos de los cocos descarados, le contaron a viva voz sobre la proeza y le ofrecieron de comer. La tejedora se postró frente al altar donde tenía la imagen de una ballena, sonriente, y en adelante disfrutó los juegos de los tres chicos con mayor regularidad. Koti y Lora comenzaron a llamar a Álaran como ‘Lutai’, que en su lenguaje significaba ‘hermano’, y él las llamaba ‘Sauril’, hermanas. Se hicieron más frecuentes las excursiones a otras palmeras, a otros bosques de altísimo verdor. Áulia cosió una cesta de paja para que Álaran pudiera cargarlas sobre su espalda, un artefacto amplio, acolchado en los extremos, tejido con el mismo material de la canasta en que las encontrara aquella lejana madrugada en el mar. ‘Así se sentirán más protegidas’, pensó la tejedora mientras anudaba las hebras. Gracias al invento se aventuraron a otros bosques, a ramas desde cuya cima sentían con más vigor el abrazo del sol. Se la pasaban todo el día sobre los árboles, y cuando volvían a casa dormidas en la cesta, era Álaran quién las arropaba y las hacía dormir.

En adelante y durante algo menos de cinco años, emprendieron los cuatro la misma rutina, con lo cual Álaran aprendió a reconocerlo todo por las niñas y su voz. Sus juegos se unían casi siempre con las tareas de Áulia. La acompañaban en sus faenas de pesca, le ayudaban a cosechar yucas y a tejer redes; aprendían sus artes mágicas, ahumaban pescados en hojas, tostaban larvas de gusanos, hervían sopas de verduras y marinaban mariscos frescos atrapados en el lodo del manglar. Los días de los cuatro amigos transcurrían como un sueño plácido de fogatas en playas de arena blanca, batallas de lodo, buceos en coralinos bajos, expediciones en galerías de intrincada piedra, jornadas de fructífera pesca y canciones de melodioso resplandor. Dormían abrazados los unos a los otros, y las cabelleras onduladas de cada gemela amanecían un tanto despeinadas, arrimadas cada una al hombro de su Tibu y de su hermano mayor.

«Pero más allá de su isla, el viento seguía soplando. Munmbura fue siempre un archipiélago anegado por las lluvias, pero los diluvios del cuarto invierno de haberse conocido duraban días, como si no fueran a terminar nunca. Había quienes se dedicaban a contar el goteo de los techos para pasar las horas de ocio, y aunque a los niños les gustaba jugar en los charcos de los patios, el murmullo de las gotas al caer terminaba por adormecerlos. Casi sin darse cuenta se encontraban soñando en sus hamacas, sobre las copas de los árboles y entre la leña apilada bajo los cobertizos.

«Sucedió entonces que durante uno de aquellos diluvios, Áulia y las niñas despertaron por la voz de Álaran, que emitía un balbuceo extraño. Koti fue la primera en notarlo. No supo si estaba dormido o sólo deliraba, pero el cuerpo del hombre estaba temblando, empapado por un sudor frío y brillante. Al acercarse, la pequeña notó sus labios estremecerse por una melancolía sublime. Los dedos de sus manos giraban dibujando formas, los párpados de sus ojos tiritaban como si tuvieran frío, y su respiración, pausada, inhalaba y exhalaba aire con una exagerada profundidad.

«‘¿Qué le pasa, Tibu?’ preguntó Koti abrazando a su hermana. La anciana trató de despertar a Álaran, pero el trance en el que estaba parecía haberlo atrapado. Mientras los truenos sonaban, su voz empezó a emitir una vibración que se transformó en algo similar a palabras, un lenguaje distinto al de cualquier animal sobre la tierra o cualquier combinación entre ellos que pudiera existir. Las tres trataron de hallar una correspondencia entre la voz de Álaran y la de los pájaros, las ranas o los grillos: esas palabras tenían que provenir de algún ser vivo, pensaban, y su desconcierto no hizo más que acrecentarse cuando Koti tomó una de las redes de Áulia, y, en ella, comenzó a escribir.

«‘Lo entiendo’, dijo entonces con sorpresa. ‘Nos quiere decir algo. Me suena todo muy claro, pero a la vez, incompleto; y no quiero olvidarlo’, continuó mientras ataba la red con nudos. La escritura de aquellas personas era distinta a la que conocemos hoy, hijo. Consistía en atar nudos para representar ideas o símbolos. Para ese entonces Koti apenas había aprendido a manejarlo, pero contó con la destreza suficiente para atar tres nudos distintos. Repitió el mismo procedimiento cuatro veces más a lo largo de la soga, hasta que, al fin, como si se librara de un considerable esfuerzo, la tendió pesadamente sobre el camastro.

«Áulia observó la soga, donde podían leerse tres palabras: ‘Frutipan, costilla, nubes’. ‘Repite lo mismo una y otra vez, Tibu, cada vez más fuerte’, comentó Koti ante el atontado semblante de la anciana. Como viera que el ciego no añadía más palabras a su delirio, ésta sobo con delicadeza la frente del joven, recitó una oración de sonoridades dulces y logró hacerle dormir.

