Levemente Lemebel (tus canciones me hacen polvo) | Richard Jiménez A.

Por Richard Jiménez A.

(Colaboración especial para Máquina Combinatoria)

 

Quién podría haber pensado entonces

que me ibas a penar el resto de la vida,

como una música tonta,

como la más vulgar canción,

de esas que escuchan las tías solas o las mujeres cursis.

Canciones de folletín que a veces aúllan en algún programa radial.

 

Crónica: “La ciudad sin ti… está solitaria”, Pedro Lemebel

 

He robado, con el mayor respeto —descaro— posibles, el título de una canción muy bella hecha para un impalpable ser humano, muy bello e inmortal. Me refiero a “Levemente Lemebel” del cantautor chileno Esteban Ermitaño y me refiero al escritor y artista, también chileno, Pedro Lemebel. Quise dar así algo de brillo a lo que sigue.

Lemebel fue un retratista de lo marginal, de lo abyecto y oprobio; en su faena y afán estuvo mostrar a su público aquel ecosistema de la calle y su biodiversidad, alejándose de lo tradicional. Él puso telas, tacos, cintas y abanicos; performativizó —si me permiten un abuso de lenguaje—. Aspergeó con su barroco aterciopelado para volverse la astilla en el dedo gordo del poder, ser él mismo blindado con un ala rota subversiva y así darle dignidad a lo otro —y darle en la jeta a algunitos—; representar a los olvidados que también están cautivos en sus luchas de carne de cañón. Pura estética, pura realidad humana.

En mi caso en particular —al ser un extemporáneo más— esto que opino sobre él y su labor es reciente; triste para mí admitirlo. Porque empecé a conocerlo, a leerlo tarde, porque —bobo e ignorante— no sabía quién era cuando aún estaba vivo y paseó su figura empañuelada por mi ciudad, tarde acudí a la cita, pero me quedan los prolíficos textos que dejó. Quise conocerlo cuando ya estaba muerto, pero he podido conocerlo al estar aún más vivo que nunca.

En fin, tras este corto preámbulo me gustaría traer a colación algo que resultaba muy importante para él, algo que es inseparable de la mayoría de sus escritos: la música. Utilizaré como materia su famosa novela Tengo miedo torero (Seix Barral, 2001). Analizaré algunos pasajes con la finalidad de que se note aquel vendaval de sensaciones, aquel toque diferente que proporciona la música a muchas de las partes más importantes de la novela; que obre esa magia ambientadora. Pues no solo un texto tiene su ritmo y cadencia, si se le añaden letras de canciones, el lector activará en su cabeza el botón de play y sonará la melodía mientras pasea la vista por cada oración.

Para contextualizar un poco, Pedro Lemebel, desde niño, se cultivó a través de las emisoras; del tango y los boleros de la abuela y la madre (las canciones añejas). Para él la vida empezaba y terminaba con música, en lo principal proveniente de la radio. Esa compañera que invita a mover y mover la aguja del dial. Cuentan que él era así y la Loca del Frente, heroína de «Tengo miedo Torero», también. Víctor Hugo Robles —El Che de los Gays—[1] recuerda que durante una entrevista realizada a Lemebel, en su programa radial Triángulo Abierto, él leyó una de sus crónicas: “Las amapolas también tienen espinas”, acompañado de la voz de Ana Gabriel como fondo musical. Fue tan especial y sincrónico el momento que las pausas que hacía al leer cuadraban con los coros como si se tratase de una performance hecha adrede. Esto provocó que se diera cuenta de la importancia de la lectura radial y lo beneficioso que podría resultar tener su propio programa. Es así como nace Cancionero (1994), emitido a través de Radio Tierra, programa que lo acercó aún más a su audiencia y le permitió criticar y denunciar los abusos de poder.

