Leonardo Wild
(Colaboración especial para Máquina Combinatoria)
La guerra entra la cultura y la naturaleza aún no ha llegado a su fin. Vivimos inmersos en una trama donde la vida y la muerte, la creación y la destrucción, el recuerdo y el olvido, se enredan para formar una trenza sui generis. Retozamos en el jardín de las ilusiones de una cultura que se ha revelado contra la naturaleza hasta el punto de querer acabar con ella. Y en parte la culpa la tiene la literatura. Una literatura que se ha concentrado en la “cultura humana” haciéndola pasar por “naturaleza humana” y en la nurtura subjetiva de individuos enajenados del mundo natural que han transmitido su punto de vista por medio de las letras.
Natura
Las primeras evidencias de vida datan de hace 3.600 millones de años. Los fósiles de las algas verde-azules son los más antiguos que se han descubierto. La vida naciente se protegió de su entorno por una membrana semi-permeable que logró separar el “interior” del “caótico exterior”. Los organismos contaron con una estructura interna que formó las cualidades de la membrana de acuerdo a las necesidades internas, y a las condiciones externas.
Luego, hace unos 2.000 millones de años, se formaron las primeras células con núcleos. Las primeras algas multicelulares, las bacterias y los plánctones se plasmaron entre los 1.900 a 1.500 millones de años. Luego, por mucho tiempo, parecía que el intento de la vida de esparcirse por el mundo quedaría ahí. No obstante, rebelándose contra la entropía del mundo físico, hace unos 600 millones de años, masivos cambios telúricos y el oxígeno formado por las algas, condujo a la vida hacia una explosión evolutiva sin precedente.
Durante cerca de 20 millones de años, luego de un período conocido como el Vendiano, ocurrió algo que sigue siendo un misterio. Entre el período Vendiano y el Cámbrico se multiplicaron las más variadas formas de vida, las cuales dieron paso a las actuales especies. Nadie sabe de dónde vinieron, tan solo que de pronto estaban ahí, invadiendo el mundo, conformándose en la base de toda vida actual, al menos en lo que a conceptos de forma se refiere. Lo que sí se ha descubierto, es que para que se formara la vida, el entorno debía contar con ciertas condiciones: ni mucho orden, ni mucho caos, más bien una variabilidad suficiente como para permitir el cambio, pero igualmente no demasiado como para destruir lo creado.
Algo que hoy en día se conoce como “el equilibrio entre el caos y el orden”: el “caórden”.
Los ambientes que contaron con suficiente variabilidad —no demasiada—, fueron las plataformas continentales, y las áreas cercanas a las fumarolas submarinas. Por un lado, en las plataformas continentales, las mareas y las corrientes, la luz con su radiación, permitieron la creación de vida cuyo excremento fue el oxígeno, el cual se mezcló con el agua.
Por otro, en las fumarolas submarinas, a pesar de la presión del agua, el constante movimiento y el calor interno del planeta dio paso a microorganismos que se alimentaban de metano y azufre. Luego, una serie de eventos telúricos mencionados ya, enviaron este oxígeno al fondo de lo mares, cambiando de este modo el entorno de tal forma y tan dramáticamente, que fue posible la existencia de vida en los amplios fondos marinos donde antes no hubo nada, pero oxígeno. Los animales multicelulares del período Vendiano —inmediatamente anterior al Cámbrico— atrajeron toda una serie de predatores, y esto dio comienzo a una “guerra armamentista” donde los nuevos seres subacuáticos comenzaron a defenderse creando, alrededor de sus frágiles cuerpos, caparazones y espinas para protegerse de los atacantes, una nueva membrana semi-permeable que les permitió subsistir en las nuevas condiciones.
Sin embargo, el misterio sigue en pie: ¿por qué sucedió lo que sucedió en aquella época hace 543 millones de años? ¿Por qué el período Cámbrico permitió semejante explosión de formas de vida en tan corto plazo de tiempo?
La teoría Darwiniana de la evolución de las especies indica que los más aptos y los más fuertes sobreviven. No obstante, esta teoría no logra explicar lo que ocurrió en el período Cámbrico. Al parecer existe otro tipo de evolución, no-Darwiniana, una evolución que se rige por leyes muy similares a las de la física y la química y que podría ser comprendida por una nueva manera de ver el mundo basada en la “complejidad”.
