Rubén Darío Buitrón
(Colaboración especial para Máquina Combinatoria)
Volvimos a vernos seis años después, en Quito. Ella regresaba de España, tenía una hija de cinco años y un marido alemán a quien conoció allá y con quien se casó. En todo ese tiempo la deseé más que antes. Cuando vivía aquí era una obsesión acostarme con ella, pero siempre chocábamos entre dos ideas: ella quería vivir conmigo y yo no. Muchas veces las personas no concretan sus sueños porque construyen barreras muy altas.
Nos citamos en el café del hotel Amazonas, en el centro norte de Quito. Las personas que frecuentan las cafeterías no suelen ir a las de los hoteles sino a las de las franquicias (Sweet and Coffee, Juan Valdez, El Español, Corfú), así que era un buen lugar para encontrarnos sin temor a los curiosos y a gente conocida.
Si el encuentro es clandestino y furtivo, un hotel es un buen lugar: quizás después de hablar, de conversar, de aclarar, de llenar los dolorosos vacíos del tiempo con palabras bonitas, lo que puede ocurrir es que él o ella (en este caso, él) propongan subir a una habitación y devorarse a besos, cobrarle al tiempo la escasez de amor, la sed emanada de todos los deseos acumulados.
Hablamos una o dos horas. No recuerdo con precisión los temas: supongo que charlamos de su vida en España, de su hija, de su marido, pero, sobre todo, de cómo nos amábamos y nos habíamos extrañado.
Es curioso cómo uno vierte sus angustias y ansiedades sin temor cuando presiente que ya no será posible reconstruir el amor, cuando entiende que ese momento es el último, el decisivo, la puerta que te permitirá retornar o que no te dejará volver nunca más.
La Bebé se veía muy bella esa tarde. Especialmente bella. Mientras me contaba cosas la imaginé preparándose para el encuentro, recordando con certeza lo que a mí me enloquecía: su cabello rotundamente negro y brillante y corto, sus labios pintados de rojo, su dentadura perfecta y su sonrisa iluminadora, el tono bronceado de su piel, los secretos escondidos bajo su abrigo y bajo su blusa y bajo su falda.
Pensé en nuestros encuentros anteriores a la huida a España. Decenas de encuentros. En su casa, donde vivía sola porque su familia era de Ambato. En los bares ella solía pedir Cosmopolitan o Medias de Seda o Clavo Oxidado, su trago favorito. Yo tomaba café negro y ella solía recriminarme porque quizás le parecía un gesto cobarde que no me precipitara sobre el alcohol y dejar a un lado el autocontrol.
La Bebé fumaba mucho y yo no. Era otro de nuestros desencuentros. Decía que era incomprensible que a un hombre no le gustaran los cigarrillos. A mí me bastaba con observar su ritual. Fumar la volvía más sofisticada, elegante, sensual. El trago y el humo iban volviéndola más misteriosa, más frágil, más deseable, y ella lo sabía, pero era evidente que conmigo –no sé con otros hombres– no tenía interés en acostarse y hacer el amor una noche, unas horas de la noche, y luego quedar a la espera de mi regreso o de mi desaparición.
Cuando la Bebé decidió escapar a España, en realidad escapó de mí. O, más que de mí, de ella misma. De su irrefrenable deseo de tenerme todas las noches y todas las mañanas entre sus muslos, pero de su miedo de que un día yo me fuera. De mi absurdo miedo a ser infeliz al lado de una mujer estupenda, pero neurótica, extraña, posesiva. Una pareja se destruye si deja que los temores echen raíces en la relación.
Me escribió una decena de veces al correo electrónico. Por esas cartas supe que vivía en Valencia, que viajó a Grecia, Italia, Francia y Alemania. En este país conoció a Gunter y se casó meses después en la ciudad donde ella vivía.
Se embarazó y tuvo una hija, pero en sus cartas decía que nunca ha dejado de amarme y que su matrimonio fue otra manera de escapar de mí. O de ella. O de los dos.
En la cafetería del hotel le dije todo lo que sentía por ella y ella también me lo dijo. Llamé al mesero y le dije que nos pasara la cuenta, pero que necesitábamos una habitación.
Nos besamos y acariciamos en el ascensor, mientras subíamos al séptimo piso. Pero en la cama del cuarto 709 fuimos dos adolescentes primerizos, torpes e inútiles, como si para la Bebé y yo el placer, de tan deseado, nos fuese esquivo para siempre.
Rubén Darío Buitrón (Quito, 1966). Periodista, narrador y poeta. Fundador del Taller y de la revista de creación La mosca zumba, de la que fue su director. Obtuvo reconocimientos como: Tercer Premio Concurso Nacional de Cuento Diario Ultimas Noticias, Quito, 1985; Segundo Premio, III Bienal del Cuento Ecuatoriano “Pablo Palacio”, 1995. También se ha hecho acreedor (1994, 1997) a dos premios nacionales de periodismo. Ha escrito en cuento: Instrucciones para llegar al orgasmo (Quito, 1987); en poesía: Este mundo gris lleno de ratas (Quito, 1997). Consta en las antologías: Libro de posta (Quito, 1983); Quito: del arrabal a la paradoja (Quito, 1985); III Bienal de Cuento “Pablo Palacio”, Cuentos premiados (Quito, 1996). (Fuente: http://www.literaturaecuatoriana.com/htmls/literatura-ecuatoriana-narrativa/ruben-dario-buitron.htm)
Foto portada: https://pixabay.com/photos/girl-woman-green-half-person-4067894/