Ahora bien, ¿cómo principiar a decir cosas sobre Tengo miedo torero? Empiezo: desde el nombre la novela exuda música, pues este refiere a una canción —vieja— interpretada por Sara Montiel; preludio que nos invita a acompañar el idilio romanticón de la Loca del Frente y Carlos. Un idilio rocambolesco que se pone en la mitad entre una ideología y una manera de ver la vida y los aconteceres nacionales. Según Lemebel —y así empieza la novela— “este libro surge de veinte páginas escritas a fines de los 80, y que permanecieron por años traspapeladas entre abanicos, medias de encaje y cosméticos que mancharon de rouge la caligrafía romancera de sus letras.”

Primavera del 86, la ciudad de Santiago hecha un tsunami, un hervidero en contra del régimen (el eterno retorno de lo mismo; mientras escribo estas líneas otro tsunami ocurre en Chile, treinta y pico de años después). La represión es neutralizada a punto de grito acompasado “Y va a caer” (dos años más tarde, durante el plebiscito, la ciudadanía le pondría un hasta aquí nomás a Pinochet. Una canción ideada por la oposición, sencilla y esperanzadora resultaría determinante para el triunfo del “No”: “Chile la alegría ya viene, Chile la alegría ya viene…”). Entre luchas y discusiones políticas una loca madura, que sabe bordar, cupletea “Tengo miedo torero, tengo miedo de que en la tarde tu risa flote” (Tengo miedo torero — Sara Montiel) y “Bésame mucho” (Bésame mucho — Lucho Gatica); canturrea canciones de otra época y prefiere sintonizar programas del recuerdo a los comunicados de Diario de Cooperativa. Sin premeditarlo llega a su vida Carlos, un joven perteneciente al Frente Patriótico Manuel Rodríguez, llega para —entre encargos, secretos, complicidad y enamoramiento— cambiarle y sacudirle la vida porque “Tú me acostumbraste y por eso me pregunto” (Tú me acostumbraste — Lucho Gatica). Un joven al que puede contarle su pasado turbio, prostibular, y así consolarse en su ternura y amabilidad “De mi pasado preguntarás todo que cómo fue. / Si antes de amar debe tenerse fe. / Dar por un querer la vida misma, sin morir, / eso es cariño, no lo que hay en ti—i” (Mucho corazón — Beny Moré). Y del otro lado la antítesis. Con el afán de ignorar las protestas de sindicatos y estudiantes el Dictador se refugia en su casa de campo en el Cajón del Maipo, relajado con la Marcha Radetzky (Johann Strauss I).

(En este punto confesaré que crucé los dedos con el fin de que ese oráculo llamado Google, luego de digitar los fragmentos de letra que cita Lemebel, sea preciso en decirme a qué canción pertenecen; ojalá los logaritmos hayan atinado en la mayoría de los casos, sino me disculpo. Invito también a los lectores a poner en YouTube cada canción citada, así todo se vuelve envolvente y se sacia una de las seguras intenciones del autor).

La primera vez que la Loca del Frente tuvo a Carlos cerquita fue cuando este le agradeció, con un fuerte abrazo, que no haya hecho demasiado problema por guardarle un importante tubo de metal “Detén el tiempo en tus manos, / haz esta noche perpetua. / Para que nunca se vaya de mí, / para que nunca amanezca.” (Reloj — Lucho Gatica, Los Panchos). A pesar de la emoción desbordada, ella tuvo que contenerse y tratar de disimular ese “anhelo alado e imposible”.

Pedro Lemebel. Foto tomada de: https://www.escritores.org/biografias/11417-lemebel-pedro