El movimiento científico de esta naciente rama, conocida como “La Ciencia de la Complejidad”, tuvo su centro de operaciones en un convento arrendado en la ciudad de Santa Fe, Nuevo México, Estados Unidos. El grupo de discusiones fue fundado a mitad de los años de 1980 con el propósito de encontrar un marco común para todos los procesos “complejos”, justamente el tipo de procesos típicos de los seres vivos, pero no necesariamente limitados a estos.
Los integrantes del grupo conocido como el Santa Fe Institute fueron gente ganadora de premios Nobel y “científicos del nuevo milenio”. En sus reuniones sacaron algo en claro que si bien la Teoría del Caos presentaba una visión del mundo en donde pequeñas variables pueden ser la causa de grandes movimientos, la ciencia linear y reduccionista es incapaz de explicar procesos conocidos como “complejos” o “caórdicos”.
Descubrieron que los sistemas complejos suceden “al borde del caos”. Los componentes del sistema no están organizados de manera fija, sino que están a punto de disolverse en una turbulencia caótica, disolución que no llega a ocurrir, por haber encontrado un equilibrio. Es más, es allí, en este “borde del caos”, donde se crean nuevas formas de vida, las nuevas ideas, los nuevos machotes del pensamiento —y el actuar— social y humano.
La vida submarina que oxigenó —literalmente— al planeta, permitió cambiar el entorno de la superficie terrestre creando una capa en la alta atmósfera que disminuyó la llegada de rayos ultravioleta destructores de los núcleos de las células. Esta protección permitió que la vida saliera “a tierra” —donde antes regía el caos— y la conquistara.
Así, la naturaleza que conocemos actualmente se regó por el mundo, cohesionándose, ganando terreno al caos —o al orden— con tenacidad irrebatible.
Y es en los lugares donde más cambios existen —aún en las plataformas continentales, en las fumarolas submarinas, y en los pie-de-montes selváticos—, donde aparece la mayoría de la diversidad de especies vivas, tanto vegetales como animales. Allí nacen los nuevos seres y son llevados por las corrientes, ya sea de agua o de aire, hacia el resto del planeta para mantener el ciclo de la vida.
Cultura
Cultura se define como “el conjunto de manifestaciones de la vida espiritual de un pueblo o de una época, en que están comprendidos la religión, el arte, la literatura, etc.”. Sin embargo, ciertos descubrimientos en la psicobiología demuestran que es a través del vivir diario que el ser humano crea su cultura. Este vivir diario, pasado de generación en generación, es lo que llega a ser tomado y definido como “cultura”. Por lo tanto, en el fondo, lo que define la cultura —cualquier cultura—, son los orígenes biológicos. Humberto Maturana, biólogo chileno, propone en el libro Amor y Juego: fundamentos olvidados de lo humano, que “lo humano surgió cuando nuestros ancestros comenzaron a vivir en el conversar como una manera cotidiana de vivir que se conservó generación tras generación…”. Maturana explica que “una cultura es constitutivamente un sistema conservador cerrado, que genera a sus miembros en la medida en que éstos se realizan a través de su participación en las conversaciones que la constituyen y definen. (…) La existencia humana” —escribe— “surge en el linaje particular de primates bípedos a que pertenecemos cuando el vivir en conversaciones como un entrelazamiento del lenguajear con el emocionar, comenzó a ser conservado generación tras generación como parte de la manera de vivir que definió desde entonces a ese linaje y lo hizo de hecho el linaje humano”.
A este “lenguajear” se suma la expresión oral y luego escrita. El arte, y la literatura en general, crean a su vez redes de conversaciones donde los valores y las creencias, las visiones de cómo funciona el mundo, se difunden en la población. Es más, la misma forma de la literatura —como una manera más de expresión humana—, cambia de acuerdo a las creencias de cada autor —de su visión subjetiva—, y de su relación con el entorno inmediato.
Nurtura
El debate entre “natura” y “nurtura” gira alrededor de las cualidades inherentes de un individuo —su naturaleza—, en oposición a sus experiencias personales —nurtura— que lo diferencian del resto de individuos. El debate ha intentado, a través de los años, otorgar, o restar importancia, a una u otra influencia sobre el comportamiento individual, es decir, cuál es más influyente en la definición de las características físicas, mentales y emocionales. ¿Es el ADN de un individuo más importante para definir su nivel de inteligencia que las experiencias particulares a las que ha sido expuesto?