«Al despertar, Álaran conservaba retazos del trance. ‘Recuerdo algunas cosas, Sauril, pero no puedo entenderlas’, comentó cuando Koti y Lora le abordaron con preguntas. Antes de continuar hizo una pausa, tratando de organizar sus ideas. ‘Desde que me cayó ese rayo, oigo una voz. A veces viene de afuera, y a veces del interior de mi cabeza. Es una voz bonita, suave como el roce de sus cabellos. Una voz que canta. Cuando la escuché por primera vez pensaba que era de Áulia, pero ahora sé que es una distinta. La puedo escuchar al estar despierto, aunque la mayoría de las veces viene a mí mientras duermo, y ayer… Creo que ayer tomó forma. Caminaba yo sobre un arenal húmedo, soleado, de aguas bajas y cristalinas donde se reflejaban las nubes del cielo, cuando alcancé a divisarla… Llegaba desde atrás de una mujer pequeña, vestida por coloridos ropajes, morena como la leña. Ella estaba parada sobre una duna, y aunque muy a la distancia, alcancé a distinguir sus labios. Noté que los movía al compás de la música, y sentí su vibración animándome a acercarme. Entonces di dos pasos en dirección a Ella, pero nada más hacerlo, me sentí desfallecer. Bajé la vista y miré el reflejo de mi cuerpo desintegrarse con el viento, convertido en una montaña de arena, y fue entonces cuando supe que sólo estaba soñando, y que despertaría otra vez ciego, sumido en una oscuridad completa. De la canción recuerdo solamente su belleza. Su belleza y una palabra vaporosa, líquida, total: Lautaga.’

«Álaran pronunció esa palabra y una repentina ráfaga de viento azotó las paredes de la choza, haciéndolas temblar.

«Áulia tuvo que esforzarse para escuchar las palabras del ciego, pues el sonido de su propio corazón vibraba desbocado en su pecho. Le resultaba evidente que el sueño de Álaran era similar al suyo, y que tenía un mensaje implícito necesario de revelar. ‘El vino aquí para contárnoslo’, pensó un poco más tarde. Luego miró por la ventana el jugueteo de las niñas en el patio, quienes se balanceaban en una hamaca. ‘Y ellas, para traducirlo’, completó. Le parecía increíble que hubieran aprendido a comprender la voz de la naturaleza en tan poco tiempo, pero, sobre todo, aquel extraño lenguaje que ni ella misma podía descifrar. Aunque no tenía la certeza del significado de aquellas tres simples palabras: ‘Frutipan, costilla, nubes’, se puso en la tarea de construir una embarcación que se dejara guiar por el viento, y cuando las niñas le preguntaron los motivos, ella no les dio más que respuestas imprecisas, vagas. En su interior no encontró más que intuiciones, clarividencias nebulosas, presentimientos. Optó por asegurarles que deberían usarla pronto, sin saber, sin embargo, sobre cuándo llegaría ese momento, ni cómo, ni por qué.

«Pasaron unos meses más de lluvias tristes, siestas interminables, sueños. Durante el tiempo en casa, Áulia continuaba enseñándoles a las niñas el arte de entender a los animales, y durante los escasos momentos en que salían, les instruía en nuevas técnicas para pescar. Lora era la más hábil en atrapar los crustáceos y peces, pero Koti aprendía la magia con más facilidad. Cuando Álaran deliraba, era ésta última quien lograba traducirlo. El sueño del ciego no arrojaba pistas sobre el sentido de las tres palabras, pues lo único que veía durante sus delirios era esa mujer morena, pequeña, dibujada a lo lejos como una alucinación. Ella seguía replicando la canción con sus labios, y a medida que la melodía crecía en fuerza, los pasos Álaran se le acercaban un poco más. Sentía crecer dentro de sí las ansias por hablarle, pero cuando intentaba acercarse sus extremidades volvían a disolverse, convertidas en una montaña de arena mojada y sal.

«Por mucho tiempo, Áulia buceó en la bahía para encontrar ayuda en la voz de las ballenas, pero aquellos seres eran caprichosos, y seguían negándose a hablar. Al final, sus presentimientos fueron confirmados por sucesos de la aldea, pues el agua de las lluvias había ascendido cada vez más bajo las chozas, ahogando animales y levantando plagas de mosquitos que acabaron con más de la mitad de la población en cuestión de semanas. Los Munmburianos solían hacer sacrificios a los dioses para disuadirlos de provocar catástrofes, pero ninguno sirvió para aplacar un temporal errático, que no paraba de enrarecerse. Nadie podía entender por qué de un momento a otro la mala fortuna se había cernido sobre la aldea, y cuando ya no bastaron las explicaciones de los magos del pueblo, la vista de todos se movió de forma inevitable hacia la niña de dos cabezas que vivía con la bruja junto al manglar. No obstante, Rialge se negó a culpar a Áulia del desfavor de los dioses, de modo que cuando los aldeanos se le acercaron con quejas, él las desestimó sin prestarles mayor atención.

«Una tarde de inusual buen clima, la tejedora oyó un lejano rumor traspasar las copas de los árboles. Ella despedazaba un cangrejo mientras Álaran dormía junto a las gemelas, y cuando se asomó a la ventana para comprobar su origen, divisó un grupo de siluetas que, portando lanzas, se abalanzaba contra las puertas de una choza redonda. Una vez dentro, los sonidos de antes, mezcla de amenazas y arengas, se transformaron en ruegos; y un par de hombres emergió de la estancia arrastrando otro que parecía no ofrecer resistencia. Segundos después otro grupo de cuerpos fueron arrastrados hacia el patio, cuerpos que le pareció notar eran divididos en partes mientras sus victimarios saltaban y aullaban, pintándose el pecho con trazos de sangre. Luego la edificación entera se iluminó por el fuego mientras la tejedora se tapaba la boca en un gesto incrédulo, y la olla donde cocinaba el cangrejo caía con un fuerte estrépito al tocar el suelo. Había reconocido tanto al primer hombre arrastrado como a la vivienda. Era la choza de Rialge.

«Crepitaron pasos en la hojarasca. Áulia cortó la escalera de entrada, tomó las bolsas de provisiones, y, colgándose las escrituras del sueño en el cuello, urgió a todos a salir.