En cambio, si se podría decir, la primera vez que tuvieron una cita fue cuando Carlos la invitó al Cajón del Maipo so pretexto de un trabajo universitario —en realidad tenía que efectuar una labor de inteligencia—. No faltaba más, todo lo mejor para él: comida suficiente, un destacable mantel, sus mejores galas y su sombrero favorito; el amarillo de ala ancha con cinta a lunares “Porque eres y serás para mi alma / un día de sol, eso eres tú” (Un día de sol… — Cecilia). Ambos de paseo, al esquive de los controles militares, como una pareja en luna de miel. La Loca sintonizando la radio en búsqueda del analgésico bolero y topándose solo con el Si vas para Chile de Los Huasos Quincheros y los boletines de Diario de Cooperativa —aunque para ese entonces ya estaba acostumbrada a la voz calmante de Sergio Campos, además eso le traía la añoranza de Carlos y el conocer los testimonios de las familias con algún miembro muerto o desaparecido—. Mientras su acompañante trazaba planos y tomaba medidas del terreno, ella le pidió a su Torero si podía poner música, quería engalanarle con un zapateo andaluz, un baile brujo y hechicero que vaya “quemando su virilidad”, “demandando su cariño”. Al regresar, el barrio les recibe con niños en sus chiquilladas, “radios timbaleando el rock punga de Led Zeppelin”, “los arpegios revolucionarios de Silvio Rodríguez” y el infaltable flash noticioso de Cooperativa que se encargó de reventar el sueño opiáceo. Carlos debe fugar en su vehículo sin más —de seguro con el apuro de averiguar sobre los últimos allanamientos e incautaciones que decían en el boletín—, y ella se queda sin su amor idílico, con su anhelo de lo imposible, se queda con su llanto truncado que no la deja desahogarse, con el deseo de evocar ese bolero falaz que manaba “tanta lírica cebollera de amor barato”. Sola en su mendigar de amor, sin un espectador de su drama; indignada porque no era tomada en serio, solo era considerada como un objeto, una bodega de secretos, un espacio de seguridad para el Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Pero en medio del enojo, golpes en la puerta “Te vas porque yo quiero / que te vayas. / Y a la hora que yo quiero / te detengo. / Yo sé que mi cariño te hace falta / aunque quieras o no / yo soy tu dueño.” (La media vuelta — José Alfredo Jiménez). Ella sabía que a él todo se lo podía perdonar, solo era necesario que aparezca, que salga con sus niñerías y cerrar la reconciliación con la inquietud de la fecha de cumpleaños.

Del otro lado —y de regreso también— una pareja distinta; el Dictador y su mujer, misma que da a conocer al lector la faceta íntima, el lado privado del gobernante, además de varios rasgos del pathos “pituco” y “momio” de esa época —y aún de ahora—. Una mujer que lo hincha desde que Dios hecha el día. Reclamos cansones sobre el viaje fallido a Sudáfrica, berrinches por no haberle hecho caso a su amigo Gonza, anuncios del desgaste de su Gobierno. Mientras el Dictador cavila y masculla la idea de establecer un derecho de admisión al Cajón, para que no se sature de gente indeseable, recuerda a la pareja del sombrero amarillo que vieron en el camino y, tras un breve análisis, se da cuenta que se trataba de un par de degenerados que hacían cochinadas en su camino, en su preciado Cajón; hablaría de inmediato con el alcalde para que vigile más ese sector.

En radio Cooperativa se comunica sobre disturbios en el ex Pedagógico, varios estudiantes heridos y detenidos por los carabineros. La Loca se preocupa porque Carlos no asoma —muy suya esa forma de aparecer y desaparecer de improviso—. La sorprende en el tendedero; el hombre que la electriza y conflictúa, pues ella ha estado acostumbrada al violento erotismo sexual del amor y no a esa cortesía, a esa educación y suavidad. De vuelta al teatro dramático y a la fingida seriedad, prende la radio y se cuela una música infantil “Alicia va en el coche Carolín”. Carlos con su ternura característica le explica a la Loca como se festejan los cumpleaños de los niños en Cuba —dato importante para lo que ella planificará después—.

Y ese amor, ese idilio tonto, ese muchacho inmerso en la lucha social, le coloca en plena mollera un inusitado interés por la problemática nacional. La Loca que nunca se metía en política ahora inmiscuida en senda pelea contra una vieja “pituca”, haciéndola casi callar, ovacionada por los estudiantes del micro. Porque es lógico defender lo justo, decir las cosas como son y no caer en la complicidad de los tibios. Con esas nuevas ínfulas ni de chiste iba a dejarle el mantel blanco de angelitos y flores, el mantel testigo de la cita con Carlos, a la señora Catita —mujer del general Ortúzar—; preferible quedarse sin el dinero a que sobre su arte los militares, amigos del régimen, engullan muerte. Ya podía sentir y comprender la dignidad de la que tanto hablaba su querido “Por eso fue / que me viste tan tranquila / caminar serenamente / bajo un cielo más que azul.” (La noche de mi mal — María Dolores Pradera, Lola Beltrán).