La definición de “nurtura” se ha extendido más allá de un simple cuidado que hayan tenido los niños por parte de sus padres. Nurtura incluye las influencias del entorno a las que los individuos están expuestos, inclusive antes de que hayan llegado al mundo. Sus experiencias prenatales, su nacimiento, las relaciones con sus padres y la familia, inclusive el influjo de los medios de comunicación y la categoría socioeconómica a la que pertenece un individuo, son parte de su nurtura. Cada vez que un individuo lee un libro, ve una película, escucha una noticia en la televisión, va a una cena y discute con otros individuos, ocurre una interacción entre sus genes y el entorno. Es decir, más allá de una interacción física del organismo con su entorno natural, nurtura se ha convertido en toda influencia externa, a tal punto que la cultura se percibe como “lo externo” y natura como “lo interno”.
De esto modo la “naturaleza humana” ha llegado a considerarse como algo inherentemente natural, algo genético, un elemento inamovible de nuestro comportamiento social y físico, cuando en realidad la cultura es algo creado por las redes de conversaciones, por la participación de los individuos en los diálogos que la constituyen y definen, “conservadas generación tras generación” en función de las experiencias diarias que se repiten por medio del lenguaje como un modo, no de “comprender al mundo”, sino de “sentir la vida y saberse acompañado en este emocionar”.
Caos, orden, caórden
La literatura —primero oral y luego escrita— fue la que se convirtió, a través de la historia, en el vehículo para conseguir una “comprensión del mundo”. Cuando un diálogo, una experiencia o ciertos eventos se cristalizaban en una historia contada repetidas veces, se comenzó a “describir lo ocurrido” y al describirlo se comenzó a “comprenderlo”. Citando a Virginia Woolf, “Nada ha ocurrido hasta que haya sido descrito”. Mientras más veces se repitan las historias, más reales se vuelven. Un evento descrito varias veces, no como ocurrió sino como se dice haber sucedido, se convierte en más real que el evento ocurrido.
Esto lo presentó con suma claridad George Orwell en su obra 1984 y es el mecanismo preferido de “crear realidades” de los medios de comunicación utilizados como punta de lanza de los intereses económicos y políticos. “Ordenan la realidad” por medio de una descripción de eventos muchas veces ficticios, o sacados de contexto, para crear una “percepción del mundo” que les permite controlar y ordenar las “redes de conversaciones” de la gente, de la población y de su cultura, de modo que esta “comprenda la realidad” de acuerdo a cómo les conviene para sus intereses corporativos, políticos, religiosos, económicos, educativos, y demás.
Pero este orden es un orden ilusorio. Es un orden que está lleno de incongruencias, un ambiente artificial fruto de su propio quehacer. No obstante, si uno está inmerso en él, difícilmente podrá ver las incongruencias. Pero cuando uno se acerca “al borde del caos” —a los confines del mundo conocido—, se dará cuenta de lo inconsistentes que son si se miden contra las estructuras creadas por la naturaleza a través de los eones, estructuras caórdicas, donde el caos y el orden han entrado en un estado de equilibrio perenne, sus raíces incrustadas en la prehistoria del planeta.
Lo curioso es que la función de la literatura ha sido la de interpretar una realidad a través de los ojos de quienes, en su nurtura, han estado expuestos a las fronteras donde se encuentran el orden y el caos, a las “plataformas continentales” de la sociedad, a los “pie-de-montes” de la cultura, pudiéndose así percibir —o hasta experimentar— realidades diferentes a las vividas por el resto de sus congéneres. Para comprenderlas ellos mismos, estos creadores se ven forzados, desde dentro, a escribirlas, a plasmarlas en forma de literatura. Movidos por el deseo de compartir su visión, su comprensión subjetiva, buscan la manera de regar su conocimiento, de transmitir su emocionar, muchas veces hasta en contra de las tendencias sociales y culturales vigentes.
Las truchas y los salmones, así como muchas otras especies acuáticas y terrestres, van contra corriente para llegar a los pie-de-montes para desovar, recreando la vida, la cual vuelve río abajo, a veces cambiada porque el entorno mismo está en constante cambio. Algo similar ocurre con muchas ballenas las cuales necesitan las plataformas continentales para que las crías puedan volver a sus orígenes. Y es porque la vida nació al borde del caos.
Literatura al borde del caos
Se dice que las épocas de tumulto social, de dolor y de guerra, de inseguridad económica, son las mejores para la creación literaria. Son momentos que claman explicación, y ciertas personas que por una o otra razón han visto las incongruencias de su mundo, sienten la necesidad de explicar lo que pasa. Cada era ha traído consigo un desarrollo en el tipo de literatura, un desarrollo que no ha sido gratuito. No fue causado porque un autor en su nurtura de pronto descubrió una “nueva forma literaria”. Ni tampoco porque la cultura que lo rodeara “le enseñó” la nueva forma. ¿Cómo pudo hacerlo, si no existía en la cultura y tampoco estaba en sus genes, en su naturaleza de ser socialmente dependiente a pesar de su autonomía como individuo?