Dicen que tan pronto despertó a las gemelas, Álaran empezó a delirar dormido con un tono más alto de lo acostumbrado. Vertía caudalosas lágrimas por los ojos, y su respiración sonaba como la de un animal a punto de fallecer. Koti apenas pudo retirar la vista del trance del ciego, sintiendo su respiración agitarse con una premura similar. ‘¡Lutai, Tibu! ¡Lutai nos dice que huyamos también! ¡Nos dice huyan! ¡Se tienen que ir!’, exclamó la pequeña mientras su hermana la jalaba con desesperación del brazo. Para entonces los hombres de afuera escalaban por los postigos de la choza con cabos y cuerdas. Koti trató sin éxito de despertar a su hermano adoptivo, quien además de sus acostumbrados balbuceos, empezaba a ser víctima un irrefrenable temblor.

«Entonces Áulia tocó a Álaran en el hombro, tomó un insecto que habitaba cerca de su altar, y, cerrando los ojos, pronunció una oración en el gutural idioma de los escarabajos peloteros: ‘tú que deambulas por los suelos arrastrando montañas de tierra con tu diminuto cuerpo; otórgame algo de tu fuerza para mover con mis endebles brazos a este hombre montaña; aunque sea solo por este día, aunque sea un instante, aunque luego mis días se acorten por tomar aquello que te pertenece a ti’. El escarabajo cayó desmayado, y tan pronto sus patitas quedaron quietas apuntando hacia el techo, la anciana levantó a Álaran como si fuera una pluma, colocándolo sobre la inconclusa canoa donde ya tenía lista una bolsa con provisiones, medicinas, una amplia vela y redes para pescar.

‘¡Suban, niñas!’, les ordenó a las siamesas. Koti y Lora se sentaron en la punta, Álaran yacía derrumbado en el centro y Áulia empujaba la embarcación con un largo yuloh desde atrás. Lograron así alejarse de la orilla, avanzando con torpeza y balanceándose a punto de caer. El peso de Álaran ralentizó su escape, pero aun así lograron llegar hasta los manglares, que se abrían hacia una amplia bahía pintada por los tintes dorados del sol. A diferencia de los días pasados, el mar, bajo y cristalino, parecía estar en calma. La choza donde habían vivido empezó a asemejarse a un punto ocre empotrado entre los árboles. Áulia apenas se despidió de ella cuando encontró ante sí el océano abierto, pues pese a todo se sentía optimista, imaginando un porvenir poblado de corrientes de aire, cálidos rayos y viajes en estancias de nuboso esplendor.

«‘¡Llegaremos a…!’, estuvo por decir, pero apenas despegó los labios las palabras se le atoraron en la boca. Un espumarajo de sangre le corrió por la barbilla, manchando su cuello y las escrituras que, apenas sintió el dolor en sus ligamentos, dejó caer sobre la barca. Las siamesas voltearon la vista al oír un estentóreo gemido, y al instante, las piernas de la anciana comenzaron a flaquear. Por un instante no comprendieron por qué se agarraba con firmeza el lado izquierdo de su pecho, hasta que vieron la punta de una flecha muy grande, asomándose como un filoso colmillo bañado en sangre y piel.

«Ni Álaran ni las niñas tuvieron tiempo para sostener el cuerpo quien fuera su madre. Ella perdió el equilibrio y cayó directo en el agua, con un salpicón que los bañó de la cabeza a los pies. Justo cuando trataron de subirla a la barca una serie de flechas empezó a caer en torno a ellas, y Álaran despertó. Para entonces el rostro de Áulia había empezado a hundirse con la expresión emocionada de quien está a punto de conocer a los dioses. Álaran oyó el sonido de las flechas rasgar el aire a pocos palmos de sus hermanas, imaginando con claridad todo lo que pasaba a su alrededor. Tomó entonces el mástil de la barca halando a las pequeñas hacia atrás y abriendo la vela para protegerlas. Las flechas seguían cayendo mientras las siamesas prorrumpían en protestas. Lora fue la primera en decidir lanzarse al agua para rescatar a Áulia, pero Álaran la retuvo con un jalón que la hizo chocar contra los bordes de la canoa, provocándole un raspón en la mejilla y un moretón justo sobre la cien.

«De súbito, un repentino viento sopló desde el occidente, inflando la vela. Fue una bocanada de aire tan fuerte que alejó a la barcaza del ataque. Las flechas quedaron atrás hundiéndose frente a ellos; la tejedora quedó también atrás, y la isla se desdibujó en el horizonte como el caparazón de una tortuga emergiendo hacia la superficie. Luego no se abrió a su torno más que el azul inabarcable del océano. El graznido de las últimas gaviotas se disolvió como un eco distante; pero el llanto de las niñas continuó sonando hasta mucho después.

 

**

Para cuando Siagle terminó de narrar el escape, Táleir estaba a punto de llorar. ‘No hay otra forma de contarle las historias, tiene que conocerlas tan crudas como ocurrieron’, pensó su padre. Lo único que hizo para consolarlo fue tocarle cariñosamente el hombro; luego miró con atención la caída del acantilado, cada vez más oculta por un manto vaporoso y blanco. Del lado del campamento habían vuelto a congregarse una docena de festejantes, quienes, recuperados de la jerga vespertina, entraban a sus tiendas buscando los objetos para la ceremonia final. Cuatro de ellos comenzaban a ascender la colina unos cuantos metros hacia la izquierda de Táleir y su padre, portando palas de piedra.

—¿Murió, padre? se animó a confirmar Táleir tratando de contener el llanto.

—Murió. O al menos eso es lo que narran las historias hasta el día de hoy —Confirmó Siagle.