Luego de visitar a sus amigas —Lupe, Fabiola y la Rana—, de nuevo no encuentra a Carlos en casa, salvo el fantasma que aún paseaba por el lugar en donde había dormitado. Esa almohada que todavía guardaba su esencia le trajo una sensación de ternura y peligro “Tu aliento fatal / fuego lento / que quema mis ansias / y mi corazón” (Penumbras — Sandro). Tal reminiscencia de la canción de El Gitano casi que la obligó a encender la radio “para reemplazar su ausencia con baladas románticas”, pero qué decepción, justo cadena nacional. Sin embargo, esa impotencia de no poder escuchar lo que ella quería, le hizo recordar que debía pedirle a la Rana su tocadiscos para el cumpleaños de Carlos. La famosa Rana que había regentado el mejor prostíbulo en el Norte, la vieja que le recogió y le enseñó a bordar, la misma que le había hecho descubrir Tengo miedo torero de Sara Montiel. De pronto “escuchó el trote en la escalera”, esos pasos fáciles de reconocer. Tres días de ausencia y solo venía a ver sus cajas, pero la “loca fatal” consigue conmoverlo con su “escena barata”. Logró que le confiese que sí le importaba, que sí le quería, que inclusive empezaba a aprenderse sus canciones, para muestra le canta “No hay bella melodía en qué no surjas tú / ni yo quiero escucharla si no la escuchas tú, / es que te has convertido en parte de mi alma, / ya nada me consuela si no estás tú también.” (Contigo en la distancia — Lucho Gatica).

Considero que en la novela de Lemebel hay tres momentos de alta emotividad: la cita en el Cajón del Maipo, la despedida en Laguna Verde —que será abordada después— y la fiesta de cumpleaños. La persona que en verdad nos quiere es capaz de escucharnos, no se le escapa el detalle más tonto o insignificante; la persona que nos quiere indaga cual sabueso en lo que le hemos compartido para utilizarlo y sorprendernos; la persona que nos quiere, con dicha sorpresa nos conmueve hasta el tuétano y se gana nuestro corazón. La Loca del Frente fue capaz de sorprender y regalar a Carlos un pedacito de Cuba; escenificó aquel cumpleaños de los niños cubanos que este le había contado: el mantel de angelitos y flores, chocolate caliente, torta de piña y los chiquillos del barrio. Cuando todos se fueron apareció la última sorpresa, privada. La Loca enchufó el tocadiscos de la Rana y sonó el long play “¡Tengo miedo Torero / tengo miedo que en la tarde / tu risa flote!”. Y empezaron a danzar las copas con pisco, en honor a Lucho Barrios y su «mozo, sírvame otra copa que quiero olvidar». Olvidar esa tarde porque la vida es tan mezquina que da pocos momentos de felicidad. Sumidos en el embrujo etílico, en el instante en el que se duda si lo sucedido es real o no, ella le otorga a un Carlos —cuasi inconsciente— una felación de amor. Un arte que solo las locas pueden hacer; cantarle a través de su micrófono “un himno de amor directo al corazón”, “Y en respuesta, el mono solidario le brindó una gran lágrima de vidrio para lubricar el canto reservo de su incomprendida soledad”. “Ansiedad de tenerte en mis brazos, / musitando palabras de amor. / Ansiedad de tener tus encantos / y en la boca volverte a besar.” (Ansiedad — Los Panchos).