Es la combinación de los tres elementos —nurtura, natura, cultura— en un equilibrio único lo que permitió, y ha permitido a que cada autor o autora, a que cada “creador”, forjara una nueva forma literaria o artística, inclusive científica o tecnológica.
Desde Grecia y antes de Cristo, los primeros testimonios de una literatura occidental duradera fueron las sagas homéricas —La Iliada y Odisea—, cuyo origen no es un autor —Homero—, sino una cadena de historias orales contada por bardos que lograron una cohesión tal que el mismo Homero, luego de tanto ser contadas “sus” sagas épicas, se convirtió en real, aunque, al parecer, nunca existió en carne y hueso. Sus obras, no obstante, se plasmaron luego en “forma escrita” y perduraron a través de los siglos, acabándose su capacidad de cambiar y mutar. La Iliada y Odisea tomaron forma mucho antes de que existiera el alfabeto griego. ¿Y de qué hablaban estas sagas? Pues de la vida de dioses y de héroes, de sus aventuras en los confines del mundo donde lo terrestre se convierte en mito, y lo mítico en terrestre.
Luego aparecieron las Tragedias y las Comedias, hacia la mitad del quinto siglo antes de Cristo. Las tragedias conjuraban lo invisible y mostraban a los hombres mejor de lo que realmente eran, mientras las comedias rescataban a los personajes cotidianos resaltando sus cualidades más notorias, ridiculizándolas. Con una población de alrededor de 35.000 habitantes, una obra de estas podía conseguir un público de 15.000. Era un arte popular, y su éxito se medía con su popularidad.
Por otro lado, la poesía era un lenguaje metrado, presentado en versos, con la intención de ser recordado. Como lo escribe Daniel J. Boorstin en su obra Los Creadores: una historia de los héroes de la imaginación:
«La prosa, el lenguaje trivial de cada día, no presentaba estas señales. Requería un esfuerzo de la imaginación encontrar cómo el flujo del idioma diario podría convertirse en la sustancia de un arte duradero. La primera obra literaria en prosa fue la historia. Y llamamos a Herodotus (c.480-c.425 A.C) el Padre de la Historia porque suyo fue el primer trabajo sobreviviente en prosa griega que apuntó a dar una forma literaria a una narrativa extensa del pasado» (p. 220).
Esta obra, continuando con la tradición de Homero, hablaba de las sagas de grandes hombres y sus obras, describía costumbres locales, pero no diferenciaba la verdad del rumor y del romance. El sucesor de Herodotus, Thucydides, quiso acercarse “más al hecho”, aunque siguió interpretando lo que verdaderamente fue dicho, según documentos de lo que había ocurrido.
Estas obras muestran el intento de dar un orden al caos, de hacerlo con una fluidez que pretendía permitir al resto de la población a entender los hechos relatados. Como lo escribe Boorstin, la “prosa estaba asociada a los más tempranos movimientos vacilantes hacia la democracia” (p. 221).
Si se analiza a la literatura a través de la historia, no como una “corriente cultural” sino como un intento de sus autores de indagar en lo no indagado —tantear con ideas el borde del caos para analizar la naturaleza del orden en el cual se hallan inmersos, y hacer sentido del caos que los rodea—, se ve claramente que las funciones de la literatura han sido conformarse en una especie de “órgano intelectual y emocional” que ha permitido echar luz sobre el fondo oscuro de la comprensión humana del mundo que nos rodea: el mundo natural, el mundo cultural, el mundo nurtural.
Pero no toda forma literaria era apta para transmitir ciertos temas, para recordar ciertos hechos, para resaltar ciertas verdades, o jugar con las emociones o el intelecto. Las formas fueron multiplicándose desde el verso libre hasta el cuento corto, la noveleta, la novela, las biografías, la autobiografía, los ensayos, los textos científico-populares y científico-puros, inclusive formas distintas de diccionarios, de enciclopedias, sin dejar de lado los libros sagrados.
Conforme pasó el tiempo, estas formas comenzaron a subdividirse en diferentes categorías o genres literarios, y los temas a tratarse se multiplicaron en nichos cada vez más específicos, ya sea del interés y del conocimiento humano, o del “lenguajear” humano.