—Todavía no lo entiendo, ¿por qué me cuentas este relato? ¿Significa algo que no puedo comprender? —cuestionó Táleir.

—Nadie lo comprende por completo todavía. Sé paciente, porque el relato aún no termina. ¿No te has preguntado por qué Álaran, al decir de Koti, les exhortó también a que escaparan?’

—Quizá pudo sentir a los asesinos. Su asedio se infiltró en el trance y reaccionó al peligro.

—¿Y no reaccionó a los empujones de Koti cuando trató de despertarlo…? No, Álaran estaba soñando otra vez algo; así se lo confesó a la más pequeña de sus hermanas cuando, tras horas de llanto, quedaron ambas en silencio.

«Para entonces la canoa estaba ya muy lejos de la isla; la noche había llegado, luego el día, y sólo al llegar el alba se quebró el silencio entre los tres amigos. Un inclemente sol extendía sus rayos en el centro del cielo; y aunque no se avizoraba tormenta alguna, los tumbos del mar se levantaban constantes y altos, remeciendo la embarcación como un frágil juguete. En Munmbura era frecuente toparse con orillas de playa. El océano por el que vagaban, sin embargo, se abría a su alrededor sin fronteras, desparramado en ondulantes trazos.

«Lora sintió el balanceo del agua acumular el vómito en su estómago, y Koti se arrimó a la borda para expulsarlo por la boca. Quedaron luego tendidas sobre el casco, protegiéndose del sol con un manta que encontraron junto a la vela. Álaran limpió los labios de su pequeña hermana, le ofreció después un vaso de agua dulce y trató de hacer mismo con Lora, pero la niña había ocultado todo el rostro bajo la manta, y cuando Álaran tiró de ella para retirarla, ésta la retuvo con una fuerza un tanto inusitada, girándose hacia un costado.

«‘Está muy triste por Áulia, Lutai’, dijo entonces Koti. ‘Ahora está recordando el momento en que cayó al agua, y le va a costar mucho tiempo olvidarlo’.

«Álaran trató de contener la angustia arrebujada en su estómago, remojó un paño en el cántaro de agua dulce y lo colocó sobre la frente de Koti. Revisó después la bolsa de provisiones, donde sintió el contorno de frutas, yucas secas, raíces y una gran variedad provisiones e implementos de pesca. Parecía como si Áulia hubiese nutrido la embarcación con previsiones necesarias para sobrevivir durante semanas, incluso meses.

«‘Dime Lutai’, ¿por qué nos pasa todo esto? —preguntó entonces Koti, quien, protegiéndose con las manos del sol, lo observaba—. ‘Áulia nos decía que existe una razón para todas las cosas, en especial para lo que nos sucediera a nosotros…; pero la lluvia, las enfermedades, el odio de los aldeanos: todo me parece demasiado abrupto y confuso. ¿De verdad somos una canción de los dioses, o más bien su capricho?

«‘De lo segundo nada, Sauri’, contestó Álaran. ‘Esto tiene una razón. La mujer de mi sueño me lo dio a entender… Todavía puedo escucharla, ya no sólo en mi interior sino también en el viento. Todo el tiempo está ahí, incluso ahora.’ Hizo una pausa para tocar con concentración los nudos de la soga y la cicatriz del rayo. ‘La tarde en que escapamos volví a escucharla. Me encontré otra vez en esa llanura de arena húmeda, pero entonces el agua había ascendido hasta las rodillas. La mujer morena y pequeña se me apareció de nuevo, luciendo un vestido que parecía cambiar de color con cada ondulación del aire. Se alejaba de mí sin regresar a verme, repitiendo esa canción que avivaba mi deseo de tenerla enfrente. Yo le grité, pero como parecía no escucharme caminé hacia ella temeroso de volver a disolverme. Mientras lo hacía noté que el caudal escalaba por mis muslos hacia mi cintura. El lugar oscurecía. Al estar más cerca noté que su voz tomaba la entonación de un ruego, de una súplica. No pude concebir a esa mujer sufriendo de esa manera. Me invadió entonces una sensación de orfandad profunda, de ser como la chispa de una hoguera a punto de extinguirse. Aun así, tuve el valor de tomarla del hombro para consolarla, y fue entonces cuando pude ver su rostro. Sus ojos eran amarillos y grandes, pero aun así lucían apagados, y lloraban. Apenas puedo describir la incontenible copiosidad de sus lágrimas: cascadas enteras se desbordaban por sus sedosas mejillas hasta sus multicolores ropajes aumentando el nivel del humedal. Ella se lanzó hacia mí en un abrazo que me llenó de bienestar y regocijo, pero al instante tomó mi rostro entre sus manos, alineó sus pupilas con las mías, y entre sollozos me dijo: ‘¡Huyan! ¡Se tienen que ir!’

«‘El caudal ascendió hasta el nivel de mi pecho en un parpadeo. Tan pronto me hizo esa advertencia la mujer se soltó de mis brazos y cayó en el agua con los ojos cerrados, sin hacer ningún esfuerzo por flotar. Entonces me lancé hacia Ella para rescatarla, pero justo cuando comenzaba a sostener su cuerpo me gritó que despertara, y su voz se entremezcló con el zumbido de las flechas cayendo sobre Lora y sobre ti.

«Tras el relato, se posó sobre Koti una sensación de pequeñez. Aunque aún se negaba a participar de la conversación, Lora había abierto los ojos para escuchar con atención el relato del ciego, albergando una emoción similar.

«‘¿Por qué nos protege?’ preguntó Koti.

