El niño, la lora y el fantasma que no lo era | María José Chiriboga

María José Chiriboga

 

—Antonio, ven un momento — dijo la abuela—. Antoniooo.

Pero Antonio seguía sentado en su silla “trono”, como a él le gustaba llamarla. Antonio había perdido a su madre dos años antes, cuando él tenía 4. Ahora con 6, sentado en su trono fingía ser el Mariscal Antonio José de Sucre. Nadie podía pasar a su lado sin hacerle una reverencia, o sin sentarse a leerle las aventuras del Mariscal o cualquier otro libro de Historia. Sus hermanos, seis en total, pasaban haciéndole alguna gracia, hasta que venía Joaquín, el cual, al llegar a lo alto de la escalera siempre rodaba para abajo. Siempre tan frágil y un poco torpe, terminaba magullado y atendido por alguno de los miembros de la familia. Antonio ni se inmutaba, metido en su personaje, vivía en batallas imaginarias, peleando por la Patria, atrapado en mil y una aventuras, cabalgando y sintiéndose un héroe.

—Antonio —volvió a gritar su abuela—. Ven que tengo una sorpresa”.

El niño bajó y se encontró con una pequeña lora que decía: “¡¡Holaaaa!!”. El niño, intrigado, la miraba y esta, de un salto se subió a su hombro. Desde ese momento, el ave se convirtió en su inseparable compañera de juegos y aventuras. Incluso acompañaba al niño a sus clases diarias en la escuela del barrio. La lora aprendió tan bien las lecciones, que se convirtió en la mejor alumna de la escuela. Conocía el nombre de todos los alumnos y qué decir de las respuestas. Se las sabía de memoria.

Pero Antonio, no quería ir a esa escuela; para él era una escuela de “mujercitas” y él, siendo todo un personaje, no podía seguir en ese lugar. Su abuela, harta ya de las lamentaciones y rabietas del niño, aceptó la petición y las lecciones continuaron en la casa.

La casa… vieja y enorme. Llena de historia y de historias. Siempre oliendo a río y a polvo; ese polvo que con la humedad se pega en todo y en todos. El lugar donde había nacido y donde había muerto su madre, el único lugar al que podía llamar hogar, pero al mismo tiempo un lugar lleno de recuerdos, …y de malos recuerdos; en donde los duendes siempre se ponían detrás de los barrotes de la escalera. Mirándolo todo y sobre todo al niño en cada paso que daba para sentarse en su “trono”.

Pero un día todo cambió. Llegó a vivir a la casa un primo. Era un chico pretencioso, egoísta y temeroso hasta de su sombra. Una de las tías lo tomó bajo su tutela y Antonio no tuvo más remedio que hacerse al dolor y compartir su vida con su primo. Las cosas no iban nada bien desde la llegada de este chico, siempre buscando atención y haciendo de menos a los demás. Nunca compartía un juguete, peor un pan o un vaso de leche. Todo lo quería par él y la convivencia comenzó a ser realmente desastrosa. Goyo, que era su nombre, siempre se metía con Antonio y su lora. ¡Cómo odiaba Antonio ahora su casa! Ya no podía ser su adorado Mariscal; ya no podía jugar con sus duendes o simplemente repasar con su lora. ¡No! Ahora, todo era Goyo y para Goyo.

Y, sin embargo, una situación peculiar le daría al niño la oportunidad de sacarse de encima a Goyo. En la casa, que era de madera y vieja siempre se escuchaban ruidos extraños. Todas las noches, se prendía la luz de una de las habitaciones y la comida desaparecía de la cocina. Nadie podía explicar estos acontecimientos. Todos pensaban que se trataba de un fantasma, y eso era a lo que Goyo más temía.

Y Antonio, decidido a darle una lección a su primo, se armó con todo su valor, y se aventuró a la caza del fantasma. Con la complicidad de su hermano Joaquín, se subió a la buhardilla de la casa y con él fue la lora. Sin percatarse, al caminar por ahí, los demás habitantes de la casa, incluido Goyo pensaron que era el fantasma que penaba. En la noche, la casa era oscura y miedosa y todos temblaban, hasta Joaquín a quien previamente Antonio había advertido.

Los ruidos seguían, hasta que la abuela decidió salir a investigar. El niño, desde su escondite, vio un ser que caminaba envuelto en un halo de polvo y del susto dio un mal paso y la lora se vino guarda bajo. El ave cayó directo sobre la cabeza de la abuela.

La pobre lora toda maltrecha gritaba: “¡Goyo fue!” “¡Goyo fue!”.

La abuela, tomó al niño y a su lora y los llevó de vuelta a su cuarto.

Al día siguiente, después de semejante experiencia, sin pensarlo dos veces, y con maleta en mano, Goyo, decidió irse de la casa. Desde ese momento, Antonio volvió a su fantasía, a su trono, a sus duendes. Pero muy en el fondo sabía que perdió un poco de su inocencia esa noche, en la que él, sin quererlo, fue el fantasma que todos temían.

Y la lora, cada vez que le pasaba algo gritaba: “¡Goyo fue!”.

 

 


Foto portada, fuente: https://pixabay.com/es/photos/beb%C3%A9-kids-ni%C3%B1o-abrazos-familia-1749978/

 

 

 

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