David Martí Lumbreras
(Colaboración especial para Máquina Combinatoria desde España)
Desperté otro día más entre las sábanas y, todavía tendido en la cama, me desperecé estirando mis entumecidos miembros. Después hice un esfuerzo y me giré a la derecha para observar la estancia que me rodeaba: los muebles de siempre, la misma masa informe de ropa de siempre, desparramada en torno a una solitaria silla que estaba enfrente del escritorio. En efecto, estaba en mi dormitorio, ese en el que había pasado mis noches durante tantos años. Sin embargo, en cuanto me giré al lado contrario noté un gran cambio: uno del que todavía no me había percatado, tu ausencia. Había sido tan grato observarte cada mañana, aunque estuvieras dormida y no pudieras todavía observarme con esos ojos color avellana. Siempre te despertabas más tarde que yo. «Me hubiera encantado seguir disfrutando de tu presencia», pensé con amargura.
Después de este recordatorio de mi reciente soledad, me preparé y me dirigí al trabajo, un empleo de oficinista sumamente rutinario: redacción de informes, pilas de documentos y, por supuesto, más trámites relacionados con los documentos. Incluso de vez en cuando nos reuníamos con el jefe de sección, esto último era lo más aburrido que podía imaginarme.
Al margen de mi soporífero trabajo, mi vida social era monótona y más predecible que la ley de la gravedad: tenía buenas amistades, labradas tras años de relación, pero eran amistades cerradas, donde no entraba nadie nuevo. Eso me ahogaba: nada de salir a nuevos sitios y nada de socializar con gente de fuera del círculo de amistades, ninguna novedad.
La falta de novedades era sin duda lo que me estaba colapsando. De hecho, reflexioné sobre esto mientras conducía de vuelta a casa.
Después de entretenerme viendo la televisión, como hacía todos los días, me acosté. Repasé mentalmente el desastre de mi vida mientras comenzaba a coger el sueño cuando, de repente, un golpe en mi domicilio me alertó: salté de la cama y abrí la puerta del comedor. No había nadie —suspiré aliviado—. Se me ocurrió abrir la puerta de la entrada y miré a lo lejos. «Qué extraño, no hay nadie», pensé movido por la curiosidad.
Cuando iba a cerrar la puerta de entrada miré hacia el suelo y entonces lo vi: había una nota cuidadosamente doblada y colocada encima del felpudo. Estaba tan bien puesta que cuando la recogí no tenía la menor duda: alguien la había colocado allí a propósito.
Sin esperar un solo segundo cerré la puerta de mi domicilio, me senté en el sofá y me dispuse a abrir la nota.
El mensaje estaba escrito a mano y con una caligrafía excelente. «Normalmente son las mujeres quienes destacan en la caligrafía», pensé mientras me afanaba en leer la nota:
Buenas noches,
Espero no molestarte. Quería decirte que, aunque suene infantil, me gustaría retarte a un desafío. Solo te diré que soy una compañera de trabajo. Todos los días te veo salir de la oficina y te noto tan cabizbajo y resignado que pensé que, al igual que yo, necesitas una emoción en tu vida. Y creo que todo el mundo la necesita de vez en cuando. El reto consiste en que tienes que averiguar quien soy de entre todas las empleadas de la oficina. No trates de hacer trampa porque lo sabré y solo tendrás una oportunidad, aunque puedes tomarte el tiempo que quieras. Me gustaría que acertaras. Te espero.
Firmado: Señorita X
Tras leer la nota estaba maravillado: era lo más estúpido que me habían planteado nunca y a la vez lo más emocionante y divertido que me habían plantado a la cara. ¿Cómo podía averiguar quien era esa chica misteriosa? ¿No sería una broma? De todas formas, era justo lo que necesitaba, acepté el reto. Tendría que dotarme de toda la capacidad deductiva de la que fuera capaz. Al día siguiente, como tantos otros días fui al trabajo, pero con una actitud distinta: más activo, más contento y más atento a los movimientos de las mujeres.
Sin embargo, mi búsqueda no fue exitosa. No noté nada extraño entre las compañeras de oficina, pero se me ocurrió una idea: escribí una nota en mi despacho, de un formato similar al recibido. Poco antes de acabar mi jornada me dispuse a redactarla:
Señorita X,
Me ha gustado su reto y lo acepto. Que sepa que voy a tratar de desenmascararla.
Atentamente.
Señor X.
Tras eso dejé aquella nota sobre el escritorio, justo debajo del soporte del flexo, cerré mi despacho y me marché a casa.
Dejé la nota en mi escritorio para descartar que se trate de parte del personal de limpieza. Si la nota no aparecía al día siguiente o si recibiera contestación sería señal de que iba por el buen camino. Al fin y al cabo, el personal de limpieza era escrupuloso con la limpieza, pero no solían tocar los papeles porque eso podía suponer una buena bronca al entorpecer el funcionamiento normal de la empresa.