«‘No lo sé —respondió Álaran—. ‘Pero creo que busca algo más. Es como si tratara de decirnos que las tormentas regresarán muy pronto; o algo peor… Siento que una desgracia inimaginable se dejó caer sobre Munmbura… Aun ahora, mientras hablamos, está sucediendo…’

«Ni Álaran ni las niñas dimensionaron el significado de aquella sentencia hasta que luego de un par de horas, como una vívida pesadilla, lo tuvieron frente sí.

«Debió ser cerca del mediodía cuando el fondo de la canoa rozó los filos de una estructura de madera, provocándoles un temblor que casi les hace zozobrar. Su avance se tornó poco a poco más lento, obstruido por lo que parecía ser un frondoso manglar. Lora empuño el Yuloh impulsándose en aquellas ramas hasta encontrar un cuerpo humano de rostro pálido, vacío de alma, amontonado ahí junto varios más.

«Tanto ella como su hermana prorrumpieron en un lastimero llanto, arrimándose a la borda para vomitar. Álaran tanteó los cadáveres para cerciorarse del desastre, detectando con el tacto de sus manos otros cuerpos ahogados, hoyas, cestos de mimbre y un infinito revoltijo de alimentos y enseres. Todo estaba enredado entre las techumbres del antiguo mercado, y lo que creían un manglar no eran sino las copas sumergidas de los árboles.

—‘¡El océano se lo tragó todo!’ —corroboró Táleir.

—Y no dejó ningún superviviente’ —complementó su padre—. ‘Álaran y las niñas recorrieron el lugar tratando de encontrar un rostro humano cuya tez no luciera pálida como la espuma, pero los únicos seres vivos a su alrededor eran los voraces gallinazos, que ya abrían las puertas del más allá lanzándose a picotazos sobre el banquete. Los tumbos del mar revolvían los cuerpos formando racimos de hueso y carne. Algunos ya habían comenzado a pudrirse enredados entre las ramas; otros se hundían desdibujándose en las profundidades del mar.

«Imagina lo que sintieron Álaran y las niñas al atestiguar la catástrofe. Como cualquier Munmburiano, consideraban a su archipiélago como el único lugar habitado por humanos, y al no encontrar señales de ningún otro, les sobrevino la desolación. Cruzó por la mente del ciego la idea de que sus pies no volverían a tocar tierra; y ante tal perspectiva, la garganta se le anudó. Tendría que atravesar un océano infinito bajo la amenaza de una inminente tormenta. Nubes grises se formarían en el cielo, repletas de relámpagos… sin un techo donde poderse refugiar. ‘Qué voy a hacer’, pensó embargado por el pánico.

«Entonces, horizontes interminables de olas y espuma se levantaron frente a ellos. Nadie sabe con certeza cuántos días navegaron por ese océano sin confines, pero las historias señalan que las ballenas dieron más de una vuelta a Gaéligua[3], y que de tanto verlas emerger empezaron a reconocerlas por la forma de sus colas. Tuvieron tanto tiempo para estar a solas con el mar que Koti empezó a comprender su canto al bucear en busca de comida. Poco a poco captó con más claridad su entonación y su léxico, y luego lo pudo replicar. Comprendió entonces que las corrientes por donde transitaban eran fértiles en alimentos. Siguiéndolas lograron saciar su hambre. Sin embargo, las estaciones seguían cambiando, y las olas, creciendo.

—¿Las tormentas volvieron?, preguntó Táleir.

—Volvieron. Pasaron semanas sin que la lluvia se detuviera’, respondió Siagle.

—¿Y cómo sobrevivieron? A pesar de sus habilidades los tres eran tan… frágiles.

—Lo eran —respondió Siagle – pero cuando más la necesitaron, recibieron ayuda.

«Cuentan que iniciada la primera tormenta, vieron un lomo blanco y moteado, imponente cual ninguno, emerger de entre las olas. Las niñas no recordaron donde lo habían visto, pero sus corazones palpitaron avivados por un remoto golpe de familiaridad. Para entonces Álaran ya comenzaba a temblar recogido en un rincón de la barcaza, aterrorizado por un cielo que parecía estarse resquebrajando. Se encaramaban ya sobre la cresta de una ola cuando, antes de que se volcaran, emergió otra vez el lomo de la ballena, elevándolos muy por encima del agua. De entre la moteada mole del animal se abrió la ventana de un ojo, la ranura de unas mandíbulas, y a continuación se desprendió un sonido que sólo Koti pudo descifrar.

«´No tengan miedo, porque yo las vi germinar en los albores del universo. Atestigüé su unión cuando apenas eran unas crías, en el tiempo de la gran canción. Las entregué luego en brazos de la mujer de las mil voces, de cuyo cuidado fui siempre una atenta vigilante. Yo soy la madre de todas las ballenas, y mi nombre es Bausi.’

«Koti tradujo aquellas palabras para su hermana, quien en un inicio se había armado con un pesado arpón. Bausi antepuso su cuerpo al choque de las olas, equilibrando la canoa sobre su lomo, y dicen que durante esa y muchas otras tormentas fue así como logró cuidarlos. La más pequeña de las siamesas le preguntó sobre el misterio de su origen, sobre las tormentas y sobre los sueños de Álaran. Las respuestas de Bausi, sin embargo, siguieron siendo difusas.

«‘De una de tus preguntas no conozco nada. Sobre otra conozco algo, y sobre otra se muchas cosas que nunca te podría contar —le respondió entonces Bausi—. Preciso contestarte sólo una, y es que deben apresurar el paso, porque El Kraken está ahora despierto, y desde el hundimiento de Munmbura sus tentáculos no se han parado de agitar. Pronto se enfurecerán aún más las tormentas y se levantarán cual montañas las olas. Vendrá un cataclismo ante el cual no podré hacer nada para defenderlas, frente a una orilla profunda en donde me hundiré con mis hermanas para no emerger durante un tiempo más largo de lo habitual. Confíen en el viento para alcanzar esa orilla pronto, y, sobre todo, en los sueños del ciego y en su espalda monumental.’