Cuando el amor nos tiene extraviados en un entero sentir sin razón ni lógica, se puede hacer por el otro lo que sea; incluso exponer la vida, incluso llevar un paquete a un contacto exponiéndose a terminar detenido o torturado. “Quién iba a imaginar que el verdadero amor / nos golpearía de este modo el corazón: / ya tarde, cuando estamos sin remedio / prisioneros de la equivocación.” (Prohibido — Pedro Infante). ¿Y quién es este enigmático muchacho? ¿Su verdadero nombre es Carlos? ¿En verdad es miembro del Frente Patriótico Manuel Rodríguez? La Loca vive enamorada de la imagen que ella misma creó a partir de lo que Carlos le quiso revelar. Sumida en una disyuntiva por querer saber más o no; con el consabido riesgo de que cambie esa identidad tan familiar. Vueltos cómplices, “Somos un sueño imposible que busca la noche” (Somos — Lucho Gatica, Leo Marini), ella debe estar prevenida ante cualquier eventualidad que surja; lo más cercano podría ser caer en la clandestinidad así que deben desarrollar alguna clase de contraseña para comunicarse, algo que solo conozcan los dos: una canción muy familiar, de no más de tres palabras, exacta de tres palabras.

Ambos persiguen una ilusión casi imposible de materializar: él con sus ideales de cambiar el mundo y ella con sus ideales de loca enamorada. Una mañana, Carlos le sirve de cochero y van a devolver el tocadiscos. Reitera la advertencia de peligro que supone que ella sepa demás, pues se ensañarían en los interrogatorios. En un momento de relax el muchacho se anima a decirle que su compañía le hace bien, le pone contento; ¿y qué más? Que la ame un poquito —no podía ser—, la quería un poquito más con todo y su diferencia. “Yo por ti contaría la arena del mar. Por ti yo sería capaz de matar” (Te lo juro yo — Lola Flores). La Loca: “me gustaría haber sido cantante, haber escrito canciones y cantarlas, que es lo mismo que ser escritor.” Ya en casa de la Rana, esta, en secreto y cual madre preocupada, le pide a Carlos que no haga sufrir ni ilusione a su Loca, esa loca a la que puede pedir lo que sea “Si Dios me quita la vida / antes que a ti / le voy a pedir ser ángel / que cuide tus pasos” (Si Dios me quita la vida — Javier Solís).

El día del atentado el Dictador estaba siendo acosado por pesadillas extrañas —cosa frecuente dentro de una conciencia manchada—, había ido sin su mujer al Cajón. Si bien se hallaba un tanto disminuido eso no le privó despedir a un cadete mariposuelo en servicio —no le importó que sea sobrino del coronel Abarzúa—. Por su parte la Loca se sentía intranquila y alterada, en un intento por distraerse salió a trotar calles. Tuvo su momento de empatía, solidaridad y lucha al sumarse a una manifestación de familiares de desaparecidos; también tuvo un flirteo, como los de antaño, dentro de un cine. En la carretera, de regreso a Santiago todo ocurrió en un parpadeo, un flash que resumió una balacera y meses de planificación “En el asiento trasero, el Dictador temblaba como una hoja, no podía hablar, no atinaba a pronunciar palabra, estático, sin moverse, sin poder acomodarse en el asiento. Más bien no quería moverse, sentado en la tibia plasta de su mierda que lentamente corría por su pierna, dejando escapar el hedor putrefacto del miedo.” Todo ocurrió rápido y desató una cacería. Esa noche de septiembre del 86” el Ejército se tomó la ciudad, por cualquier error o titubeo la gente era cargada en los camiones; por fortuna la Loca pudo llegar a casa. Las noticias sobre la suerte que habían tenido los autores del atentado le llegaron a cuentagotas a través de rumores en la calle. Al día siguiente Laura —una especie de sargento del Frente, de la que la Loca sentía ciertos celos por su juventud y cercanía con Carlos— le llamó. Ya no estaba a salvo, debía abandonar su casa por razones de seguridad pues solo faltaba que la CNI le caiga y si uno caía, caían todos. Aceptó su destino con la condición de que le permitan ver a Carlos. Del otro lado el Dictador, atrincherado en su cama, sueña con la gala de condecoraciones que se efectuaba cada año en el aniversario de la Batalla de Concepción. Orgulloso al ver a sus cadetes, además la presencia de jóvenes intelectuales y artistas elegidos para ser premiados. Identificó al cantante José Alfredo Fuentes, famoso por su éxito “Te perdí”; Andrea Tessa que en sus cumpleaños le cantaba “El Rey”; otras personalidades. Se ofuscó por los pelos largos del rockero Álvaro Scarameli. Faltaba el poeta Raúl Zurita que había rechazado el reconocimiento. Para su sorpresa, el último chico uniformado era el mismo mariposuelo que había hecho expulsar de la Escuela Militar. Desabotonándose la guerrera y con un descarado sostén negro esperaba que lo condecoren.