Para un neófito, lo que ocurrió fue la creación de un caos literario, aunque algunas explicaciones resaltan los efectos de “la economía de mercado” y su “secuestro” de la literatura como una comodidad más a ser consumida. Con esta explicación se designaron divisiones entre la “literatura verdadera” y la “literatura de consumo”, la primera nacida del deseo de elevar al arte de escribir y de leer a un nivel más artístico y elitista, la segunda nacida del anhelo de utilizar a la prosa moderna como una manera más de entretener —como en los orígenes griegos—, con un lenguaje que intenta ser popular y hablar de las sagas, de héroes, de logros, del sobrevivir en un mundo cada vez más caótico.
Al ver esta explosión de “especies literarias” —muy parecida, vale decirlo de paso, a la explosión de especies en el Cámbrico—, uno puede pensar que la razón de ser de la literatura se ha perdido con este orden caótico. A tal punto llegan algunos a distanciarse de este fenómeno, que para defenderse llaman a estas obras “sub-literatura”, diferenciándolas de la “verdadera literatura” cuyo texto se obsesiona —como la retórica y la preocupación por lo apropiado—, en ennoblecer al lenguaje por encima de lo trivial.
En una obra alucinantemente profunda por su crítica de la cultura occidental y la ilusión de que con “la razón” todo se soluciona, John Ralston Saul escribe en Los bastardos de Voltaire: la dictadura de la razón en occidente:
«La autohipnosis que estaba produciendo la necesidad de experimentar con el estilo y la forma se difundió con asombrosa celeridad. Que este enfoque casi científico se relacionara con la revelación del inconsciente también lo hizo parecer relevante para el mundo exterior. El entusiasmo que producían los cambios radicales en el lenguaje y el genio, o la locura, de muchos nuevos practicantes, creó una sensación de progreso. Pero la realidad de este progreso, cuando se ve desde fuera, es muy diferente. La profesión de escritor consistía en crear un dialecto propio, un dialecto tan inaccesible para los legos como el de los médicos y economistas. En otras palabras, desde el siglo trece en adelante, los escritores habían buscado y creado una comprensión cada vez mayor. Ahora ellos mismos optaban por restringir el uso del lenguaje» (p. 526).
Más allá de presentar a los escritores “literarios” como personas que se elevaban en pedestales dorados, asidos sobre los hombros de unos pocos adeptos, Ralston Saul habla de la destrucción de la razón original de la literatura como algo para ser comprendido, como algo democrático:
«Los dos aciertos más dramáticos de la muerte de las comunicaciones universales por medio de la literatura aparecen a principios del siglo veinte con Marcel Proust y James Joyce. Una vez que se los adoptó como los genios de la revolución moderna en la literatura, la novela murió como herramienta lingüística para hacer preguntas esenciales y cambiar la sociedad. Lo que hicieron —inadvertidamente, en el caso de Proust—, fue destruir el lenguaje y la historia como puentes entre la novela y el público» (p. 526).
La naturaleza intrínseca del lenguaje es su capacidad de comunicar por medio de los “lugares comunes”. Al encumbrarlo a planos de un orden culturalmente más “elevados” para “jugar con el orden” y las reglas de la sintaxis, creando un nuevo orden incomprensible en su belleza retórica por el público común, la exploración de los temas esenciales aludidos por Ralston Saul se pierde de vista. No quiere decir que sea inexistente, sino que —aunque exista— se convierte en inalcanzable para la mayoría, convirtiéndose en una comunicación de minorías.
En estos casos, la cultura y la nurtura predominan sobre la naturaleza del idioma.
Algo similar llega a ocurrir con los géneros literarios especializados, cuyos temas acaban siendo alcanzables por contados interesados, más allá de los cuestionamientos sobre el uso y mal uso del lenguaje.
La situación se pone aún más difícil cuando, además de un distanciamiento cultural de las masas, las descripciones de las realidades urbanas locales se alejan de la “naturaleza humana arquetípica” concentrándose en la “cultura idiosincrásica local”.