«Así les habló Bausi a las siamesas. Durante la mayor parte del invierno nadó junto a ellas, protegiéndolas con su cuerpo hasta el momento en que las olas se levantaron tan grandes, que ni su colosal lomo las pudo remontar. Fue así como una tarde nubosa se despidió con un fuerte bufido. ‘Cierren sus ojos al vértigo, porque el cataclismo llegará mañana, y sólo derrotándolo sobrevivirán’ – dijo antes de sumergirse. Álaran y las niñas la vieron partir con la sensación de que jamás volverían a verla, y luego remaron sin descanso. Remaron sin dormir siquiera con la premura de encontrar esa costa remota, hasta que, al día siguiente, cuando comenzaba la tarde, la encontraron.

En ese instante, retumbó en el acantilado la voz de un tambor. Táleir volteó la vista hacia el lugar donde los aldeanos habían estado subiendo con las palas, un poco más abajo de donde conversaban su padre y él. Allí, entre una multitud cada vez más numerosa, abrían agujeros en la tierra. Varios de ellos cargaban postes gruesos y rugosos, que ensartaban uno tras otro en una irregular línea suspendida muy cerca del filo. Los sacerdotes iniciaban los cánticos y una corte de mujeres les seguía con cestas de granos mirando fijamente hacia el horizonte, invadido ahora por un manto de nubes.

—¿Cómo era esa costa, padre?, preguntó el pequeño mientras su vista se desviaba hacia el barranco en cuya cima estaban sentados.

—Una costa remota en donde ni siquiera los sacudones de Socolr podrían alcanzarlos. Aunque su contorno tardó algo más en descubrirse, el vuelo de un pequeño grupo de gaviotas, clavándose en el agua, anticipó su cercanía. Desde hacía algún tiempo el sol ya se había ocultado, dando paso a una perpetua niebla que se desprendía del cielo en gotas de rocío. Sólo cuando comenzó la lluvia notaron ese contorno dentado dibujarse contra el blanco horizonte. La mole de piedra lucía imponente y vieja, como la costilla fosilizada de una magnánima, arcaica bestia descomunal.

«‘¡La encontramos, Álaran, encontramos una costa!’, gritaron las niñas.

Un portentoso trueno resquebrajó las costuras del cielo. Álaran lo escuchó sobre su cabeza, y Táleir, bajo sus pies. El niño dio un respingo dirigiendo su mirada al algodonoso manto de nubes tras del cual ya no se veía ningún espacio de océano; y no supo decir si lo que llamó su atención fue el trueno, o una luz lila que iluminó su cara con un fulgurante resplandor. Segundos después otro pedazo del manto se pintó de celeste, uno más de morado, y así en instantes su extensión entera empezó a iluminarse en intermitentes destellos. Para entonces el campamento entero corría colina arriba, y el grupo de mujeres lanzaba granos hacia el abismo en medio de ovaciones. Táleir sintió un espasmo de alegría cuando aquellas mujeres prorrumpieron también en cánticos. Era como si sus voces se entrelazaran con las de las siamesas en una sola armonía.

—Con el beso de la lluvia pintando la piel de sus brazos, las dos hermanas se abrazaron. La costa prometida por Bausi se acercaba a la canoa como una barrera infranqueable. Era una playa distinta a cualquier que hubieran visto, pero aún, así entre la bruma creyeron reconocerla.

«‘¡Es la región con la que Áulia soñaba, a donde quería llegar! ¡El lugar donde todas las ballenas cantan!’, exclamaron juntas.

«Abierta en filosos picos, su relieve se asemejaba la dentadura de una piraña. Al acercarse más notaron que el ascenso hasta la cima era vertical y rugoso, que su faz cubría todo el horizonte y que a sus faldas no se abrían playas sino un intrincado corredor de peñascos macizos, conectados de golpe con un muro poblado de cangrejos, iguanas y aves picudas.

«Nadie sabe en qué batalla estaban enfrascados los dioses, pero dicen que en el momento en que ingresaban a los acantilados, la tormenta se desató. No sólo fueron arrastrados hacia la pared de piedra por el lomo ondulante de las olas, sino también por una sumergida corriente que giraba bajo la barca en mortíferos remolinos inmovilizando su navegar. Se encontraron de pronto frente al muro de piedra mientras la marea crecía, y cuando quisieron alejarse para encontrar una playa más benigna para el desembarco, ya no pudieron volver. Los remolinos los habían atrapado. El mar exaltado amenazaba con triturar su barca; y fue entonces cuando, por no encontrar otra vía de escape, supieron que debían escalar.

Otro trueno resonó en el cielo. Apenas lograban aguantar la fuerza de la corriente arremetiendo contra la barca, embargadas por el pánico de unas olas que crecían a cada instante empujándolos con violencia contra la pared. ‘No vamos a poder subir’, dijo Lora. ‘El ascenso es demasiado largo para nuestras fuerzas, y el vértigo… El vértigo nos empujará hacia abajo como si el tentáculo de Socolr nos halara de los pies.’ La lluvia había empezado a transformar la vela en un agujereado harapo embarrado de algas marinas. Bajo ella, el cuerpo de Álaran, tembloroso y quemado, exhibía también las huellas del viaje. Koti se detuvo a mirar la cicatriz en la espalda del gigantesco hombre, volvió a caer un nuevo rayo, y su sonido le repercutió entre los tímpanos iluminando su memoria con una nueva traducción: “Confíen en el viento para alcanzar esa orilla pronto, pero sobre todo en los sueños del ciego y su espalda monumental”, había dicho Bausi.