La Loca del Frente es llevada a Viña del Mar, la dejan sola en un bar frente a la playa. Como si se tratase de esos amores clandestinos, cinematográficos y prohibidos el desenlace está cerca. Una voz le dice al oído la contraseña acordada, las tres palabras justas: “¿Tienes miedo Torero?”. Juntos otra vez, la reina y su príncipe listos para la que quizás sea la última cita que concluya el affaire rocambolesco —él será quien cierre la cortina de su última ilusión—. Rumbo a Laguna Verde, a un nuevo picnic en un paraíso de playa. Es fácil imaginarlos en el correteo, el juego, anudados en la arena. Al igual que aquella vez en el Cajón tuvieron su comida sobre el mantel blanco de angelitos y flores. “¿Cómo podría pagarte todo lo que hiciste por nosotros y especialmente por mí?”, con tres palabras: “Tengo miedo Torero”.

Y bien Carlos, ¿cómo piensas quedarte sin ella? ¿Cómo vas a desprenderte de ella si ya acomodó su lugar en tu corazón? Atinas a un salvataje: “¿Te irías conmigo a Cuba?”, casi como una pedida de mano, pero no, esa petición envuelta en generosidad y compasión ingenua no puede ser aceptada porque lo que no pasó en Santiago no va a ocurrir en ningún otro lado del mundo. El silencio confirma la negación de alguna esperanza de amor “Tu silencio me dice adiós” (Fueron tres años — Argentino Ledesma) —ironías de la vida a ambos les falló el atentado—. El taxi los recogió a la hora acordada, a sus espaldas solo quedó como testigo el mantel olvidado adrede, presa del mar. A falta de radio en el taxi la Loca musitó “bajito la letra ingrata de una añeja canción”; volviéndose parte del soundtrack de conclusión, desenlace y epílogo de una historia digna, capaz de llenar de lágrimas y trizar el interior de un lector que se reprime y no quiere mojar con estas las páginas de una bella novela “Tienen sus dibujos / figuras pequeñas / avecitas locas / que quieren volar…” (Mantelito blanco — Los Huasos Quincheros).

 

Notas

[1] Documental ‘Pedro Lemebel, el artista de los bordes’, programa Réquiem de Chile, temporada 2, episodio 4, 21 de octubre del 2018.

 


Richard Jiménez A. (Neal Moriarty). Escritor a ratos, Licenciado en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica del Ecuador y Máster en Estudios de la Cultura (Mención Literatura Hispanoamericana) por la Universidad Andina Simón Bolívar, sede Quito. Fundador y miembro activo de la Revista Literaria Independiente Matapalo y Revista Heptaedro. Ha colaborado en varios cafés filosóficos y recitales poéticos en Quito. Ha participado en talleres de escritura y lectura precedidos por escritores como: Huilo Ruales Hualca, Juan Carlos Cucalón y Raúl Serrano Sánchez. Investigador independiente, redactor de contenidos en Revista Súper Pandilla (suplemento para niños de diario El Comercio) y documentalista en diario El Comercio de Ecuador. Ha publicado una biografía novelada sobre el poeta Gastón Hidalgo Ortega, dentro del libro Los 7 que fueron cinco, y viceversa (2017).

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