En otras palabras, el orden local antropocéntrico predomina sobre las generalidades de la naturaleza biocéntrica. Los temas, al igual que el idioma, se alejan de la comprensión de la naturaleza concentrándose en lo urbano. Lo curioso es que aquellas obras clásicas de la literatura que durante decenios se consideraron estar a la altura de la gran literatura, es más, que se consideraban como gran literatura, acabaron —salvo pocas excepciones— relegadas por ambos bandos —el comercial y el literario— al plano de la “literatura juvenil” o “popular”, donde el tema, claramente expresado por un idioma de fácil comprensión, era esa búsqueda de lo que hay más allá de las fronteras culturales locales. Ejemplo de ello son las obras de “aventura” de grandes maestros como Jack London, Daniel Defoe, Robert Louis Stevenson, Julio Verne, Alejandro Dumas, Walter Scott, Edgar Allan Poe, Mark Twain, Jorge Luis Borges, entre tantos otros.
Literatos y mercaderes de literatura crearon un nicho aparte para este grupo de escritores —salvo ciertas excepciones—, cuyas obras exploraban “el borde del caos” tanto cultural como natural, inclusive “nurtural”.
Esta “cultura literaria” fue acogida por muchos letrados de tercer mundo, cuya sociedad nunca realmente tuvo como preocupación la búsqueda de lo que existe más allá de sus fronteras, porque, o eran los conquistados, o eran descendientes de los conquistadores.
Así, las obras de una gran mayoría de literatos “tercermundistas” se concentraron no en las fronteras de la natura presente al borde de sus patios traseros, sino en las preocupaciones de la vida urbano cultural, con cierto énfasis en las desigualdades heredadas por los conflictos generados por la conquista social, política y económica.
Los pie-de-montes selváticos, el mar más allá del perfil costanero, no eran temas de interés, como lo fueron para Conrad, London o Verne, inclusive Borges. El conflicto “natura vs. cultura”, que generara “crisis de nurtura” —El corazón de las tinieblas, Lobo de mar, La jangada— no fueron temas comunes en el mundo de las letras de tercer mundo. Es más, la percepción de cada escritor, especialmente en cuanto a temas de la naturaleza y de la cultura de su país, depende mucho de su propia nurtura. Es decir, de cuán expuesto a estado a estas realidades.
Las circunstancias de la mayoría de los escritores —especialmente latinoamericanos—, los ha preñado de una visión predominantemente urbana, por lo tanto, muy limitada en cuanto a temas selváticos, inclusive indigenistas, a pesar de sus denuncias de las inequidades político-sociales y raciales. Con frecuencia hasta desconocen las diferencias entre los indígenas amazónicos, su historia, tan diferente a la de los indígenas andinos, o de las regiones costaneras a pesar de su simbiosis cultural con el entorno natural, o justamente debido a ello. Y es que la nurtura personal, vale redundar, depende de la cultura, la cual a su vez están inmersa en las realidades físicas y biológicas del ambiente natural. Y es que los contextos de la cultura urbana —de donde provienen la mayoría de los escritores latinoamericanos— miran a la naturaleza a través de ojos importados de una cultura occidental, darvinista, donde la naturaleza, mientras más silvestre es, más incita a lo subhumano, a lo pagano, a valores de existencia por poco que animal.
Con la ruptura informática de las fronteras sociales a través de los medios de comunicación —cuyas lanzas atraviesan de lado a lado las membranas semi-permeables tanto de individuos como de culturas —no importa cuán escondidas se hallan en la enmarañada selva—, este distanciamiento basado en la proximidad ilusoria ha generado un falso sentido de “comprender” la existencia de la naturaleza más allá de las ciudades.
La lupa mediática ha distorsionado la realidad de las culturas ajenas con sus valores espirituales íntimamente ligados a entornos naturales, forjando el orgullo de lo ajeno, provocando el deseo de rescatar lo desconocido, ahora que está claro cuán cerca estamos de perder no solo lo que queda de naturaleza, sino también el “link” con nuestras raíces prehistóricas de las cuales, sin lugar a dudas, hasta hace poco ha dependido nuestra cultura para su supervivencia.
Y es que si bien la guerra entra la cultura y la naturaleza aún no ha llegado a su fin, vemos ya las primeras sombras de lo inevitable. ¿Quedará papel, para escribir la nueva historia?
Leonardo Wild. Escritor ecuatoriano-norteamericano. Estudió en Lord Fairfax y Nova College, Virginia. Escribe ciencia ficción desde 1996. La primera fue escrita en alemán, Unemotion (1996) la cual fue recientemente publicada en español bajo el título de Yo artificial (2014). Entre sus obras se tiene: Oro en la selva (1996); el ensayo: Ecología al rojo vivo (1997); Orquídea negra o el factor vida (1999); Cotopaxi, alerta roja (2006). Más recientemente ha publicado una reedición de su novela El caso de los muertos de risa (2019).
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