Koti sintió ese pensamiento llegarle primero, y Lora unos segundos después. ‘La espalda de Álaran… Áulia lo presentía, por eso lo cuidó’, se dijeron mirándose con lagrimosos ojos. ‘¡Álaran, tenemos que subir!’, gritaron mientras el mar les empapaba con potentes chorros. Pero el ciego había entrado en su acostumbrado trance; convulsionaba como nunca antes, ajeno a todo cuanto ocurría a su alrededor.

Los festejantes terminaron de clavar los postes en la tierra; no ya en forma lineal sino como circunferencias concéntricas, que giraban dibujando una espiral. Los sacerdotes vendaron los ojos de tres hombres delgados y luego los guiaron hasta el más grueso, fumaron un humo blanco y empezaron a rezar. El primero de los hombres vendados escaló el poste, recogió sus manos en una plegaria y bailó sobre la punta. Con la fuerza de una única pierna se impulsó hasta el siguiente sin vacilar siquiera un milímetro, repitiendo los mismos movimientos mientras un segundo ascendía a sus espaldas, luego un tercero y a continuación uno más. La espiral de madera se llenó de danzantes que balanceaban sus cuerpos entre el resonar de palmas, mantras y tambores. Táleir observó extasiado la pericia de sus movimientos, y ninguno dio muestras de desequilibrio hasta que una briza traicionera perturbó el crepitar de las antorchas; la hierba empezó a despedir murmullos, y sus piernas parecieron flaquear.

«Koti y Lora estremecieron a cachetadas las mejillas del ciego. ‘¡Levántate, Álaran, tú eres el único que podría subir!, exclamaron, pero el tembloroso hombre parecía estar lejos de despertar. Con pataleos y brazadas trataba de mantenerse a flote, y la mujer morena se le aferraba a la espalda con el agua besándole la nariz. Un poco hacia el frente divisó una escarpada roca. Álaran nadó hacia allí con las extremidades castigadas por un dolor intenso, alcanzándola y subiendo luego por ella hasta que las convulsas corrientes quedaron atrás. Un viento marino le lastimó entonces los ojos, su vista descendió hacia el abismo, y, tan pronto lo hizo, el vahído del vértigo le hizo estremecer. Sabía que tenía fuerzas para escalar mucho más alto, pero la angustia fue tanta que lo paralizó por entero, haciéndole aferrarse a la pared de piedra con desesperación.

La mujer morena le habló entre sollozos:

«‘Ya es tiempo de que abandones la prisión de mi cuerpo. En ese mundo no hay espacio suficiente para ti y para mí. ¿Puedes escuchar la música que despide el viento? Deja que mis ojos se cierren para que se abran los tuyos. Abandona el Frutipan y alcanza la costilla más allá de las nubes. Vive, sálvate tú.’

«Álaran logró oír el rumor de los cánticos remecer las cuerdas del aire desde la cima.

«Oigo los cánticos’ – respondió Álaran – ‘Pero no puedo dejarte partir’, continuó mientras aprisionaba contra su pecho un delgado antebrazo.

«Pues si tu voluntad flaquea, a pesar de ella te liberarás de mí. Despertarás con dolor ardiente, como yo al desgarrarme por dentro para dejarte existir.’

«Sintió unas filosas agujas clavarse en el costado izquierdo de su espalda, abriendo un rastro rojo de sangre que repercutió en sus nervios con electrizante calor. Se sacudió la mujer cual si fuera un animal sacudiéndose el agua; y ese rostro moreno se precipitó en la caída encontrándose con el balanceo verdi-blanco de las olas. Entre gritos de dolor pudo percibir la voz de Koti proferir alaridos a pocos centímetros de su rostro. Estaba aferrada a la cicatriz del rayo, con furiosas uñas empeñadas en hacerle reaccionar. Sólo entonces recobró la consciencia de la embarcación derruida por la descontrolada marea, de los relámpagos, del insondable acantilado y de los dulces cánticos que desde su dentada cima se hacían llegar.

«‘¡Despierta, Álaran!’, exclamó la pequeña retirando sus uñas tan pronto despertara. Táleir divisó a una mujer multicolor separarse del resto del grupo, aproximarse al borde del acantilado, y con una voz sedosa más potente que el viento, ponerse a cantar.

La canción traspasó la barrera de las nubes y cayó directo a la maltratada barcaza. Álaran se dejó amarrar las correas de la cesta donde cargaba a las niñas, quienes se subieron a ella y lo apremiaron a ascender. ‘¡Sube, Álaran, sube!’, gritó también Táleir cuando los perros del campamento prorrumpieron en aullidos. Estaban escondidos bajo las mesas ladrándole a las plumas de las colchonetas, a las desbocadas pelotas, a los desperdigados troncos de leña y a las hoyas de barro.

Se alejó dos pasos del borde del acantilado para aferrarse a su padre, quien temblaba también.