Por eso, si este papel en concreto desaparecía, era muy probable que fuera porque había llegado a su destinatario.
Al día siguiente, una vez llegué al trabajo, la nota de marras había desaparecido. Solo había que esperar.
Tras aquel acto pasaron algunos días de forma normal, aunque no me despistaba con las señales que pudieran dar las compañeras. Hasta que un día, mientras estaba en casa viendo la televisión volvió a ocurrir: un golpe sordo sonó en la puerta y me levanté como un resorte del sofá para abrir la puerta. Miré por el rellano y por el hueco de la escalera para ver si encontraba a la Señorita X, pero era rápida cual gacela. En cuanto volví a la puerta que daba acceso a mi domicilio, ya tenía otra vez sobre el felpudo una nota idéntica a la anterior. Sin esperar me apresuré a abrirla:
Recibido, Señor X- Holmes
Muy hábil por tu parte dejar una nota en tu despacho. Eso facilitará tus pesquisas.
Podrías conseguirlo.
Señorita X
«Mi deducción era acertada», pensé mientras sostenía la nota. Solo las mujeres de la limpieza tienen acceso a los despachos después de la jornada de los oficinistas. La lista de posibles Señoritas X se había reducido de forma considerable. Aquel era un triunfo indiscutible que ayudaba a avanzar en mis deducciones.
Pero entonces hubo un problema: las mujeres de la limpieza trabajaban justo después de mi jornada laboral. ¿Cómo salvar este problema?
Entonces se me ocurrió una forma mientras cerraba la puerta de mi vivienda y me sentaba de nuevo en el sofá: solo tenía que alegar al responsable de mi sección que necesitaba adelantar un informe y que tendría que quedarme hasta tarde. Así podría, mientras trabajaba, averiguar si hay algún movimiento sospechoso. Y eso hice: después de ocho horas delante de la pantalla no me apetecía mucho seguir haciendo el informe, pero la intriga en torno a la Señorita X me motivaba a seguir delante del monitor. Pasados unos minutos llegó una responsable de limpieza y comenzó a desempeñar su labor: era una joven de complexión media y que llevaba el pelo recogido con un pañuelo, aunque de la prenda asomaban unos bucles rojizos. Entonces la limpiadora se acercó al escritorio donde estaba trabajando y se quedó unos segundos mirando. Estaba tan intrigado que sin disimulo le devolví la mirada. Su gesto era tenso, como si esperara algo. Entonces lo supe: debía de ser la Señorita X.
Seguí mirándola y le dije titubeante:
—¿Señorita X?
Ella inclinó la cabeza hacia abajo y sonrió.
«¿He acertado?», pensé para mis adentros. Seguía en mi asiento con suma tensión, esperando una respuesta por su parte.
—¿Señor X? Yo pensaba que los oficinistas eran más cabezas huecas de lo que usted me ha demostrado.
Su respuesta confirmó mi triunfo. Pero ahora que el enigma estaba resuelto: ¿Qué ocurriría después?
Ella sacó una nota y apuntó una dirección sobre el escritorio y una fecha. Acto seguido me lo entregó.
—Sé puntual —dijo ella mientras se disponía a seguir con sus labores.
Guardé aquella nota como si estuviera hecha de oro y después volví a casa.
En casa me preparé para lo que yo intuí que era una cita. Después, a la hora acordada conducí en la dirección que me apuntó. Al parecer era la dirección de su casa, un piso situado cerca de las afueras. Llamé al timbre y el sonido de su voz me tranquilizó. Subí con el corazón palpitando de forma desbocada y pensé la estupidez que era todo eso. Sin embargo, cuanto más estúpido me parecía más deseaba hacerlo.
La razón era simple: nunca antes había hecho estupideces, nunca antes había tomado riesgos. Y algún día había que dar el paso. En algún momento debía afrontar que no siempre la opción más racional es la mejor. A menudo —reflexionaba mientras subía por el ascensor hasta la tercera planta— son los actos más irreflexivos los que nos pueden hacer más felices. Y era uno de aquellos momentos. Abrí la puerta del ascensor y busqué la puerta que estuviera abierta, y allí estaba la Señorita X. En el umbral de su domicilio, tan elegante que me sentí ridículo. Avancé hacía ella para dar lugar al comienzo de un dulce capítulo de mi vida, a un capítulo que me permita continuar mi vida con una sonrisa.
David Martí Lumbreras. Nacido en Gandía, Valencia (España). Estudió Historia en la Universidad de Valencia. Publicaciones: en dos blogs de Tumblr (Planeta de escritores y Escritores sin identidad) bajo el pseudónimo de beiloritis. También he escrito un libro: La guerra de Netwald, en fase de corrección. El género principal que desarrollo es la fantasía épica.
Foto portada: https://pixabay.com/es/photos/mujer-ni%C3%B1a-personas-mujeres-mano-792162/