«‘No hagas caso de lo que pasa alrededor tuyo, sólo concéntrate en subir’, dijeron al unísono. La respiración de Koti le acarició con suavidad el cuello haciéndole imaginar (entre las tinieblas de la ceguera) que trepaba por el tronco de una tropical palmera, en cuya cima crecía un puñado de peludos cocos que debía alcanzar. Afianzó sus piernas en una protuberancia de piedra, luego en otra y después en la que le seguía, y así poco a poco comenzó a alcanzar la zona donde la piedra estaba un poco más seca. ‘Arriba… No, un poco más hacia la izquierda… Ahora a la derecha… Así, con cuidado…’, decían las siamesas. Llegó al lugar donde las gaviotas depositaban sus últimos huevos y después vinieron otra vez las electrificadas nubes. Koti y Lora aprovecharon el resplandor de los relámpagos para encontrar protuberancias o agujeros, ocultos cada vez más por la niebla. Era como si un inmarcesible ser votara sobre ellas su pesado aliento, empañándoles las pupilas como el hielo de los nevados se empaña por el humo de un volcán. Perdían conciencia de los recovecos peligrosos y el trayecto restante parecía infinito. Pero seguían ascendiendo aferrados a la esperanza de que arriba encontrarían… ‘Encontrarán una cima…’ Y que debían… ‘Deben subir…’

De pronto, la conmoción embargó a los festejantes. La tienda de acceso a la explanada, donde los niños esperaran su turno para participar en el Kaigar, se había convertido en una pila de escombros, y las lonas volaban por doquier arrastrando a quien se pusiera a su paso. Ahora los danzantes estaban en la base de los troncos, aferrados a ellos para no dejarse arrastrar también. Un grupo de guerreros se apresuró a proteger a la mujer multicolor con sus escudos, quien al igual que las siamesas, cubriéndose el pecho con un gesto asustado, había acallado su voz.

‘Esto no es normal…’, pensó Siagle mientras protegía a Táleir. La tormenta nunca había sido tan fuerte, y en aquellas circunstancias la mujer de los coloridos ropajes no podía dejar de cantar… ‘He sido yo… Lo único que quería era consolar a mi hijo, entregarle un poco de aquello con lo que aquel pobre muchacho nunca pudo contar… Pero las historias… No me corresponde a mí contar las historias… Esa es tarea de los memoristas… Mi voz no ha hecho más que borrar el rastro que ellos han dibujado… Y mi condena será nuestra extinción…’

Con la esperanza de rescatar al menos a su hijo lo tomó del brazo alejándolo del precipicio, pero Táleir no se quería marchar. ‘¡Dijiste que sobreviviría!’, exclamó mientras se soltaba con un mordisco de los brazos paternos, corría hacia la caída anegado en lágrimas y ‘¡sube, Álaran, sube!’, comenzaba a gritar. Después vino algo así como un silencio de plomo que pareció aplastar las voces de todos; la luz de un resplandor ahogándose bajo su propia sombra; la vibración de una corriente menguando como un último crepitar.

Los iniciados formaron un semicírculo en torno a la pequeña hoguera en donde el sacerdote quemaba las ofrendas. El resto de los festejantes aguardaba con las palmas juntas sobre el pecho, y en sus miradas se reflejaba un aura de tímida expectación. Tras una oración corta, el grupo de jóvenes, en cuyos rostros comenzaban a insinuarse los primeros signos de barba, se inclinaron frente al anciano del collar de colmillos exponiendo al cielo sus espaldas desnudas. Una decena de hechiceras se postró junto a ellos con tazones de tinta y agujas de finísimo hueso; y, tan pronto empezaron a pintar los tatuajes, la mujer multicolor apareció en escena entonando su canción. El dibujo que apareció en la piel de los iniciados era rojo como una grieta volcánica. Por las expresiones de sus rostros, Táleir asumió que se trataba de un proceso algo doloroso; pero no importaba: no mucho después se levantarían como hombres adultos, marcados por el rastro del rayo.

La alegría de los primeros días había dado paso a la perplejidad que sigue a los grandes acontecimientos. Todos rezaban más de lo acostumbrado, incluido Siagle, quien desde la tarde del ascenso permanecía recluido en su tienda, sin recibir visitas y negándose a comer. ‘Tu padre hizo algo irresponsable. No se lo cuentes a nadie, pero comprometió el ascenso de Álaran’; dijo la abuela cuando Táleir le preguntó sobre su conducta, a pocos metros de la ceremonia, sentado junto a ella en el lugar donde los hijos se sentaban con sus madres luciendo los diseños de animales que les bordaban al cumplir los cinco. ‘Padre se lo ha confesado…’ Estaba claro que los destrozos del vendaval habían instalado en el Rádelgar ese ánimo un tanto impreciso, pero el papel de Siagle en todo aquello era un factor del relato que aún no alcanzaba a comprender. Ni la abuela ni sus tíos cercanos querían explicárselo por entero, como si cada vibración de sus bocas respecto al tema pudiera alterar el frágil equilibrio que a fuerza de cánticos y bailes pugnaba por subsistir.

Resignado a la incertidumbre arrimó su espalda al rincón donde los sacerdotes habían arrumado los postes. Le agradó saber que, pese a lo agridulce del momento, la mujer multicolor seguía cantando igual de bonito como según decían solía hacer celebración tras celebración. Táleir contempló la sonrisa en sus brillantes ojos, y, al hacerlo, cedió al impulso de bajar la vista hacia sí mismo y darle un fugaz y cariñoso beso a la camisa que llevaba puesta. La prenda, chamuscada en las mangas, lucía un pájaro amarillo bordado sobre la zona del pecho.

 

Notas

[1] Líder, jefe.

[2] Abuela.

[3] El planeta entero donde viven los seres humanos.

 


Julio Miguel García V. (Quito, 1989). Estudió sociología en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador y una maestría en ‘Ciencia Tecnología y Sociedad’ en Viena, Austria. Ganador del XI Concurso Terminemos el cuento (2006). Se dedica a la escritura de ficción y a la corrección de textos. Le interesa la literatura, el cine y el entrenamiento físico. Suele asistir al club de lectura Bibliogatos.

 


Foto portada tomada de: https://www.freepik.es/foto-gratis/luna-llena-purpura_957309.htm#page=3&query=surreal&position=47

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